Cuando
te crías sin madre creces prácticamente desarmado, con la única defensa que te
dicta el instinto. La soledad y la desprotección, la ausencia de abrazo, te
obligan a buscar el mínimo ruido que te guíe en la profundidad del silencio y la
luz que te ilumine la senda en la hondura de la noche. Y en esa coyuntura, te
agarras a lo más insignificante para caminar bajo la custodia de su inexistente
coracha. Algo similar le sucede a la humanidad. Cuando abandona el natural
regazo de la madre tierra, derriba uno a uno los pilares que argumentaban su dependencia
para romper el hilo de vida que los mantenía unidos. El alma queda desampara, en
nada y con nada. Bueno, sí, con la avaricia, la ira y la soberbia, llegará a envidiar
un mundo que fue y ya no será. Y es entonces que necesita agarrarse a cualquier
asidero, quizá a una vanidad huera que se expresa en un rayajo mal pintado o en
un simple agujero cóncavo.
Hay
quien cuenta, quizá ensoñando, que estas retículas y dameros, los alquerques, trajinan
con secretos encriptados, que el tablero, en lo más profundo de su entramado,
representa una ciudad atlante o un castro calcolítico y laberíntico, de ahí el
triple recinto del alquerque de nueve. También podría escenificar la Jerusalén
celestial o el templo salomónico; o, ya puestos a desvariar, cabría la
posibilidad de que fuera un reflejo onírico, un destello de luz del mundo astral.
Hay quienes, con los pies en la tierra, hablan de estrategias militares encerradas
en sus adentros o de fórmulas matemáticas que se pierden en la hondura de los
tiempos y describen, para quien sepa interpretarlo, las maneras más seguras de
edificar aquello que nadie entiende cómo aún puede seguir en pie.
Antolín,
un viejo amigo trashumante, de Guadalajara para más traza, sabio de tierra,
pastos y caminos, un hombre que no siendo de elevada estatura era apretado de
huesos y reseco de carnes, me dice que los rayajos le recuerdan cosa de juegos
pastoriles. Pese a sus muchos años, el buen señor era de pelo fuerte e hincado,
hecho y rehecho a los fríos de Serranía. Pero el tipo es forofo del Real Madrid,
no sé si tomarlo a cuenta en estos asuntos. Lo recuerdo de mis años chicos, de
cuando arreglaba cuentas junto a mi abuela en el despacho de pan de mi padre.
Ella atendía vendiendo hogazas, barras y tortas de aceite, daba charleta a las
parroquianas y le deshacía la carta de recomendación a cualquier forastero que
cayera por allí buscando un coscurro de pan para bocadillo. No era asunto de
azar que la parada de autobús estuviera frente a la tienduca, a pie de
ermita, y que por allí pasara cualquier novedad y personaje venido de nuevas. —¿Tú
no eres de aquí?, —saludaba mi abuela como si, para los cuatro gatos que éramos
en el pueblo, cada cual no se conociera su rabo—. Uno, callado y encaramado a
una caja de plástico para llegar a la altura del mostrador, a renglón seguido
les hacía y deshacía la dolorosa a la concurrencia. Cosas de los tiempos, cada
cual del suyo. Mi abuela nunca pisó una escuela. Ni falta que le hacía, decía
recordando las palabras de su progenitor. Lo dicho, otros tiempos. Y como por
allí pasaba cualquiera, un buen día, con la recién estrenada línea de autobús
de Jaén a Baños, de la Sepulvedana, llegó por allí un buen hombre, conductor
para más señas, abriéndome un agujero al mundo. De charla amena y la revista
‘Viajar’ bajo el brazo, casi sin darme cuenta voló en mil pedazos mi reducido mundo
y ensanchó mis horizontes. De una parte, frente al mostrador, aquel señor de
poco pelo y mucho mundo, en la otra, detrás del expositor, un crío que apenas
llegaba a comprender que la tierra era redonda. En una esquina del mostrador,
la que daba a la cuadra de mi tío Dioni, junto con las lecciones arrumbadas del
día anterior, quedaron las revistas y sus enseñanzas, como una puerta a la
utopía de un chiquillo que nunca creyó que caminaría tan lejos.
En
lo que estábamos. Pues allí, a pie de mostrador, mientras Antolín hacía tiempo
para que llegara el autobús, la pava que se decía, echábamos un rato de
parloteo. Casi siempre de fútbol. Pero, según fui tachando años, comenzaron a
interesarme otras cuentas y otros cuentos, y comencé a ser consciente de no saber
nada de las cosas que en verdad te aferran a la tierra. Aún hoy, me digo,
¿sabrán mis chiquillos qué cerros rompen nuestro horizonte y qué ríos nos abren
cuencas y valles de a tiro de piedra? Bueno, esos son otros carriles llenos de
baches. El buen hombre me contaba sus andanzas en vereda y me enseñó a discernir
que no todos los pastores calzan el mismo morral. Como aquellos cinco, me
decía, cuyo hato pastaba en los escarchales de la Navamorquina. Una
tarde noche, en un instante, aquel recóndito rincón del mundo quedó envuelto en
la más oscura soledad, asaeteado una y mil veces por una trepidante multitud de
aguijones eléctricos. En el interior, creyéndose protegidos de la noche y de
las inclemencias meteorológicas, una cuadrilla de pastores dejaba pasar el
temporal sin más luz que los rescoldos de lo que fue contundente lumbre de
leños de encina. Los unos, tres de ellos, junto al hogar e imaginando ser
caporales cuando no pasaban de zagales, desafiaban la tormenta tirando de
baraja y bota; y otros dos, más temerosos de Dios y de sus advertencias,
dormían en el catre colocando las alpargatas y su propia vida sobre la farfolla
del colchón. Estando en aquellos trajines, mientras pastoreaban con vino los
unos y sesteaban con temor los otros, un rayo tuvo el alcance de partir la
torruca en dos y dejar tiesos a los que, pies en tierra, se desgañitaban
cantando por bastos.
—Molino,
castro o lobos, da igual como los llames, estos alquerques no son otra cosa que
tableros de juego, —me insistía—, como los que puedes ver tallados en los
bancos de piedra de detrás de la ermita, donde las ‘Casas Baratas’.
—No sé, —recuerdo ahora con palabras
que entonces no eran mías —. Hay otros, como los que tengo localizados en
Peñalosa, chiquitillos donde los haya, o aquel otro, el que separa dos casonas en
el Cueto, en el lindero de ambas y a la altura de la cámara. Y no te digo nada
del que tengo visto, como rayado, sobre el mortero de cal de una torre del
castillo, o de otro minúsculo que vi días atrás en la base escalonada de un
crucero, en la vecina ciudad de Porcuna. No, no me cuadra, —le decía yo por
quitarle razones, pero también por el último mal rato que, como martillo en yunque,
me recordaba del Vicente Calderón—. Ahí tienes la
prueba —le insisto indicándole una fotografía de un número de la revista Viajar—,
en esta iglesia de San Vicentejo. ¿No lo ves? Junto a un alquerque de doce también
hay tallado un crucero: ¡¡ambos símbolos son protectores de dos culturas
diferentes!! Eso sí, respetándose y sin malograr el uno al otro. En estas
cosas, como en el mal de ojo, no hay que andarse con juegos, —subrayó, como
pedrada dada a buen tiempo.
Mi
abuela, ajena a toda aquella palabrería y creyendo que hablábamos de almas en
pena, no sabiendo de números ni de matemáticas, pero sí de las razones de lo
cotidiano, —me dice— fíate de los muertos, que esos nunca vienen para hacerte
daño. De quien debes guardarte es de los vivos.
