lunes, 21 de junio de 2010

Mis zapatos de domingo

No era un buen día, o así me lo parecía. Yo era de calle llana, de tierra y barro, de horizonte abierto y canteras de légano y cabezolones; de levantar vuelo de gallinas y matanzas a pie de calle. Cosas de mi corta vida, me veía obligado a descender a lo “bajo” por calles que me apretaban como mis zapatos de domingo, los que ajenos al calendario iban levantando repiques acompasados de las piedras que apenas dejaban asomar la primera hierba del otoño. Mi madre, ajena a la costumbre, ahogaba la libertad que si tuvieron mis hermanos mayores. Era mi primer día de colegio.

Aquellas idas diarias trocaron mis muchos ratos entre corrales y calle por oscuras habitaciones; los pálpitos de un suelo aferrado a la tierra por los gastados y fríos dibujos que ordenaban habitáculos que crujían bajos mis zapatos de domingo; mi innata curiosidad, mi azogue, por constantes regañinas que no entendía pero que me ataban a una silla, dura como las húmedas piedras de la Casa de Purita que amarraban mi libertad.

Creí que perdía en la mudanza.

Lo que parecía un mal domingo fue haciéndose cotidiano, como la sucesión de la noche y el día. La torre de San Mateo, tan lejana antes de mis horas, vino a ordenar con sus voltiquetas los husos de mi cotidianidad. Los zapatos de domingo perdieron la rigidez del cuero nuevo, fueron dando de si hasta apretarse a mi pie como si siempre hubieran estado allí.

La mudanza fue arrugándose hasta hacerse costumbre que, por vieja, fue ordenando mi diario.

Fueron los días madurando hasta percatarme que mis zapatos de domingo, en sus andanzas, habían gastado la suela; ahora el calor, la humedad y el frío de la vida empezaron a pasar a raudales entre los despojos de goma.

Como si hubiera sido de un día para otro comencé a hilvanar los garabatos impresos en un libro estampado con un viejo raquítico y un rapaz achaparrado y entrado en años que hasta entonces me había acompañado como una carga. El rígido pupitre de mis primeras desdichas me abrió un hueco calido en sus entrañas ofreciéndome la lectura, un diván que dejaba pasar horas ajenas de unos días prestados.

Mi madre me despojó de mis zapatos de domingo y vino a remendarlos quien me diera nombre. De nuevo hubo mudanza, pero mi creciente vida, avezada ya en trasiegos, era inmune a cambios externos. Los garabatos iban colando escenas en mi otrora llano y vacío horizonte; las frías mañanas de matanza, atenuadas en su día por el calor del hogar, se alejaban en el recuerdo dejándome una gélida e inusitada libertad. En esas estaba cuando el tiempo quiso quedarse parado, pero ya era demasiado tarde, o eso llegué a creer, la frialdad de la vida me daba alas para devorar letras que dibujaban escenarios cambiantes en un horizonte que iba alargándose más y más.

El préstamo reclamó su fin, pero aún cogí una esquina de la vida que simulaba alargar mi encuentro con las letras. Comencé a trasegar con legajos grapados, historias ajenas marcadas con nombres ajenos como Keith Luger o Silver Kane, las menos de Marcial Lafuente Estefanía; busqué refugio en la cámara de mis mayores donde trate de hacer llegar el calor de las letras a mis hermanos y a sus amigos, mis enseñanzas buscaban amagos ya caducos; recree un futuro inmediato que apenas podía levantar vuelo bajo el peso de la fría realidad de mi ahora nueva vida cotidiana. Ya tenía dos manos y las letras quedaron dormidas, pero a la espera, preñadas de esperanza.



Dedicada a mi padre, Bartolomé.

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