Corrían tardes como las de hoy, de las que barren el verano y barruntan un otoño de lluvias. Y, pese a ello, la poca edad y la mucha sangre pedían calle sin el menor disimulo.
Las obligaciones militares habían ido reduciendo la compañía en los últimos Santos, así que la peña mermaba y la cara de los integrantes mudaba de un año para otro. Quizá, por todo aquello, los que agostamos en caladero fijo, como fue mi caso debido a exenciones con la milicia, nunca faltábamos a aquellas otras obligaciones, las de disparatar en una fiesta tan señalada.
Por medio, por la rueda de las cosas y los tiempos, nos desnudamos de los lastres de la tradición y nos quedamos en nada, sólo con la facha.
Hubo ocasiones en las que se sumaron amigos y compañeros de estudios, que un servidor tildaba de ultramontanos, aunque en realidad procedían de a tiro de piedra. Como fue el caso de Sergio e Hilario, que no tuvieron otra que comenzar la ‘santería’, de antemano y por su cuenta, faenándose una botella de anís en la mismísima puerta del Santuario, a la buena vista y severo juicio de mi tía Rafaela. ¡Qué desatinos! En otra situación, y no buen criterio, no tuvimos otra ocurrencia que ahogar el ‘cuatro latas’ de mi padre en Navarredonda después de menudear por el chozo de los panaderos. Por entonces, siendo el coche era una herramienta de trabajo, obligados a venir a pie y a toda prisa desde la Atalaya, armamos un trajín de dios que aún martillea en algún hueco de mi memoria.
Y en las cosas de abasto, cómo no recordar cuando nos avituallamos de mucho pan, algo de aceite y poca chicha. En materia grasa solamente llevamos dos pollos para asar, sin más aliño que nuestra mucha inexperiencia. Pan casi no faltó, pero en lo que respecta a las gallináceas, la primera la engulló la lumbre. Nada extraño, si consideramos que la parrilla que armamos era el espaldar de una vieja silla de madera. ¡Y qué contar del segundo! Siguiendo las trazas del precedente, nos lo hurtó un perro tan pulgoso, que no envidiaba calamidad alguna al mismísimo podenco de don Alonso Quijano. El bicho se lo tragó sin el mayor pudor.
En otra ocasión, con borrasca por medio y metidos en un enorme barrizal, hicimos de perdidos al río: medio chasis de la moto de Félix acabó en los asientos traseros de mi Simca…, y allí hubiera quedado por toda la eternidad de no haber enviado aquel endiablado, y blindado 1200, al desguace.
Pero un año en las que las vacantes fueron numerosas, por no faltar a las buenas costumbres, también porque mi primo Dioni y yo nos aferrábamos a un hierro ardiendo en estas cosas de montar un sarao, armamos la de Cristo a partes iguales con Atila. Andamos por media sierra como nómadas errantes y sin rumbo. De peña en peña, nos dio por dejarnos caer por esas sierras de dios en su ‘cuatro latas’, que por cierto era más fiable que el mencionado más arriba. Poca compañía llevamos. Una buena ristra de chorizos, mucho pan paterno, algunos litronas de la tiendecilla de Manuela y una doble e impenitente cinta de Egin, préstamo del Torreño, que no paró de sonar en el maltrecho radiocasete y nos dejó buena herencia: un verdadero desconcierto musical.
Aquellos no fueron unos Santos de ir a preparar el chozo, echarnos la manta a la cabeza y no edificar nada, como otros que les precedieron cuando la partía andaba completa, con Juan y los Merguis. O de otras ocasiones, en las se sumaron Juan Carlos el Pelao, Félix y Juan Carlos el de la Bomba, o como cuando nos acompañó el Toni de Santanita. Estos fueron unos Santos de echar un rato a pie de la lumbre sin organizar ningún dislate, al menos fuera de lugar, pero donde no faltó cerveza y las muchas voces. Ahora, eso sí ¡los chorizos sudaron como nunca y dieron para mucho concilio! Faltó pan.
Los Santos duraron varios fines de semana, que fueron de mucha bulla y ningún tropiezo. En cierta manera fueron raros, como ningunos otros, ¡únicos! De los que con seguridad ya nunca repetiremos.
Cómo repetir el pasado y caer sumidos en la nostalgia?? Imposible. Dios te guarde la memoria y las buenas artes al escribir, enhorabuena siempre
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