martes, 14 de octubre de 2025

La calle de las Piedras, y 2

Dando paso a una segunda crujía, a la diestra y bajo el hueco de la escalera que sube a la cámara, se oculta una pequeña alacena empotrada que huele a madera, yeso y vainilla. Arriba, un altillo tenebroso rasgado por un hilo de luz, de atrojes, ratones y polvo, guarda una parte de la cosecha del año, el resto se pierde en sacos rotos. Podría pensarse que allí, velados por el olvido, se acumulaban muebles en desuso o pequeñas joyas familiares, pero nada se guardaba cuando nada se tenía.

Más allá, el pasillo se ensancha y va a asomarse a un corral de firme bastante irregular, compuesto por ripios de asperón maldispuestos e hirientes. A la izquierda, donde queda el cuartucho de los vástagos, la oscuridad destila olores entrañables, recuerdos que ya apenas son. Y veo a mi abuela Manuela, hija de Vidalico, sentada en una silla baja al fondo del segundo portal, pegada al umbral de la portichuela que se asoma a las cuadras. Auxiliada por un pequeño mueble, que guarda poco más que unas pastillas de jabón y un bote de brillantina, se peina un cabello blanquísimo mientras hace hora para el almuerzo. El puchero sigue en el fuego y espera a mi abuelo, que anda de tertulia en los Peñones. La roca, que da fe de la presencia de la extinta cantera, rodeada de chumberas y a la sombra de un quinino que parece perpetuo, forma un magnífico altozano a la campiña, a la tierra donde vertió inquietudes y derramó tanto sudor que se quedó en nada.

Lámina 3.- Años 60 del siglo XX en los Peñones. Fuente: archivo familiar.

Y allí, en la solanera del corral, de tiempo en tiempo y sin saber la causa, o así me lo parece a mí que desconozco la relación entre estaciones y siembras, el patio aparece atiborrado de sacos viejos de arpillera derramados al sol. Sobre ellos, una nube de higos cubiertos de harina te obliga a caminar entre tropezones y continua regañina de los mayores. Al frente, en penumbra y teniendo acceso por una puerta esquinada, la cuadra oscura te encara con una línea de pesebres en alto, aperos y un rezume de mundo viejo y gastado, de una larga historia atada al terruño, a sus querencias y bondades, pero también a sus desprecios. Por poniente, un portón lateral te da salida a los últimos rescoldos de la cantera y al cuestarrón que sube a la calle de las Chozas, ahora Santa Eulalia.

Y con el tiempo, volviendo a la realidad cotidiana, recuerdo a mi abuela, con movimientos repetidos día con día como si de una liturgia se tratara, acercarse a la vieja alacena de madera y yeso, la que ahora huele a ternura. Y de allí, al amparo de una vajilla color nácar y ribetes dorados, extrae una magdalena dorada, de azúcar relamida y forma de concha, de una bolsa de Bimbo. Quizá parezca extraño, y hasta ridículo, con más motivo cuando a diario pasaban por mis manos más de 200 magdalenas artesanas, las que elaboraba mi padre. Pasados muchos años de aquello, aquel obsequio, que podría parecer insignificante, fue uno de mis mejores regalos de cumpleaños. Y mi abuelo, con cada trago paciente, me relata historias contadas en comunidad, sentados en el poyo de pizarra de la calle y en las largas noches del estío. Me habla de la gente y de las penalidades del campo, que fueron tantas que quebraron a muchos. Y la memoria, que sabe de las muchas dobleces del alma, fue conservando aquellas conversaciones en lo más hondo de sus atrojes. Quizá parezca extraño, igual absurdo, pero su recuerdo y el peso de los muchos años fueron dejando en mí un enorme poso vital. Y es que, en buena parte, todo ese conocimiento ha sido báculo de mis caminatas y ha condicionado en mí una manera peculiar de entender y diseccionar el paisaje, así como de ver a quienes realmente lo construyeron. O al menos así lo creo.

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