A ratillos, el poco tiempo que aún intento me quede para seguir conociendo las cosas de mi pueblo, de escarbar en sus “entrañas”, quiero dedicarlo a conocer la intrahistoria de las piezas del Museo del Territorio y de aquellos pequeños retazos de nuestro patrimonio, aquellos “paisajes dormidos”, que salpican nuestro término municipal.
Voy a empezar por dos piezas del Museo del Territorio, dos piezas que ya no son mías, ahora forman parte de nuestro patrimonio común (de lo que me siento muy orgulloso), pero que han formado parte de un periodo importante y extenso de mi vida. Son dos piezas muy sencillas, pero que han dejado grandes cicatrices en mi crecer (o a lo peor menguar) como persona, incluso físicas.
Se trata de mi cuchara de “llenar magdalenas” y mi navaja barbera. Vayamos por partes y empecemos por la cuchara.
Hasta no hace muchos años poca era la repostería que se obraba en las panaderías de pueblos pequeños como el nuestro, no estaba la economía familiar para excesos. Tortas de aceite o manteca, alguna galleta y la magdalena; en momentos puntuales, de índole festivo, se unían los dulces del tiempo, como los mantecados mixtos en Navidad o alguna otra dulzaina como los pestiños, las flores o los hornazos en Feria o Semana Santa. Además, en Semana Santa, como suele ocurrir aún hoy aunque en menor número, las señoras solían hacer sus propias confituras (más o menos las ya mencionadas) e iban a cocer al horno ¡Que ratos de regañinas no he tenido yo con Rita y Cándida!, ahora lo echo y las echo bastante de menos. Era un olor constante a aceite desahumado, limón rallado, canela, matalahúga y vainilla.
Por entonces, creo que aún sigue siendo así, poco penetra la tecnología en algunas cosas, las magdalenas se llenaban a mano. Desde el lebrillo y/o barreño la masa debía ir pasando a los moldes o cápsulas, una a una, hasta aproximadamente unos 300 por masa:16 latas de 5 x 4, era mejor que meter 6 x 4 como solían hacer las “mujeres” cuando iban al horno para ahorrar en el coste de la lata, que era lo que se ganaba el panadero por poner sus equipos al servicios de las señoras. Así la magdalena subía con mas desahogo y se agachaba menos al salir del horno. Bueno, pues para esta labor hay que tener una herramienta de la mayor precisión: una cuchara tiene que dar de si para llenar exactamente un molde, ni menos (habría que dar dos cucharadas) ni más (volcaríamos la masa sobre el papel debilitándolo).
Mi cuchara era muy normal, una de esas cucharas que había en las casas, vieja y gastada, cuyo origen se muestra remoto por desconocido. Un día ha perdido lustre y pasa del armario de la abuela (en este caso la mía, Pura Rodríguez) al horno de la familia. Es una cuchara sencilla, de unos 17 centímetros y corazón metálico formado por cobre (50%), zinc y níquel a partes iguales. En origen tuvo baño de plata o estaño totalmente ausente al día de hoy. Tiene dos características que, siendo una cuchara vulgar, la hacen “la mejor cuchara” para llenar magdalenas: el cazo justo para la cantidad que necesita una cápsula del nº 8, la estándar. Si la cuchara se metía bien y con precisión en el lebrillo, es decir, si se llenaba rebañando superficialmente y apretándola contra la pared del barreño, sin penetrar en el fondo de la masa, conseguíamos que ni sobrara ni faltara para llenar el molde y que la propia cuchara no fuera “goteando” masa por el camino.
La segunda característica era también vital para el buen desarrollo de la labor. El rabo de la cuchara, respecto del cazo, forma un ángulo de 45º, aproximadamente, peculiaridad que puede pasar desapercibida para quien no ha tenido práctica en estos menesteres. Es el ángulo acertado para meter la mano con celeridad en el lebrillo, sacar la cuchara llena y volcar la masa sobre el molde, todo, como decía, muy rápido y sin tirar nada de masa. Es como cuando un hidroavión toca la superficie del agua para aterrizar pero no profundiza en la misma.
Yo, cuando hago por primera vez algunas cosas de carácter manual, o casi todas, soy un verdadero patán. Se me lían los dedos. Con el paso del tiempo, y creo que no me equivoco, adquiero una celeridad interesante. Así me fue ocurriendo con gran parte de este arte que es la panadería, y digo arte porque llegué a conocer a un verdadero artista de este menester, mi padre. Pero llenar magdalenas siempre se me atrancó, porque si era patán de ordinario cuando se me pringaban los dedos era para aburrirse. Y así le fui dando largas, muchas largas, todas las que pude. Hasta que un día, sólo, como me gusta hacer las cosas, me hice mi masa, cuatro kilos de aceite, y me puse con paciencia a “llenar”. Mi padre me dejó, como si no me viera, hasta que apreció que más o menos me defendía, entonces vino a decirme que para el fin de semana (estaríamos a principios de la misma) a lo mejor las tenía todas llenas -creo que sabe que una de las cosas que más me aprietan es la lentitud-, y me quitó la cuchara.
