Con la profética rueda de las cabañuelas, con su eterno y cíclico regreso, llegaron tardes de viento y desasosiego, brisas que remueven el poso de la conciencia, que levantan los cadáveres ocultos bajo la losa del tiempo y sortean el engaño de la hermana amnesia. Tardes de viento que en días como aquéllos venían a recordarte dónde anduviste y qué hiciste. Ahora, evocando aquellas noches estivales, se aprecia que la vida se va en un suspiro. El viento devoró el asfalto, dejó la tierra desnuda y levantó remolinos de polvo que parecían dormidos. El hollín lo envolvió todo con una metralla invisible y puso en evidencia la desnudez de la Humanidad. Hirió cada molécula del cuerpo y nos recordó que somos ceniza.
Fondeado en
la quietud del mediodía, el cielo se tornó de un rojo vivo, como cuando los
últimos rescoldos del hogar se desperezan y avivan bajo el efecto del fuelle. Y
llegó la tarde. Cielo, tierra y ríos eran de color ceniza, y lo eran las
plantas, calles y viviendas, y la gente se vistió de gris. El intenso calor
sepultó los recuerdos y el viento, que andaba en calma chicha, se rebeló en un
instante. Cuando la negra oscuridad cubrió la noche, vino la lluvia, abundante,
y durante la madrugada no fue menos. Llegó aparejada con una tormenta de las
que desbarata cualquier plan premeditado.
En un ataque de furia desmedida, el
vendaval elevó bruscamente las aspas del molino haciéndolas volar por los aires.
Con el mismo impulso, movió el eje y mandó al garete el palo de gobierno
provocando que en medio de tanto estropicio se arruinara toda la techumbre y se
desencajara el fraile, los estampó contra los corrales de enfrente. Con el
molino a descubierto, el desconcierto del eje hizo añicos la rueda catalina, la
linterna y la tolva, que se derrumbaron sobre las muelas como si de un peso muerto
se tratara. Los empiedros se quedaron sin sustento y partieron las vigas de los
dos entresuelos, que cayeron envueltos en un atronador estruendo. Todo el
ingenio interior se vino abajo, maderas, herrajes, granos, haciendas y sueños.
Una hora, dos, el viento se calmó y la lluvia comenzó a deslizarse con suavidad,
“calaera”, deshaciendo pacientemente los adobes de barro. Los travesaños,
destrozados y fragmentados en mil astillas, mostraron su desnudez interior, un
laberinto de canalillos y madera devorada, serrín. Minúsculos raíles
subterráneos horadados día a día, con constancia, testimonio de la cansina e
impenitente labor de la polilla.
Avanzó la noche y la lluvia volvió a ser intensa, se transformó en aguacero que recordar. La tormenta movilizó una deforme masa de broza, piedras, maderas, barro y agua, desde Cerro Tambor hasta Burguillos, inundó los llanos de las Mendozas y fue a fondear toda su ira al arroyo de la Boquituerta. Y tal fue el ímpetu puesto en la hacienda, que se llevó por delante la barrera de maleza que taponaba el cauce, destrozó parte de la noria y la alberca de Juan de las Vacas, desarmó el melonar y dejó en ruina parte del cortijo. Algo más abajo, la torrentera cedió su envenenada herencia al Rumblar, que ya había desmantelado el Molino de Arriba e hizo lo propio con el de Abajo llevándoselo por delante. El nieto de Braulio, enclaustrado entre los anchos e insonoros muros del molino y bajo los etílicos vapores del vino, no se enteró de nada. Aunque ya no fue consciente de ello, cuando quiso darse cuenta sus huesos yacían inertes a tiro de piedra del santuario de Nuestra Señora de Zocueca. La crecida del río fue tan grande que las aguas arrancaron de cuajo el caz y penetraron en el interior del molino, desencajaron su tosca maquinaria y malparieron desolación. Tras unos instantes de contenida calma, reventaron el muro posterior del ingenio para seguir su curso y mandar el tipo a la Peñasca.
Aquella
tarde, después de toda una mañana certificando ruina y muerte, Juanico se dejó
caer sobre el bardal de mediodía, como cuando niño. Entonces curioso, ahora
derrotado, pero siempre con la mirada puesta en el ancho horizonte. Derramó su
pena por el llano, hasta donde la vista le permitió. Durante unos minutos,
quizá horas, naufragó en un silencio casi sepulcral, pero en un instante, como
solía ocurrir en aquellos días ya lejanos y después de una lluvia intensa,
comenzó a oírse un sonido amortiguado, lejano. Primero le llegó un eco
temeroso, en cierta manera hueco, después aumentó paulatinamente y al final lo inundó
todo con una barahúnda inmensa.
¡¡¡Enmudecido
durante toda una vida, por fin volvía a escuchar el croar de las ranas!!!
El sonido
venía de la vega e impregnaba la atmósfera con aliento renovado. Era la madre
naturaleza, la vida en su más pura esencia, que muda y se recompone sin
importarle las leyes de los hombres. Otros vendrán a recoger el testigo, a
tropezar una y otra vez. Se caerán y se levantarán, volverán a desplomarse y se
hundirán de una, pero llegará otro que fondeará en el mismo amarre.
Poco a
poco, sin estridencias y con mucha dulzura, el lejano sonido mudó a fragor
vigoroso y lo inundó todo.