lunes, 18 de noviembre de 2024

El 'Camino romano', argumento 2

Buceando en el pasado más próximo, trasteando en el origen del adjetivo ‘romano’ que le venimos dando al camino, vamos a desempolvar el siguiente envoltorio histórico que empaca nuestro objetivo de estudio. Los argumentos los encontraremos ahora en diversos documentos cartográficos, apuntes topográficos y menciones escritas.

Bien es cierto que mi generación, incluso la anterior, ha venido llamando a este camino empedrado como ‘romano’, pero si hurgamos en la memoria del pasado, en los documentos que nos dan información al respecto, podemos apreciar que nunca se mencionó de esta manera más allá de los años 40-50 del pasado siglo XX. Incluso después, siguió apareciendo como ‘Camino de Bailén’, como así ocurre con el Proyecto de Clasificación de Vías Pecuarias, Vereda de Bailén, aprobado por Orden Ministerial de 24 de marzo de 1972 y elaborado por Manuel Gómez de las Cortinas en 1971: ‘…Deja dicha carretera del pantano por la derecha y, tomando como eje el Camino de Juan de las Vacas, sigue entre las parcelas de olivar de Contraminas, que quedan por la derecha, y las del Cerro del Algarrobo por su izquierda, llegando al abrevadero del Pozo de la Alameda. Continúa dejando a su derecha parcelas de La Colmenera, para tomar torciendo a la izquierda, el Camino de Bailén y, rodeando el pueblo por la Llanada, llega al Descansadero del Santo Cristo, donde termina’.

Y es cosa extraña que, de conocerse como romano, no apareciera con este apelativo en los diferentes documentos cartográficos, pues es de sobra conocido que los geógrafos y topógrafos del XIX, cuando comenzaron a elaborar las primeras hojas cartográficas y siempre que había una mínima mención de que un camino fuera romano o la memoria popular lo diera por romano, lo subrayaban en su hoja correspondiente como romano. Valga, a modo de ejemplo cercano, las diferentes hojas cartográficas que recogen el territorio del actual parque natural de Despeñaperros, donde diversos caminos vienen recogidos como ‘calzadas romanas’. No ocurre lo mismo en nuestro caso, donde, ya sea en los ‘catastrones’ del primer tercio del XX o en las hojas cartográficas del final del XIX y comienzos del XX, el camino siempre viene recogido como ‘Camino de Bailén’. Es el caso de los trabajos realizados para obtener el Catastro Parcelario bañusco. Dirigido por el Instituto Geográfico y Catastral, en su Polígono 19 y elaborado por el topógrafo Doroteo Martín Coromina en marzo de 1936, la calzada viene marcada como Camino de Bailén. Otro tanto ocurre con los trabajos realizados por la Dirección General del Instituto Geográfico y Estadístico, donde, en sus Mapas Topográficos 1:50000, hojas La Carolina 884 (primera edición 1895 y segunda edición 1919) y Linares 905 (primera edición 1901 y segunda edición 1915), viene a repetirse el apelativo Camino de Bailén para la calzada que nos trae.

Por tanto, aún con riesgo a equivocarnos, entendemos que el apelativo romano, quizá fundamentado erróneamente en el empiedro de su pavimento, es de origen moderno y no se popularizó hasta el segundo tercio del siglo XX, posiblemente durante las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX y en el marco que, por aquellos años, pretendía recuperar nuestros valores históricos y situar Baños de la Encina en el mapa de España.

Autor: David Medina Cruz
Catastrón, polígono 19

viernes, 25 de octubre de 2024

Una de Santos

Corrían tardes como las de hoy, de las que barren el verano y barruntan un otoño de lluvias. Y, pese a ello, la poca edad y la mucha sangre pedían calle sin el menor disimulo.

Las obligaciones militares habían ido reduciendo la compañía en los últimos Santos, así que la peña mermaba y la cara de los integrantes mudaba de un año para otro. Quizá, por todo aquello, los que agostamos en caladero fijo, como fue mi caso debido a exenciones con la milicia, nunca faltábamos a aquellas otras obligaciones, las de disparatar en una fiesta tan señalada.

Por medio, por la rueda de las cosas y los tiempos, nos desnudamos de los lastres de la tradición y nos quedamos en nada, sólo con la facha.

Hubo ocasiones en las que se sumaron amigos y compañeros de estudios, que un servidor tildaba de ultramontanos, aunque en realidad procedían de a tiro de piedra. Como fue el caso de Sergio e Hilario, que no tuvieron otra que comenzar la ‘santería’, de antemano y por su cuenta, faenándose una botella de anís en la mismísima puerta del Santuario, a la buena vista y severo juicio de mi tía Rafaela. ¡Qué desatinos! En otra situación, y no buen criterio, no tuvimos otra ocurrencia que ahogar el ‘cuatro latas’ de mi padre en Navarredonda después de menudear por el chozo de los panaderos. Por entonces, siendo el coche era una herramienta de trabajo, obligados a venir a pie y a toda prisa desde la Atalaya, armamos un trajín de dios que aún martillea en algún hueco de mi memoria.