Para el fin de semana llenaba el doble que él; pero sigo sin saber como será la magdalena con sólo tocar la harina o que falta o sobra con sólo remover la masa; pero yo no soy el artista. Desde entonces, y eso que ya no lleno, creo que habré llenado cientos de miles, la verdad que no lo se, y de vez en cuando lo sigo echando de menos.
Voy a empezar por dos piezas del Museo del Territorio, dos piezas que ya no son mías, ahora forman parte de nuestro patrimonio común (de lo que me siento muy orgulloso), pero que han formado parte de un periodo importante y extenso de mi vida. Son dos piezas muy sencillas, pero que han dejado grandes cicatrices en mi crecer (o a lo peor menguar) como persona, incluso físicas.
Se trata de mi cuchara de “llenar magdalenas” y mi navaja barbera. Vayamos por partes y empecemos por la cuchara.
Hasta no hace muchos años poca era la repostería que se obraba en las panaderías de pueblos pequeños como el nuestro, no estaba la economía familiar para excesos. Tortas de aceite o manteca, alguna galleta y la magdalena; en momentos puntuales, de índole festivo, se unían los dulces del tiempo, como los mantecados mixtos en Navidad o alguna otra dulzaina como los pestiños, las flores o los hornazos en Feria o Semana Santa. Además, en Semana Santa, como suele ocurrir aún hoy aunque en menor número, las señoras solían hacer sus propias confituras (más o menos las ya mencionadas) e iban a cocer al horno ¡Que ratos de regañinas no he tenido yo con Rita y Cándida!, ahora lo echo y las echo bastante de menos. Era un olor constante a aceite desahumado, limón rallado, canela, matalahúga y vainilla.
Por entonces, creo que aún sigue siendo así, poco penetra la tecnología en algunas cosas, las magdalenas se llenaban a mano. Desde el lebrillo y/o barreño la masa debía ir pasando a los moldes o cápsulas, una a una, hasta aproximadamente unos 300 por masa:16 latas de 5 x 4, era mejor que meter 6 x 4 como solían hacer las “mujeres” cuando iban al horno para ahorrar en el coste de la lata, que era lo que se ganaba el panadero por poner sus equipos al servicios de las señoras. Así la magdalena subía con mas desahogo y se agachaba menos al salir del horno. Bueno, pues para esta labor hay que tener una herramienta de la mayor precisión: una cuchara tiene que dar de si para llenar exactamente un molde, ni menos (habría que dar dos cucharadas) ni más (volcaríamos la masa sobre el papel debilitándolo).
Mi cuchara era muy normal, una de esas cucharas que había en las casas, vieja y gastada, cuyo origen se muestra remoto por desconocido. Un día ha perdido lustre y pasa del armario de la abuela (en este caso la mía, Pura Rodríguez) al horno de la familia. Es una cuchara sencilla, de unos 17 centímetros y corazón metálico formado por cobre (50%), zinc y níquel a partes iguales. En origen tuvo baño de plata o estaño totalmente ausente al día de hoy. Tiene dos características que, siendo una cuchara vulgar, la hacen “la mejor cuchara” para llenar magdalenas: el cazo justo para la cantidad que necesita una cápsula del nº 8, la estándar. Si la cuchara se metía bien y con precisión en el lebrillo, es decir, si se llenaba rebañando superficialmente y apretándola contra la pared del barreño, sin penetrar en el fondo de la masa, conseguíamos que ni sobrara ni faltara para llenar el molde y que la propia cuchara no fuera “goteando” masa por el camino.
La segunda característica era también vital para el buen desarrollo de la labor. El rabo de la cuchara, respecto del cazo, forma un ángulo de 45º, aproximadamente, peculiaridad que puede pasar desapercibida para quien no ha tenido práctica en estos menesteres. Es el ángulo acertado para meter la mano con celeridad en el lebrillo, sacar la cuchara llena y volcar la masa sobre el molde, todo, como decía, muy rápido y sin tirar nada de masa. Es como cuando un hidroavión toca la superficie del agua para aterrizar pero no profundiza en la misma.
Yo, cuando hago por primera vez algunas cosas de carácter manual, o casi todas, soy un verdadero patán. Se me lían los dedos. Con el paso del tiempo, y creo que no me equivoco, adquiero una celeridad interesante. Así me fue ocurriendo con gran parte de este arte que es la panadería, y digo arte porque llegué a conocer a un verdadero artista de este menester, mi padre. Pero llenar magdalenas siempre se me atrancó, porque si era patán de ordinario cuando se me pringaban los dedos era para aburrirse. Y así le fui dando largas, muchas largas, todas las que pude. Hasta que un día, sólo, como me gusta hacer las cosas, me hice mi masa, cuatro kilos de aceite, y me puse con paciencia a “llenar”. Mi padre me dejó, como si no me viera, hasta que apreció que más o menos me defendía, entonces vino a decirme que para el fin de semana (estaríamos a principios de la misma) a lo mejor las tenía todas llenas -creo que sabe que una de las cosas que más me aprietan es la lentitud-, y me quitó la cuchara.
Para el fin de semana llenaba el doble que él; pero sigo sin saber como será la magdalena con sólo tocar la harina o que falta o sobra con sólo remover la masa; pero yo no soy el artista. Desde entonces, y eso que ya no lleno, creo que habré llenado cientos de miles, la verdad que no lo se, y de vez en cuando lo sigo echando de menos.