viernes, 26 de diciembre de 2025

El viaje que Juan de Rica nunca hizo...pero quizá deseó, 3

De marcas lapidarias y otros trasuntos

Juan necesitaba ayuda para poner en orden las ideas que llevaba en su zurrón, así que, ahora sí, dio un paso delante y llamó la atención de los guardeses. Buscando charla y respuestas para sus interrogantes, dio los buenos días aludiendo a los paisanos. Aquellos, como todo hijo del barro, la lumbre y el tizón, a modo de sentencia y argumentando los mismos tenga usted, apenas emitieron un ronquido sonoro. Creyendo que tendría que mendigar la conversación, decidió adelantarse, doblar el edificio e inspeccionar su fábrica. Pero entonces, con incredulidad, vio que los anfitriones, hasta entonces durmientes y todavía ajenos a sus demandas, se transformaron en unos extraños cicerones. El uno, como trovador medieval, desmenuzó con chascarrillos sus proezas y las ajenas, pero también enumeró cada una de las cicatrices del templo. El otro, aún apocado, mantuvo la pauta anterior limitándose a asentir. La iglesia es un lugar de culto, sí, pero organiza la vida social de la comunidad y las desazones particulares, y es una puerta permanentemente abierta entre el individuo y el plano de los espíritus. La piedra, unas veces, es la firma personal que pervive en la memoria colectiva, en otras es un pergamino donde se redacta un complejo manual de arquitectura, pero la mayoría de las ocasiones es un oráculo donde se vuelcan las mayores inquietudes del individuo, tanto las espirituales como las materiales. En el cerco del templo, los parroquianos se arropan con la inefabilidad de la tradición inmemorial. Y es tanto así, que en el lienzo de sus paredes se acumulan, sin ninguna contradicción, espirales a la madre, lauburos y soles indoeuropeos, herraduras y reticulares, alquerques, dameros y calvarios. Unos y otros se suceden complementariamente y sin disrupción.

Pero el edificio, sus marcas lapidarias, más allá de caprichos estéticos son reflejo de las ambiciones de la comunidad y sirven para cimentar sus valores. En este camino con final no premeditado, hay quien desperdicia toda una vida huyendo de la muerte, cuando, si se sabe convivir con ella, podría ganarse toda una vida. Y así, apoyándose en el palique del uno y en las calladas del otro, las piedras fueron liberando las entretelas de su talla. Como si se tratara de una pizarra, cuando se exfolia en docenas de capas y dobleces, la roca comenzó a desgranar sus historias.

El uno era chaparrete, de andar con calma y poco sobresalto, de ver la vida con la mesura que le daban los años y las muchas heridas; el otro, por el contrario, era un tipo delgado, escurrido y armado de un enorme vozarrón. Caminaba, y casi vivía, eternamente anclado a una garrota machacona. Una gorra de paño, algo descolorida, y una pelliza deslucida completaban su indumentaria. De uno, de su mirada, aprendías un mundo, del otro se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo. Su voz de pregón le precedía, era su deseo no quedar ajeno a la escena que día con día dibujaba con la punta de su bastón. Con movimientos frenéticos, como si de una batuta se tratara, el bardo fue mostrando los signos labrados sobre la piedra mientras que el otro apostillaba su argumentario y se conformaba con asentir a medias. Entre las piedras de la nave sur, a cierta altura, dominaban dos tipos de marcas. Una de ellas se parecía a un reloj de arena reclinado con diferente grado de inclinación, llegando en ocasiones a alcanzar una posición totalmente horizontal; la otra, menos numerosa, recordaba las formas de un sol muy sencillo, podría tratarse de un soliforme o una estrella tartésica que, en sus diferentes interpretaciones como Isis, Astarté, Venus o María, representa la eterna regeneración. Algunos, más incrédulos y materialistas, dirían que aquello no es otra cosa que un pintajo que simboliza el lucero miguero, el que advierte a los pastores que ya llega el crepúsculo matutino. Para nuestro báculo, aquello eran simples marcas de cantero, pero el otro, dubitativo, armado como estaba con la sabiduría que da el mucho escuchar y la conversación a pie de lumbre, meneaba la cabeza en desaprobación. No las tenía todas consigo. Y Juan, agarrándose a la opinión del disconforme, llegó a imaginar cualquier dislate que lo convenciera y fantaseó mensajes ocultos en aquellas piedras.