Y en las cosas de abasto, cómo no recordar cuando nos avituallamos de mucho pan, algo de aceite y poca chicha. En materia grasa solamente llevamos dos pollos para asar, sin más aliño que nuestra mucha inexperiencia. Pan casi no faltó, pero en lo que respecta a las gallináceas, la primera la engulló la lumbre. Nada extraño, si consideramos que la parrilla que armamos era el espaldar de una vieja silla de madera. ¡Y qué contar del segundo! Siguiendo las trazas del precedente, nos lo hurtó un perro tan pulgoso, que no envidiaba calamidad alguna al mismísimo podenco de don Alonso Quijano. El bicho se lo tragó sin el mayor pudor.

En otra ocasión, con borrasca por medio y metidos en un enorme barrizal, hicimos de perdidos al río: medio chasis de la moto de Félix acabó en los asientos traseros de mi Simca…, y allí hubiera quedado por toda la eternidad de no haber enviado aquel endiablado, y blindado 1200, al desguace.

Pero un año en las que las vacantes fueron numerosas, por no faltar a las buenas costumbres, también porque mi primo Dioni y yo nos aferrábamos a un hierro ardiendo en estas cosas de montar un sarao, armamos la de Cristo a partes iguales con Atila. Andamos por media sierra como nómadas errantes y sin rumbo. De peña en peña, nos dio por dejarnos caer por esas sierras de dios en su ‘cuatro latas’, que por cierto era más fiable que el mencionado más arriba. Poca compañía llevamos. Una buena ristra de chorizos, mucho pan paterno, algunos litronas de la tiendecilla de Manuela y una doble e impenitente cinta de Egin, préstamo del Torreño, que no paró de sonar en el maltrecho radiocasete y nos dejó buena herencia: un verdadero desconcierto musical.

Aquellos no fueron unos Santos de ir a preparar el chozo, echarnos la manta a la cabeza y no edificar nada, como otros que les precedieron cuando la partía andaba completa, con Juan y los Merguis. O de otras ocasiones, en las se sumaron Juan Carlos el Pelao, Félix y Juan Carlos el de la Bomba, o como cuando nos acompañó el Toni de Santanita. Estos fueron unos Santos de echar un rato a pie de la lumbre sin organizar ningún dislate, al menos fuera de lugar, pero donde no faltó cerveza y las muchas voces. Ahora, eso sí ¡los chorizos sudaron como nunca y dieron para mucho concilio! Faltó pan.

Los Santos duraron varios fines de semana, que fueron de mucha bulla y ningún tropiezo. En cierta manera fueron raros, como ningunos otros, ¡únicos! De los que con seguridad ya nunca repetiremos.

 


jueves, 26 de septiembre de 2024

De cuezos, raederas y otros útiles panaderos

El crío, encaramado en su clandestina atalaya, confunde el vetusto horno con una enorme y achaparrada caldera, o quizá con un cetáceo ocre que eructa persistentes volutas de vapor e impregna la madrugada con un olor a pan caliente y azúcar tostada. El lugar es acogedor, le recuerda el caluroso abrazo de la madre que apenas tuvo. Rompiendo la oscuridad, al fondo, centellean las brasas de la hornilla, y en el obrador cuelga un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas dos codos sobre los cuarterones de madera en los que el padre bolea una hilera interminable de hogazas. Junto a la mesa, emerge una oronda artesa labrada con el corazón de una encina centenaria, un dornajo dorado que cada noche gesta cientos de panes. En la tahona, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función. Como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades junto a la artesa, o el cuezo generoso, un hoyo de madera vieja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. Bailando al compás de la penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida mientras dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cada rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta hurtada a la desmemoria o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho y, sobre la tela de araña que envuelve la bombilla y despide destellos de plata, se derrama un soneto de luz.

Encadenado a su pitillo y ajeno al examen del menor, cortando con la ‘raera’ porciones de masa de un plastón, el padre bolea pacientemente panes a dos manos.  Sin más interrupción que espantarse los restos de ceniza del pecho, los va situando ordenadamente sobre el ‘tendío’, una tela de lino, enharinada, que cubre un tablero de madera de pino. Tras dejarlos fermentar unos minutos, para que cojan cuerpo, agujerea una cara con la piquera y les hace un corte en cruz en la cara contraria. Ya en el interior del horno, el corte cogerá greña certificando el éxito de la cocción. Pasados los años, cuando la elaboración de este pan bobo o calatravo era testimonial, cuando apenas resistía la ‘Gertru’, la madre del Joselito ‘el francés’, mi padre me comentaba que, de no ser así, él seguiría cociendo al menos un pan de esta guisa, pues, como hacía el maestro alfarero antes de sellar el horno para realizar la cocción, la repetición de aquella liturgia aseguraba el éxito de la hornada.



viernes, 2 de agosto de 2024

El empedrado del santuario de la Virgen de la Encina

Segregando los elementos que forman el empedrado, encontramos una cruz solar de cuatro brazos iguales que acoge, en el interior de su círculo, una estrella de ocho puntas.

La cruz solar suele representar, como número cuatro, el ámbito de lo terrenal, lo humano, y, en este caso concreto, el ciclo del tiempo representado en las cuatro estaciones, pero también el cuatro que resulta de los dos equinoccios (primavera-otoño) y los dos solsticios (invierno-verano).

Por su parte, la estrella de ocho puntas -el ocho, símbolo celestial-, está muy presente desde la antigüedad en todo el ámbito del Mediterráneo, desde la diosa babilónica Isthar a la Venus romana. Y en todos los casos, como representación de la fertilidad. En el marco cristiano es símbolo de la virgen como lucero del alba (venus) y, en este caso, en relación con nuestro santuario, totalmente vinculada, como las que la precedieron, con el símbolo de fertilidad.

