viernes, 10 de octubre de 2025

La calle de las Piedras, 1

Mis abuelos maternos vivían en la calle de las Piedras, hoy Riscos por asuntos relacionados con una modernidad que no llego a entender ni interpretar. En realidad, originalmente, el lugar fue una vieja cantera de piedra, un mazacote desahuciado por la dureza casi cuarcítica de la roca. La calle estuvo formada por casuchines sencillos, de gente encadenada a un duro jornal del campo y dada a compartir mucha miseria, levantados con anchos muros de barro, ripios y cal y cubiertos con vigas de encina, gavillas de ramoniza, barro y teja moruna, cuya horma sólo daba de sí para para dormir, calentarse en el hogar y tener las bestias bajo abrigo. Aunque no es ciencia cierta, las casas pudieron tener un precedente en la existencia de diversos chozos de piedra y monte, cuyas familias bullían solapadas entre sillarejos descompuestos, cascotes y polvo.

Lámina 1.- Callejero de Baños de la Encina. Fuente: Callejero de Baños de la Encina, 1888. Julián Igarza: Instituto Geográfico y Estadístico, Trabajos Topográficos.

Abandonando la villa vieja por la calle Chacona, cuyo nombre evoca el carácter pecaminoso que parece tuvo, queda atrás la bajada del Lejidillo y arrancan las primeras viviendas de la calle de las Piedras. En este punto medio huérfana, pues en la margen izquierda aún campa la ruina de la vieja cantera junto con algunas casuchas del grupo Laberinto. A media calle y sin mucho orden, ahora sí, se levantan dos hileras de casuchas blancas y enfrentadas, encajadas entre sí y de poco porte, que emergen irregularmente y sin concierto, como a dentelladas, de la cantera del Mazacote. Brotan de la mismísima roca, una arenisca intratable por su dureza que es conocida por el apelativo de ‘piedra viva’. Los casuchines de una y otra acera están separados por un enorme desnivel, propio de la mucha pendiente del cerro y las labores extractivas, y por un deslucido muro de pizarra, negra y descompuesta —de donde, según me cuentan, se cayó cierta tarde noche de verano mi bisabuelo Vidalico—.

Lámina 2.- Calle de las Piedras, tramo medio (año 1966). A la izquierda, fila de casas del comienzo de la calle; a la derecha, restos de la cantera y viviendas de Laberinto. Fuente: Archivo familiar.

En la fachada, la puerta, que se abre en el lateral derecho según se dice debido a una vieja partición de la vivienda original, da paso a un portal de chinas que deja el hogar inmediatamente a la izquierda y, ya en el interior de la cocina y al fondo, a modo de trastienda, se hunde la alcoba de los mayores. Superado el umbral, como en cada una de las casuchas linderas, el pasillo de chinas y tierra apisonada, que comunica el inexistente zaguán con el corral, de una parte facilita el tránsito de las bestias de labor, aunque este no es el caso por la posición esquinada de la casa y la existencia de acceso lateral y trasero que da paso a yegua y burro; pero de otra, en las cansinas tardes de siesta, bien regado, el agua entreverada en la tierra favorece la fresca y el descanso entre camastros y agradecidas corrientes de aire húmedo. En la cocina, donde queda paso libre para la chimenea, una mesa, más propia de la matanza que del uso diario, velada por un ventanuco que hurga con ansiedad en la luz del mediodía, sostiene los útiles de costura de mi madre niña. Junto a mesa y lumbre, siempre en el tajo, un ennegrecido aparador completa el ajuar doméstico. Sobre su tablero, un bote de cristal sorprende por la enormidad de su tamaño y por el contenido: uvas en aguardiente, de las que llaman del Barco, que relucen con un brillo perlado y sirven para curar cualquier mal, ya fuera este de estómago, garganta o cabeza. Las uvas, como muchas de las maneras de proceder de mi abuelo, rememoran el origen filabreño y ranchero de su familia. Como en un borrón, recuerdo a mi abuelo Frasquito, el de María Márquez, con un vaso de duralex redondeado y bebiendo un vino aguado con gaseosa Inesperada. La memoria, que persiste en seguir poniendo cara a las desgracias, pero que también conserva pequeñas píldoras que te hacen la vida mucho más grata, me recuerda su cara, quemada y cuarteada, de boina apretada, adelantándote una ancha sonrisa de un blanco impoluto extraña para su edad y condición, pero la más amable y sincera que uno pueda imaginar.

En una esquina, junto a una virgen diminuta y sobre un calendario deslucido y amarillento, asoman unos símbolos difusos, mal trazados con lápiz sobre la numeración y en su santoral. Con la distancia que da el tiempo, ya fuera por el nulo interés de mis pocos años o por la disparidad existente entre mis querencias y los quehaceres de mi abuelo, jamás pensé que podía llegar a interesarme, aún menos a comprender, qué encarnaba aquello. Hoy, con canas, arrugas e intereses que nunca creí tener, he sabido que mi abuelo poco o nada sabía de letras y que aquellas hojas recordaban sementeras y cosechas.

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