martes, 24 de diciembre de 2024

Por las eras del Camino de Bailén

Puestos en el sitio, ribeteando la falda del cerro del Cueto, lo que parece un conjunto de bancales rompe la ladera y arropa la salida suroeste del pueblo, la que, siguiendo una estela sinuosa de asfalto, lo acerca al vecino de Bailén. Labrado por la mano del hombre, la enorme escalinata se asemeja a una cascada de tierra amarillenta y ripios de arenisca, aunque en realidad se trata de una sucesión de eras, hoy baldío estéril que engulle en sus adentros la carretera de Bailén, la que popularmente es conocida bajo el apelativo de Camino Ancho. Derramándose por la solana, en días el empedrado de su pavimento dio forman a una sucesión de manchas más o menos redondeadas, ásperas y yermas para cosas de labor, pero generosas en tierra que fue de pan. Sin quererlo, era un tránsito necesario entre el blanco impoluto del callejero y la inmensidad dorada de una campiña que se alargaba hasta dibujar un horizonte que se perdía inexorablemente por todos los frentes. En días, cuando ya peinaban ruina y apenas tenían otra utilidad que guardar trastos como desván, hicieron las veces de cancha futbolera para después sufrir el mayor agravio: el olvido, que poco a poco las muerde y desmenuza hasta conseguir su destrucción final.

Visto desde la lejanía, el lugar puede parecer la desordenada suma de cinco teatros griegos, de ancha escena y la altura de su balate como único graderío. La cávea, cincelada en la roca amarillenta, en una arenisca marina formada durante millones de años, deja entrever pequeños trozos de coral retorcidos como cagarrutas blanquecinas. En el trasiego de los tiempos, imagino señoras armadas con palos y capachetes, arrancando terrones ocres de las entrañas rocosas, una tierra polvorienta que, mezclaba con ceniza, utilizaban para limpiar sartenes, ollas y la más sencilla cubertería. Una tras otra, en caída continua, se suceden las cinco eras: las de Casa, Valentín y Currillo, Bartolico Recena, Quijaílla y el Barta. Envolviendo por poniente al desorden empedrado, entallado entre un murete de mesta y los balates que sostienen a las eras, una cañada merina se deja llevar hasta ocultarse bajo el viejo cenagal de Los Charcones. La calzada, pétrea y preñada en un oscuro pretérito, según unos y otros igual mece sus ancestros entre romanos como en medievos, pero lo cierto es que discurre escoltada entre nuevas eras de pan trillar y un bardal de pizarra que nos aleja de manera decidida de la vera del castillo.

‘A pie de era, aquellos olían los vientos por ver si el ábrego venía picando y podían ablentar la parva’. Ahora, cuando paseo paciente por la era, cuando sólo queda el eco sonoro de una tarde de fútbol y patadas, de cualquier pelea a pedradas o de alguna canción de trilla, el vacío de la desmemoria se hace añicos e invento tertulias que quizá ya no son.

Recuerdo la cocina, al fondo, estrecha y de poco avituallamiento, aunque enrocada junto a la chimenea. Se trata un chamizo abarrotado de luminosidad, un otero volcado a la Campiñuela donde se escuchaba con gozosa paz los melódicos tintineos de la lluvia. El lugar, un desorden preñado de taburetes y voces, era de mucho crepitar leños, trago largo y el bocado oportuno. En cuanto a los anfitriones, el uno era un tipo hecho a la mucha brega, de hablar sin dobleces e inspirar mucha enseñanza. El otro, de porte bizarro, ponía de su parte que era hombre de mucha inspiración, chispa y mundo, de reírse cuanto podía de la vida, y de uno mismo, y de disfrutar de cada momento sin pensar si es el último. Achaparraete de planta, de común el hombre era persona paciente, de desgranar con mucha calma las situaciones a las que se enfrentaba y quedarse atinela para verlas venir. Aunque andaba por este mundo dando de lado a los contratiempos, cuando venían negras solía dar la cara a cualquier eventualidad para sacarles el mejor partido posible si las circunstancias eran propicias. Atado a la tierra y sujeto a la azada desde su nacimiento, fue sacagéneros por tradición paterna, de lo que casi pierde la vida en los más oscuro de un pozo minero, para acabar siendo cabrero por filiación marital. Igual no, pero es de esa clase de personas que faena en silencio, miguica a miguica, logrando que el mundo ruede sin tropezones y sea un poquito más habitable. Seguramente es de los pocos sujetos que no saben de la existencia de la palabra sostenibilidad, tampoco la nombra ni falta que le hace, pero en su diario la practica sin ningún aspaviento, muy al contrario de aquellos que siempre la tienen en la boca y hacen caja a costa de aquello, pues no en vano caminan a las órdenes y sueldo de los señores del hormigón y comisiones anejas. En las postrimerías de su vida laboral, la que mandan los papeles que no la cotidiana, pues nunca ha dejado a apacentar bestias de cualquier pelaje aunque en su vejez son gallinas, dejó a un lado yegua y pollino y se encaramó a un destartalado pasquali, un cascajo armado de hierros y envuelto sonoramente en reventones de carburador, un vehículo desvaído que avisaba con gran estruendo de su paso. Allí se hablaba poco de fútbol, vamos, ¡nada!, y sí de siega. La tertulia giraba en torno a rastrojos, pozos y eras, y mucho de cañadas y veredas. Y tanto era así, que, sin patearme un camino había ocasiones en las que podía desgranar cada uno de los ripios que formaban su empedrado.

Y ahora, cuando camino por el llamado ‘romano’, el que atenaza por poniente las eras del camino de Bailén, imagino postales inéditas que ya no son e indago en sus orígenes.





Era de Bartolico Recena

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