Por tanto, hay dos planos, el humano en cuanto se refiere a la rueda del ciclo agrícola anual, a las eventualidades que sufre, desde sequías a plagas; y el celestial, representado por la estrella y la virgen, que ofrece su protección y aseguran la bondad de las cosechas…, en este caso al creyente.

Por meterme como elefante en cacharrería, igual que en la antigüedad, el culto popular sitúa en un plano superior a la diosa madre.



sábado, 13 de julio de 2024

Al pozo de la Vega

Reanudamos la marcha para dejar atrás la caída final de la empinada cuesta. Empedrada a conciencia, la calle presenta tal pendiente que parece que quisiera estamparnos contra la campiña, hoy una inmensidad verde plata que suspira por una gota de agua. Reseca como chortal sin agua, la trama de olivos se pierde en un horizonte que nos puede parecer infinito, pero que en realidad es una enorme homogeneidad sin fin. Sin padrones ni veneros que opongan resistencia a la guadaña económica de un capitalismo agrario que no tiene mesura, segados por la brutalidad del arado y la rastra, la campiña se derrama con aplomo desdibujando entre la calima un paisaje sin alma.

Como quien intuye que su destino final se acerca, nos dejamos caer a la hondura del pozo para respirar con anchura los vientos de una vega estrecha, que merma con los días, y trastear en lo poco que queda del polvo de sus caminos.



viernes, 12 de julio de 2024

En la baja Trinidad: Molinos y hospital de transeúntes

    —Cautivados por el silencio, el callejero nos sugiere fábulas que se pierden en el origen de los tiempos, —me desembucha nuestro lazarillo para retraernos a la realidad.

Recuperamos el eco de cotidiano y seguimos caminando por media Trinidad, justo donde esta bifurca con Eras. Antes de seguir nuestro paseo, hay que reseñar que, en el catastro encomendado por el Marqués de la Ensenada (1752), la actual Trinidad era nombrada como Eras. En fechas posteriores al Catastro, al consolidarse en el lugar la presencia de un dispensario u hospital, Eras se fragmentó para gestar dos calles diferenciadas: Eras y Trinidad. Trinidad se apropió de la mayoría del antiguo trazado mientras que la nueva ramificación, la que hoy se derrama por su vertiente sudoeste, pasó a llamarse Eras. El hospital quedó calle abajo, en la travesía que volvía a unir los tramos inferiores de ambas calles.

Junto a nosotros, enfrentados, se elevan dos de los caserones de mayor sustancia y blasón. De una parte, la casona de los Delgado, familia de la que procedía don Pedro García Delgado, patrono de la edificación de la ermita del Cristo del Llano; y, por la diestra, la de Pérez de Caballero, única vivienda de la localidad que presenta un arco de medio punto en el vano de su portada. Si descartamos los edificios religiosos y la Casa Consistorial, se trata de la única edificación histórica de estas características. Podemos errar, pero este hecho nos lleva a datarla en el tránsito del XVI al XVII, cuando también se edifica el ayuntamiento y Baños se constituye como villa independiente de Baeza (1626). Con sus peculiaridades, que no son pocas, esta casona también es protagonista de un hecho que marcó la historia contemporánea del lugar, que fue propiedad, que no residencia, del mayor potentado local a comienzo del siglo XIX. Y toda esa fortuna tiene su historia. Conozcámosla.

La venta de bienes eclesiásticos, amparada en los reales decretos de septiembre de 1789 y que precedieron a los más conocidos de Mendizábal y Madoz, permitió una verdadera desamortización de las propiedades que la iglesia tenía en la localidad, principalmente las rentas de la fábrica de la parroquial. Según parece, así nos apunta Richard Herr (1991), sin la oposición del clero local, que también fue beneficiario de la hemorragia patrimonial; ‘(…) Por el contrario, ellos mismos compraron gran parte de las tierras puestas en venta, a las que podían sacar provecho y luego legar a sus herederos de este mundo. Tratándose de bienes temporales, la sangre era más fuerte que el alma’. Pues en este estado de la cuestión, Joseph Pérez Caballero, residente en Madrid y miembro del Real Consejo de Hacienda, como se puede entrever con profunda información de las diferentes subastas de tierras, fue el principal beneficiario del expolio bañusco utilizando para ello un agente local, Juan Josef Villar, quien realmente residió en la casona que nos trae. Como vemos, este personaje, junto con otros muchos acólitos de la administración, fue protagonista del gran proceso desamortizador que vino a desestructurar el medio rural giennense en los albores de la Edad Moderna, armando, paralelamente, la estructura caciquil que nos llevó a los desencuentros del XIX y XX.

