sábado, 3 de julio de 2010

La leyenda de las dos hermanas 2

Narrador 1- No era aún de mañana, cuando al hilo del vuelo de las primeras golondrinas dos soldados, aún somnolientos de la guardia de la noche, se acercaban presurosos a los calabozos, a espaldas del doble aljibe arcado.

Soldado 1- Levante don Pere, no es mal día el que ha amanecido para usted (le dice irónico).

Pere- ¿Acaso las tropas de mi rey asedian el castillo y buscáis que pida clemencia para vuestras paganas almas?

Soldado 2- Parece don Pere como si el sueño de la noche aún os tuviera prisionero. Es tal la penuria de vuestros reyes que no han hallado un mal puñado de blancas que permitan la liberación de uno de sus más nobles y aguerridos soldados.

Soldado 1- Nuestro alcalde, el justo Almutamid, valorando la nobleza que encierra vuestro corazón, ha decidido poner fin a vuestros pesares en nuestra tierra. Sabe que volveréis a realizar incursiones bélicas buscando saquear nuestros campos y despensas, pero prefiere volver a encontraros en el campo de batalla que sacrificaros vilmente bajo el filo del hacha asesina.

Pere- Agradezco la cordura y grandeza de vuestro señor, no esperaba menos del padre de tan insignes hijas.

Narrador 1- Así marchaba don Pere, dando rienda a sus lágrimas por no haber podido despedirse de las dos dulces compañeras que habían hecho menos penosa su estancia en las estribaciones de la agreste Sierra Morena. Doblando la Cuesta de los Santos daba una última mirada a aquel castillo que había sido antaño su anhelo y posterior cadalso. No podía aventurar los hechos que esa misma mañana habrían de sucederse.

Narrador 2- Con la primera caída del astro solar tras la marcha de don Pere, buscando ocultarse entre las sombras, salía el alcaide al patio de armas. Se acercó apresuradamente al aljibe escalonado que dividía el patio en dos alturas. Iba a realizar su obligada ablución previa a la última oración del día. Ya todos dormían. Le acompañaba Alí, su consejero más vil, al que no podía ocultar su cansada mirada, resignada; los ojos enrojecidos señalaban que las horas del día habían sucedido a una noche de vigilia.

Al poco, los soldados de guardia se acercaron llevando maniatadas a las hijas del alcaide: Jazmín y Azucena. El rostro de ambas mostraba sintonía con el ánimo del padre. Éste, intentando que las lágrimas no se liberaran de sus ojos, no acertaba a decir palabra.

Alí- (Con una sonrisa irónica y dirigiéndose a las hermanas) Maldita y trágica aquella mañana de invierno que trajo la desgracia a vuestra casa, que es la nuestra. ¡Qué dolor habéis traído al noble corazón de vuestro padre!, musulmán que hunde sus piadosas creencias en la misma casta de nuestro profeta Mahoma. Un padre que, siempre protector de las tierras del Islam, nunca ha dejado de vigilar la educación de sus hijas, ¿Cómo habéis podido acercaros a las creencias de los impíos creyentes del demonio? ¡Que desgracia trajo don Pere a la casa de vuestros padres!

Azucena- Mientes, fue mucho antes cuando cayo la casta de mi padre en tragedia, el mismo día que vuestra mala sombra puso los pies en esta tierra y en esta casa. La envidia corroe vuestras entrañas y el despecho de mi hermana no ha hecho sino acrecentar vuestro odio hacia nuestra estirpe.

Jazmín- En nuestras creencias no cabe lugar a la duda, muchos fueron los esfuerzos de nuestros padres por acercarnos a la fe verdadera, Alá es nuestro único dios. Pero también supieron cobijar en nuestro corazón la piedad. En el vuestro no ha lugar a otro sentimiento que la envidia y el odio. Anoche ya nos juzgasteis engañando a nuestro padre, le hicisteis creer que habíamos renegado de la fe de Alá y ha creído en vuestra palabra y en vuestras falsas pruebas.

Azucena- ¿Qué mejor prueba de vuestra maldad que utilizar como excusa traicionera un regalo surgido de un noble corazón? Ya hemos sido juzgadas y la muerte nos espera, sólo quiebra nuestro espíritu el dolor que nuestro padre ha de padecer hasta el día de su muerte.

Alcaide- Maldito seáis Alí, no alarguéis este momento. Partid hacia el rió Herrumbrar, allí, en la oscuridad de la noche, entregaréis al profundo abismo el alma de mis hijas para que nadie sea consciente de la herejía cometida por mi estirpe.

Narrador 1- Partió la lúgubre comitiva cerrando filas un padre apenado que se derrumbaba en lloros.

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