Dando paso a una segunda crujía, a la
diestra y bajo el hueco de la escalera que sube a la cámara, se oculta una
pequeña alacena empotrada que huele a madera, yeso y vainilla. Arriba, un
altillo tenebroso rasgado por un hilo de luz, de atrojes, ratones y polvo,
guarda una parte de la cosecha del año, el resto se pierde en sacos rotos.
Podría pensarse que allí, velados por el olvido, se acumulaban muebles en
desuso o pequeñas joyas familiares, pero nada se guardaba cuando nada se tenía.
Más allá, el pasillo se ensancha y va a
asomarse a un corral de firme bastante irregular, compuesto por ripios de
asperón maldispuestos e hirientes. A la izquierda, donde queda el cuartucho de
los vástagos, la oscuridad destila olores entrañables, recuerdos que ya apenas
son. Y veo a mi abuela Manuela, hija de Vidalico, sentada en una silla baja al
fondo del segundo portal, pegada al umbral de la portichuela que se
asoma a las cuadras. Auxiliada por un pequeño mueble, que guarda poco más que
unas pastillas de jabón y un bote de brillantina, se peina un cabello
blanquísimo mientras hace hora para el almuerzo. El puchero sigue en el fuego y
espera a mi abuelo, que anda de tertulia en los Peñones. La roca, que da fe
de la presencia de la extinta cantera, rodeada de chumberas y a la sombra de un quinino que parece perpetuo, forma un magnífico altozano a la campiña, a la tierra donde vertió
inquietudes y derramó tanto sudor que se quedó en nada.
Lámina 3.- Años 60 del siglo XX en los
Peñones. Fuente: archivo familiar.
Y allí, en la solanera del corral, de tiempo
en tiempo y sin saber la causa, o así me lo parece a mí que desconozco la
relación entre estaciones y siembras, el patio aparece atiborrado de sacos
viejos de arpillera derramados al sol. Sobre ellos, una nube de higos cubiertos
de harina te obliga a caminar entre tropezones y continua regañina de los
mayores. Al frente, en penumbra y teniendo acceso por una puerta esquinada, la
cuadra oscura te encara con una línea de pesebres en alto, aperos y un rezume
de mundo viejo y gastado, de una larga historia atada al terruño, a sus
querencias y bondades, pero también a sus desprecios. Por poniente, un portón
lateral te da salida a los últimos rescoldos de la cantera y al cuestarrón
que sube a la calle de las Chozas, ahora Santa Eulalia.
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