    ‘(…) En total, Pérez Caballero invirtió 430.000 reales en cuarenta y ocho olivares con 4.799 olivos, pertenecientes a la iglesia, y 21 olivares con 2.247 olivos pertenecientes a particulares, convirtiéndose en el primer terrateniente de Baños.     Compró, asimismo, ocho parcelas de grano, dos casas y un molino de aceite. Arrendó sus campos de grano a dos vecinos (a los que había superado en la subasta de seis olivares), pero es evidente que explotaba directamente los olivares, como     hacían la mayoría de los propietarios forasteros. Es posible que Villar fuera tanto su administrador como su agente en las subastas’.[1]

Quedando atrás el aliviadero de Eras, entramos de lleno en la baja Trinidad y en el barrio de molinos, pues no sólo se concentraron en este tramo del vial, realmente ocuparon toda la manzana conformada entre Trinidad, Eras y travesía Trinidad. Aunque apenas queda nada de aquel trajín económico, que sucumbió en la década de los cincuenta del pasado siglo, poco más que unas piedras de moler y alguna almazara en ruinas, hay pequeños detalles que aderezan nuestro paseo. Por la derecha, apreciamos algunas ruedas de molino incrustadas en la cimentación de los muros, un dintel fechado que recuerda las bondades, y los lucros, de la hacienda aceitera, una portada destartalada y ajena a la descomposición de la memoria, que apenas le quedan fuerzas para sostenerse y contar los días que le quedan de existencia… Y apenas llegamos a ver una ruinosa industria que se escudriña entre los muros caídos, una rendija abierta al tiempo y a la historia que nos deja conocer los despojos del molino de San Enrique. Contrariamente, a la siniestra se despliega el molino de los Altozano o de Luna, que, en pie, a duras penas conserva la decadente estructura de un molino que va contando años y agravios. Salvo que llegue una solución que no parece venir, en nada hermanara con el de San Enrique. Pero más allá de los molinos, el barrio está engalanado con fragmentos pétreos, apenas insignificantes, que nos cuentan un pasado oculto bajo el polvo de la desmemoria.

    ‘…Assimismo hai dentro de la Poblazion desta Villa veinte y dos Molinos de Azeite con veinte y quatro Piedras, y extramuros quatro Casas de campo Molinos de Azeite, con sus Piedras…’[2].

Así es, si afinamos la percepción, por la diestra podemos apreciar que el muro o bardal de un cocherón cierra en su parte superior de una manera muy particular, mediante una capucha a dos aguas realizada con lajas de pizarra. Singular, es de los pocos ejemplos locales que se ha conservado siguiendo los cánones de la tradición bañusca. Por el frente, en la margen izquierda hay otros detalles que nos llaman la atención. De una parte, la enorme grada, o ‘graa’ según la jerga local, que se levanta por encima de lo que hoy es una casa rural. Muy presente en todo el urbanismo de la Edad Moderna, se da cuando viviendas y calle se amoldan a la cantera que las sustenta, solucionando los enormes desniveles mediante una estrategia que está también presente en otras muchas calles, caso de la Avenida Linares, Mestanza y de Las Piedras o Riscos. Y, por otra parte, apreciamos un pequeño elemento que podría escapar al olfato del viajero más curioso. Se trata del tranco de la fábrica de Luna, extrañamente labrado en granito y no en arenisca como sería la norma. Conociendo de lo usos del inmueble y la presencia de muelas de granito, es posible que alguna de ellas, ya inservible, fuera reutilizada para dar paso en el umbral del molino.

Con todo, —me dice Patricio—, tú no recordarás nada de aquel bullicio económico, ni tan siquiera te llegará el olor de aquel primer aceite y la aceituna fermentando en sus atrojes. Cierto, — me digo—, mis recuerdos son otros que no son vástagos de aquellas piedras, o al menos de la función para la que talladas. Argumentos como estos son los que me hace valorar que la historia, la historia cotidiana, pende un hilo y que, cuando este se corta, es difícil mantener su recuerdo y el aprendizaje que nos podría aportar. Regresando a mis días de chiquillo, en aquella calle empedrada con ripios de arenisca,[3] que no son los que ahora soportan nuestros pasos, veo hatos de cabras que me recuerdan días de candelaria. Eran momentos en los que los críos nos dábamos de pedradas por hacernos con un haz de ramón de oliva. Daniel y Velázquez, el padre de mi amigo Juanito ‘el Rata’, aprovechaban la corta del olivo, las hojas de su ‘ramoniza’, para suministrar alimento a sus cabras, las que, durante siglos fueron sustento principal de la villa y, por ello, su cría y sacrificio estaba perfectamente regulados mediante ordenanzas municipales. Después de que los animales se comieran las hojas, el sobrante, las támaras sobrantes, es decir, las ramas sin hojas, eran un botín muy deseado por la zagalería. Armadas en haces, que nos parecían gigantescos, serían el combustible de las candelarias que arderían en la noche del 2 de febrero. Al calor de su fuego, se gestaban relatos acogedores que hoy mantienen las ascuas de la intrahistoria más oculta.

    ‘Ordenamos que los Rexidores, Vehedores todos los dias de Carne sean obligados â asistir â las Carnezerias publicas de esta Villa poner repeso ber, y recognozer si la Carne que hechan los obligados al Abasto es bueno y de calidad, y no lo siendo no permita su Venta antes si la daran por de Comiso, y multaran á los obligados por la primera Vez en un mil maravedíes de vellon, y por la segunda doble Cuya multa se distribuirá Una parte para el Juez, otra para aumento de los Propios desta Villa, y la otra a disposizion del Rexidor Vehedor, y si dichos obligados continuasen hechando Carne que no sea de toda satisfazion dicho Vehedor la comprara dela mejor Calidad que hallare y ábastezera á esta Villa á costa de dichos obligados por lo mucho que en esto se interesa la Salud publica’.[4]

Entre tanta menudencia, por debajo de la grada, se levanta el caserío de los ‘Charidad’, elegante, como si los años no fueran con él. Hoy hospedería que exhibe una fachada de dudoso gusto estético, en el XVIII fue uno de aquellos mesones que se edificaron a la sombra de la bonanza económica del camino.

