Mis abuelos maternos vivían en la calle de
las Piedras, hoy Riscos por asuntos relacionados con una modernidad que no llego
a entender ni interpretar. En realidad, originalmente, el lugar fue una vieja
cantera de piedra, un mazacote desahuciado por la dureza casi cuarcítica de la
roca. La calle estuvo formada por casuchines sencillos, de gente
encadenada a un duro jornal del campo y dada a compartir mucha miseria, levantados
con anchos muros de barro, ripios y cal y cubiertos con vigas de encina,
gavillas de ramoniza, barro y teja moruna, cuya horma sólo daba de sí
para para dormir, calentarse en el hogar y tener las bestias bajo abrigo.
Aunque no es ciencia cierta, las casas pudieron tener un precedente en la
existencia de diversos chozos de piedra y monte, cuyas familias bullían solapadas
entre sillarejos descompuestos, cascotes y polvo.
Lámina 1.- Callejero de Baños de la
Encina. Fuente: Callejero de Baños de la Encina, 1888. Julián Igarza: Instituto
Geográfico y Estadístico, Trabajos Topográficos.
Abandonando la villa vieja por la calle
Chacona, cuyo nombre evoca el carácter pecaminoso que parece tuvo, queda atrás la
bajada del Lejidillo y arrancan las primeras viviendas de la calle de las
Piedras. En este punto medio huérfana, pues en la margen izquierda aún campa la
ruina de la vieja cantera junto con algunas casuchas del grupo Laberinto. A
media calle y sin mucho orden, ahora sí, se levantan dos hileras de casuchas
blancas y enfrentadas, encajadas entre sí y de poco porte, que emergen
irregularmente y sin concierto, como a dentelladas, de la cantera del Mazacote.
Brotan de la mismísima roca, una arenisca intratable por su dureza que es conocida
por el apelativo de ‘piedra viva’. Los casuchines de una y otra acera
están separados por un enorme desnivel, propio de la mucha pendiente del cerro
y las labores extractivas, y por un deslucido muro de pizarra, negra y
descompuesta —de donde, según me cuentan, se cayó cierta tarde noche de verano
mi bisabuelo Vidalico—.
Lámina 2.- Calle de las Piedras, tramo
medio (año 1966). A la izquierda, fila de casas del comienzo de la calle; a la
derecha, restos de la cantera y viviendas de Laberinto. Fuente: Archivo
familiar.
En la fachada, la puerta, que se abre en
el lateral derecho según se dice debido a una vieja partición de la vivienda
original, da paso a un portal de chinas que deja el hogar inmediatamente a la
izquierda y, ya en el interior de la cocina y al fondo, a modo de trastienda, se
hunde la alcoba de los mayores. Superado el umbral, como en cada una de las
casuchas linderas, el pasillo de chinas y tierra apisonada, que comunica el
inexistente zaguán con el corral, de una parte facilita el tránsito de las
bestias de labor, aunque este no es el caso por la posición esquinada de la
casa y la existencia de acceso lateral y trasero que da paso a yegua y burro;
pero de otra, en las cansinas tardes de siesta, bien regado, el agua entreverada
en la tierra favorece la fresca y el descanso entre camastros y agradecidas
corrientes de aire húmedo. En la cocina, donde queda paso libre para la
chimenea, una mesa, más propia de la matanza que del uso diario, velada por un
ventanuco que hurga con ansiedad en la luz del mediodía, sostiene los útiles de
costura de mi madre niña. Junto a mesa y lumbre, siempre en el tajo, un ennegrecido
aparador completa el ajuar doméstico. Sobre su tablero, un bote de cristal sorprende
por la enormidad de su tamaño y por el contenido: uvas en aguardiente, de las
que llaman del Barco, que relucen con un brillo perlado y sirven para
curar cualquier mal, ya fuera este de estómago, garganta o cabeza. Las uvas,
como muchas de las maneras de proceder de mi abuelo, rememoran el origen
filabreño y ranchero de su familia. Como en un borrón, recuerdo a mi abuelo
Frasquito, el de María Márquez, con un vaso de duralex redondeado y bebiendo un
vino aguado con gaseosa Inesperada. La memoria, que persiste en seguir poniendo
cara a las desgracias, pero que también conserva pequeñas píldoras que te hacen
la vida mucho más grata, me recuerda su cara, quemada y cuarteada, de boina
apretada, adelantándote una ancha sonrisa de un blanco impoluto extraña para su
edad y condición, pero la más amable y sincera que uno pueda imaginar.
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