    ‘Que hai dos mesones el uno partte en Alverca, propios de Don Franzisco Caridad, Prior desta Parroquial, que el uno gana, de Arrandamiento 225 Y le quedaran de utilidad al Mesonero, que lo es Miguel Quijano, 1100 reales. Y el otro en caso de estar Corriente, ganaría 400 Reales’.[5]

Cuando la calle Trinidad viene a morir cediendo el testigo al pozo de la Vega, un poco antes, a la derecha y por encima de la remodelada Casa Vilches, se abre Travesía Trinidad, el eje viario que da asiento al viejo Hospital de Transeúntes. Tutelado por la Orden de la Santísima Trinidad, de ahí el nuevo apelativo viario, el hospital se situó en los extramuros del pueblo, en su parte meridional y a tiro de piedra de un importante cruce de caminos, como venía siendo norma de los Trinitarios: el Pozo de la Vega. Bajo el apelativo de la Sangre de Christo, era regentado por un clérigo en concepto de mayordomo o prioste, aunque en la práctica, siendo un establecimiento pequeño, más casa de misericordia que hospital, el hospitalero sería un cofrade casado o una casera designada por la cofradía. Poco más se sabe al respecto, sólo que fue de ‘pobres y pasajeros, también para los de este pueblo, con la encomienda de tratarlos y curarlos, que se sacaba para adelante con un raquítico presupuesto de 130 reales anuales y rentaba un subsidio de 1 real y 8 maravedíes[6].

Reanudamos la marcha para dejar atrás definitivamente el tramo final de la empinada cuesta. Empedrada a conciencia, la calle presenta tal pendiente que parece que quisiera estamparnos contra la campiña, hoy una inmensidad verde plata que suspira por una gota de agua. Reseca como chortal sin agua, la trama de olivos se pierde en un horizonte que nos puede parecer infinito, pero que en realidad es una enorme homogeneidad sin fin. Sin padrones ni veneros que opongan resistencia a la guadaña económica de un capitalismo agrario que no tiene mesura, segados por la brutalidad del arado y la rastra, la campiña se derrama con aplomo desdibujando entre la calima un paisaje sin alma.

Como quien intuye que su destino final se acerca, nos dejamos caer a la hondura del pozo para respirar con anchura los vientos de una vega estrecha, que merma con los días, y trastear en lo poco que queda del polvo de sus caminos.


[1] Herr, Richard: La hacienda rural y los cambios rurales de la España de finales del Antiguo Régimen. Ministerio de Economía y Hacienda. Madrid. 1991. Pág. 479.

[2] Fuente: Catastro del Marqués de la Ensenada, 1752. Preguntas generales, pregunta 17.

[3] Cantarero Quesada, José María: Candelaria sin lumbre. ‘Manxa, revista de creación literaria, nº LXIV. Ciudad Real, 2021.

[4] Araque Jiménez, E. y Gallego Simón, V.J.: ‘Regulación ecológica en Sierra Morena. Las Ordenanzas Municipales de Baños de la Encina y Villanueva de la Reina’, ordenanza 13. Jaén, 1995.

[5] Fuente: Catastro del Marqués de la Ensenada, 1752. Preguntas generales, pregunta 29.

[6] https://elcotanillo.blogspot.com/2023/02/la-orden-de-la-santisima-trinidad.html

Hospital de transeúntes


Pozo de la Vega


Mesón calatravo de los Charidad

domingo, 30 de junio de 2024

La lonjilla de la Cestería

Por saborear un poco del silencio que nos rodea, y quizá para recordar los olores a puchero que ya no son, nos dejamos caer en la lonjilla de la Cestería, banco corrido y baranda frente a la desahuciada discoteca ‘Jamaica’. Por debajo nuestro se derrama un anchurón escalonado y en pendiente, posiblemente lo que se nombra en los viejos catastros como corrales del ‘Conzejo’ o de Madre de Dios, lugar donde se estabulaban las aproximadamente 700 cabras que aportaban los vecinos para consumo anual ‘…a Domingo Reyes ofizial de las Carnizerias regulan quedarle de utilidad, 1100 Reales y que se consumiran en ellas 700 Cabras que es la expecie que se gasta en este Pueblo, y que por no haver Abastecedor, contribuyen los vezinos a este consumo regular…’. Patricio, apretando el ojo huero, me dice que hoy, cuando nos hemos hecho a chalés y adosados y no tenemos más alcance que el número de nuestra tarjeta de crédito, que hoy, cuando sin miramiento ni remordimiento escupimos en la calle un cartucho de pipas o un paquete de tabaco, es difícil comprender el uso original de espacios públicos como este, donde primaba el derecho de uso, pero también se hacía hueco la responsabilidad. Ahora, cuando la calle es un campo de batalla cotidiano donde romperse la cara por una plaza de aparcamiento, es imposible comprender que la lonjilla no fue una plaza al uso como hoy se entiende. Contrariamente, en la baja lonjilla había lugar para los estercoleros de la vecindad, que luego abonarían la tierra generosa, y fue corral de cabras y establo de los animales de labranza. Un espacio del común para el justo uso de todos.

Inmersos en el silencio, si uno pone oído escuchará el repiqueteo de garrotas en tertulia, el hilo de una conversación que sienta cátedra sin más sustento que la experiencia que da toda una vida en el tajo, que ya es más que suficiente, o el murmullo que mana de un corrillo y habla de sacrificios y sufrimientos, de un futuro de esperanza… Pero quizá, si uno se concentra, escuchará la voz rasgada de Jesús de la Rosa hilvanando una de Triana. Y es que, si uno escucha con la mentalidad del viajero inquieto, curioso, y no sigue el hilo del turista que derrocha tiempo y consume vida, comprenderá el sentido de las piedras.




sábado, 11 de mayo de 2024

Insolación

Plantado en medio de la plazuela y observado la mole parroquial, aquel señor podría parecernos una pieza más de la cotidianidad que vestía la primera mañana, pero se intuía que el tipo es un peón ajeno al tablero rutinario. El día, extraño para aquella época del año, soleado y gélido, más propio del frío invierno meseteño que del otoño que nos traía, lo arropó con polvo de escarcha y Juan, amarrado a un escaque particular de la retícula viaria, aspiró el silencio propio de aquellas horas.

Enrocados juntos a la portada, en pie y al abrigo de cualquier momento histórico, dos contertulios evitan sentarse en el poyete del atrio, aún a la sombra, y entretejen su vejez soleándose allí donde los hilos de luz les calientan sus arrugas. Entretanto llega el ángelus, y evitan la venida del demonio, recuerdan las vendimias que fueron mientras afilan sus garnachas oxidadas en el asperón de la fábrica parroquial. La faena parece venir de largo y tener buen tajo, pues la huella de aquella faena ocupa todo el frente sureste de la iglesia de San Andrés Apóstol, a uno y otro flanco de la portada dejando marcas verticales en buen número de sus sillares. En haces de tres, cuatro, cinco… y quién sabe hasta cuántas líneas paralelas. Cicatrizados en la piedra, aquellos trazos parecen evocar el arte más primitivo, aquellas barras y pectiformes que brillaban con el primer hilo de luz del solsticio de verano. En una esquina del damero que conforma el atrio de la iglesia, junto a la escalinata, armada de moño y delantal de cuadros, una señora hace la guerra por su cuenta. Con cierto frenesí y buen ritmo agita un soplillo mientras forcejea por prender un brasero de picón de jara.

'sólo el sol y el portal

sin más obligaciones

ni ambiciones

ni intereses.

Sin tener ná que hacer

ni qué ganar ni qué perder

aquí estamos tan bien'

Albert Plá



Fotografías: Rosa Cruz

jueves, 11 de abril de 2024

Maneras de vivir

Casi de siempre, desde que siendo bien chico conocí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que aquellos modelaron hasta hacerlo suyo. Con esa querencia, he perseguido cualquier hilván de pizarras que, pese a estar callado me susurrara sus enigmas, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y haciendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan cotidianas como la ‘rociá’ que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas sencillas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar unas inquietudes tan prematuras.

En el lugar, de muy zagal y del báculo de mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza, la que para ellos era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadada en la roca, ¡qué aún no he llegado a saber qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria…, y al fin con la ilusión de sentir cómo empuñaron una alabarda o se ataviaron con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente inexpugnable y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise divisar sobre un altozano distante cualquier señal de alerta, una estela de humo que se elevara entre una cohorte de pavesas.

Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar la esencia verdadera que les dio aliento. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sintió al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde mana el río, un paisaje que se retuerce una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.

De tanto observar a la acrópolis nunca antes vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron, porque responden a una misma manera de convivir con la naturaleza. Esas formas de hacer, de construir, no son un modo cultural que responda a un momento histórico concreto, en verdad es la manera de proceder que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la humanidad hubo unas directrices para lidiar con este pellejo serrano, las que dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas, las torrucas de roza y merinas o los ranchos carboneros. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, y nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos y las silenciamos en la ancha papelera del escritorio.

Se nos enseñó a correr para llegar lo más lejos posible…, pero en el camino perdimos la humanidad y el criterio que nos permitía diferenciar la verdad del autoengaño. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, queriendo adelantar a los demás.

Inmersión en la pecera, / inmersión en tu pecera, / inmersión en mi pecera. / ¡Listos para la inmersión!

Derribos Arias






sábado, 6 de abril de 2024

Al hilo del castillo y los dislates de Patricio

Al hilo de los asuntos de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, aunque sin ningún sentido geopolítico para el momento histórico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una compleja partida de ajedrez disputada a todo lo ancho del pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada opinión, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada ‘cascarro’, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le damos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado. Aunque, para hacer honor a la verdad, hay que dejar negro sobre blanco que sus paredes acogen un buen número de singularidades iconográficas.

Y estando con aquellas trapacerías, nos dio por echar la mirada a los capiteles que se distribuyen por el área de poniente de la fortaleza (3) y barruntar cualquier dislate con poco cimiento. Se ha escrito (Arboledas, Román, Padilla y Moya, 2014) que pertenecen a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), es decir, una edificación que, a modo de capilla, estaba consagrada a una deidad. En la misma se depositaban pequeños exvotos de barro, toda clase de anhelos y una promesa en firme, aunque esto último es de mi cosecha. Si admitimos el argumento de la estela o ara votiva, que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, hemos de dar por bueno que fue patrocinada por una tal Felicia y que sus capiteles, cronológicamente, estarían catalogados entre los siglos I y IV. Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos parece improbable enhebrar algún hilo que nos aporte respuestas, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que, a modo de migajas de pan, nos ponen en vereda. Ítaca está cerca. Así es, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tantos usos, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el ‘Laero’. Cierto, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los bardales medianeros, los que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversas piezas de un fuste tallado en granito. Por otra parte, hasta no hace mucho tiempo, tan poco que no ha habido lugar para dos cosechas, un fragmento muy similar se encontraba junto al Camino Romano, donde formaba parte de los sillarejos que encorsetaban la portera de acceso al olivar colindante. En la misma línea, idénticos a todos estos, otros dos fragmentos todavía reposan en la Huerta de Penecho. Estas últimas porciones eran parte del lote de piedra, sillares y tambores de pilastra extraídos de la iglesia de Santa María del Cueto, la que se duerme hoy a la vera del castillo y bajo el polvo del olvido, y que adquirió la familia de Luciano Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta.

Por el contrario, no hará más de tres lustros y en la calle Fugitivos, sobre la grada que antecedía a la casa de Nicolás, se encontraba un fuste completo que, volcado en horizontal, hacía las veces de asiento. Siendo de granito, como los anteriores, cuando los capiteles están tallados en roca arenisca, puede parecernos una extraña conjunción arquitectónica, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos semejantes. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en la singular ciudad romana de Munigua, o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).

Dándole vueltas al asunto, Patricio opina que los fustes podrían tener su origen en las canteras de granito de la vecina dehesa de Burguillos, en Bailén. Lo dicho, lo mismo yerra… pero igual no. ¡Pero es que hay veces que tiene cada desatino!

Y metidos en faena, ¿de qué iba aquello de la decoración que presenta el castillo?

Remirando una y otra vez los muros del castillo, el elemento iconográfico que más llama la atención es la flor de cuatro pétalos que figura en el frente de una de las torres del mediodía. Así nos lo certifica la aglomeración de turistas, que no viajeros, que de cotidiano la envuelven mientas reciben las correspondientes explicaciones. Pero no son de menor interés el zigzag que, contracorriente a la norma, se despliega en vertical junto a la ‘almena gorda’, o lo que parece evocar una alineación de varias cruces de San Andrés, cuando en realidad se asemeja más al eje vertical de una sebka. En el interior y si nos dejamos llevar por el único ojo de Patricio, que no tiene mal tino, también podremos observar lo que parece una espiga de cereal y una cruz que coronaba un enterramiento infantil, pequeña, aunque de anchas proporciones. Mientras tanto, al exterior, en un lienzo de la muralla que mira al mediodía, una pieza diminuta ornamenta el enlucido. A simple vista parece un sencillo ‘capitelillo’ fuera de lugar y sin sentido explicable, o al menos a esas cuentas llega mi báculo.

Dejando a buen recaudo estas ovejas negras, que más parecen renglones torcidos de la norma, lo que mayoritariamente observamos es el ‘esqueleto’ de un falso despiece de sillares, un querer simular lo que realmente no fue: un muro de sillería. Sobre el enlucido de cal, como trazadas con tirolina, aparecen un sinfín de franjas verticales y horizontales, que no se cortan entre sí, formadas por la acumulación de pequeñas incisiones oblicuas, como si se tratara de un zigzag múltiple y continuo. De una anchura más o menos homogénea, o al menos así es la mayoría de las veces, se reparten por toda la fortaleza, tanto interna como externamente. La función real de estas franjas incisas era dar mayor agarre a una segunda capa de cal, un encintado horizontal y vertical superpuesto que, en suma, daría lugar a ese falso muro de sillares. Totalmente blanco, podría recordar el ‘opus cuadratum’ romano. Con todo, aun así, aparecen algunas otras singularidades que se empeñan en romper el patrón. Así sucede con la acumulación de varias líneas verticales de delgadas líneas incisas, sobre todo presentes en algunas torres del frente norte. En este sentido, la buena intuición de Patricio nos lleva a observar hasta un conjunto de cuatro franjas paralelas, las unas junto a las otras.

Pero puestos a lo que vamos, que no tiene otro fin que poner sobre el tapete aquellos elementos del castillo que podrían parecer dislates, a Patricio no le falta intuición para dar con ellos. Y estando con esas, cierto día de unos meses atrás, mientras la perrilla me paseaba y uno iba argumentando chismes a mi chiquillo, dimos con un desatino que me pareció de mucho interés, aunque sólo fuera por aquello mismo, por ser el postrero. Se trata de un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre el enlucido de un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, para entendernos por aquí, lo que en Baños llamamos la unión de dos tableros del juego de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, aunque desconociendo realmente su verdadero origen y época de tallado, podría ser un símbolo protector realizado tras la toma castellana de la fortaleza. Con el fin mencionado, tras la conquista física de un edificio defensivo que no les era propio, pues como vimos era de construcción almohade, fue también una manera de apropiarse espiritualmente del castillo, de hacerlo suyo en el plano de las ideas. También es posible que fuera una fórmula de carácter mágico para propiciar la buenaventura de sus nuevos pobladores y evitar que, con su uso, fueran destinatarios del mal agüero.

Arropado con toda esta retahíla de chismes, Patricio se viene arriba. Así que, por seguir la misma vereda, me dice que, a ese mismo fin, el de hacerse con la propiedad de un inmueble del que no eran dueños legítimos, responden los restos de almagra que aún se aprecian en ciertos lienzos de muralla, color que no sería otro que el rojo carmesí castellano. Por cierto, también presente en el pendón de San Fernando, simboliza el color de Castilla y tiene sus orígenes en aquel momento (en la definitiva unidad de Castilla y León, 1230). Fue así, de tal manera y de un plumazo, que el blanco almohade se transformó en almagra y lo bereber en castellano. Según Patricio, esto de la mudanza y la rúbrica personal o, como en este caso, de la comunidad, no sólo es propio de nuestro tiempo, como así nos deja ver nuestro castillo. Y es que, en todo momento y lugar, sobre los despojos de la rapiña y el robo siempre se levantan unas nuevas maneras de proceder que también dejan la impronta y la huella del corsario, para lo bueno y para lo malo.

Fragmento de fuste en el Camino Romano


Capitel en el interior del castillo


Fragmentos de columna, Huerta de Penecho

Capiteles y escalinata del templo romano. Autor: Plácida Sánchez

Doble alquerque, muro del castillo


Decoración del castillo, flor y encintado



miércoles, 27 de marzo de 2024

Al hilo de las cosas del castillo

Al hilo de las cosas de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, pero sin ningún sentido geopolítico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una maraña defensiva, como si se tratara de una compleja partida de ajedrez disputada sobre el pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada tuit, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada cascarro, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, aunque para hacer honor a la verdad hay que decir presenta un buen número de singularidades iconográficas.

Y estando con aquellas, nos dio por acordarnos de los capiteles de arenisca que salpican el área de poniente de la fortaleza y hacernos algunas preguntas. Pertenecientes a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), posiblemente patrocinado por una tal Felicia si aceptamos el argumento de la estela o ara votiva que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, están catalogados cronológicamente entre los siglos I y IV.  Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos pueda parecer improbable enhebrar algún hilo, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que nos entallan por el buen camino. Ítaca está cerca. Veamos, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tanto uso, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el Laero. Así es, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los muros medianeros que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversos fragmentos de un fuste tallado en granito. Muy similar es la pieza que, hasta hace bien poco tiempo, se encontraba junto al Camino Romano y que formaba parte de los ripios de una portera; o los que aún se encuentran en la Huerta de Penecho. Estos últimos integraban el lote de piedra, sillares y tambores de pilastra obtenidos de la iglesia de Santa María del Cueto, a la vera del castillo, que adquirió la familia Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta. Sin embargo, en la calle Fugitivos, en la grada que antecedía a la casa de Mariano, hasta hace poco más de una década se encontraba un fuste completo que hacía las veces de asiento. Siendo también de granito, cuando los capiteles están labrados en arenisca, puede parecernos una extraña conjunción, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos que se asemejan. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en Munigua o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).

Capitel junto a la escalinata de acceso al templo. Autor: Plácida Sánchez Rosales




Fragmento de fuste junto al 'Camino Romano'



Templo dístilo en Munigua. Autor: Turismo de Sevilla


lunes, 11 de marzo de 2024

De símbolos apotropaicos

Al hilo de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato, o si fueron erigidas por gracia y buen criterio de Alhakén II o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada en una compleja partida de ajedrez, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada se hace un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o la decoración de sus lienzos, donde no llegamos a discurrir con claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, pero que presenta un buen número de singularidades. Ese es el caso de la afamada flor de cuatro pétalos presente en una almena, pero también de un zigzag a contracorriente de la norma, un pequeño y sencillo 'capitelillo' o la sucesión de lo que podríamos denominar como varias cruces de San Andrés, cuando en realidad podría ser el eje vertical de una sebka. Aunque lo que más me llama la atención es el último hallazgo, que descubrí recientemente mientras paseaba con la perrilla, un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, lo que en Baños llamamos un tablero de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, podría ser un símbolo protector realizado tras la conquista castellana del castillo. Si ya me lo decía con su vozarrona el bueno de Antonio, por lo que me toca y contrario a la costumbre: ‘si la puerta la hicimos tu chacho el Fino y un servidor, de peón’.



lunes, 4 de marzo de 2024

La edad

Casi de siempre, desde que siendo bien chico descubrí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que modelaron hasta hacerlo suyo. Con ese afán, he perseguido un hilván de pizarra, aunque en silencio me decía mucho, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y procediendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan sencillo como la ‘rociá’, que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas extrañas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar tan prematuras inquietudes.

En el lugar, de muy zagal y mirándome en mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza que era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadadas en la roca, ¡qué no sé qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria, y todo con la ilusión de empuñar una alabarda o ataviarme con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente altanero y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise apreciar sobre un altozano distante una señal de alerta, una estela de humo que se elevaba entre una cohorte de pavesas.

Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar su esencia verdadera. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sentía al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde manaba el río, un paisaje que se retorcía una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.

De tanto mirar a la acrópolis jamás vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba también la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron. Esa manera de construir no es modo cultural de un momento histórico concreto, en verdad es la manera de hacer que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la Humanidad hubo unas directrices para lidiar con esta tierra, y la dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas o el pantanillo del arroyo Rumblarejo. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos olvidándolas en la ancha papelera del escritorio.

Se nos dijo que había que correr para llegar lo más lejos posible…, y el camino perdimos la humanidad y el criterio para dilucidad la verdad de la mentira. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, intentando adelantar a los demás.

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