Soliforme

Siendo verdad que podrían ser marcas de cantero, Juan, que ya tenía muchos tiros dados en este oficio, en ciertos casos, como la imagen del reloj de arena, se inclinaba a pensar que los signos eran marcas de obra, no de cantero. Junto al reloj, comparecen otros dos tipos que podrían catalogarse bajo esta consideración. Es el caso de triángulos rectángulos y escuadras, donde no se marca la hipotenusa, y alguna ‘n’ invertida. Tanto los unos como la otra están relacionadas directamente con los sillares esquineros y aparecen en número testimonial, aunque concentrándose en la cabecera de la iglesia. Por tanto, considerando el número reducido y la escasa diversidad de formas, Juan se dio por bueno que eran marcas de obra y no de cantero. Un cantero no deja sillares sin marcar, ¡quién iba a irse sin cobrar sus perras! Tanto el signo que sugiere un reloj de arena como las marcas esquineras, ya sea escuadras o ‘n’ invertidas, podrían ser indicaciones que el maestro cantero indica al operario que da asiento a los sillares. La primera sugiere la colocación de una doble cola de milano presente entre sillares colindantes, que permitiría unirlos mediante una grapa de hierro reforzada con plomo fundido. Técnica de larga tradición, pues ya era usada en la arquitectura romana, aportaba solidez a muros de cierta longitud y anchura. Por su parte, la escuadra indicaba al alarife la necesidad de colocarla como esquinera para dar mejor asiento a la hilera de sillares, mientras que la ‘n’ invertida podría señalar la obligación de atar los sillares, el inferior con el superior, mediante clavo.

Marca con forma de 'cola de milano'

Lo que nos podría parecer una marca personal del picapedrero, realmente relata las indicaciones de trabajo que el cantero trasmite al alarife para que finalmente coloque el sillar de la manera y en lugar correctos.

Marca lapidaria con forma de N invertida

El silente, digeridas las peroratas del uno y del otro, dando rienda a una imaginación que podría entenderse como desequilibrada cuando realmente era inmensamente creativa, quería creer que el soliforme, pero también el reloj, ocultan códigos secretos difícilmente desentrañables. Aunque, puestos a divagar, podrían ser símbolos prerromanos cuyo rastro se pierde en el comienzo de los tiempos. El uno parecía lo que era, la encarnación del dios solar, la mayor fuerza del universo encarnada en el hijo dios: el crismón, versión primitiva de la Iglesia. Por tanto, se trataría de un acrónimo, una ‘X’ atravesada por una ‘I’ formando de este modo el anagrama que corresponde a las iniciales de Iesus Xristos. El Alfa y Omega ausentes, representan a Cristo como principio y final de todo lo creado. Por su parte, el artilugio de relojería, más allá de fosilizar la hora en la roca, simboliza el infinito, la inmensidad de la creación divina y lo inabarcable de los tiempos.

—La eternidad, sí así debía ser, —pensó Juan en silencio sin llegar a verbalizar su opinión.

Como cuando se desvanece una llamarada, la media mañana consumió la brillante luz del día y la atmósfera se apagó bajo un plomizo manto de color ceniza. El del vozarrón, como a toque de corneta, saludó y buscó abrigo en la taberna más próxima. Juan quedó huérfano de uno de sus báculos. Enrocados, las piezas restantes decidieron rodear el templo por apreciar cualquier otro signo. Tras dar un giro, regresaron a la portada. Allí pudieron apreciar otras marcas, algo diferentes, más complejas y de peor traza, como ejecutadas por una mano poco diestra o realizadas con una herramienta roma. Desde la distancia, aquellas marcas parecían conversar sobre otros asuntos. A uno y otro lado de la puerta, como escoltando las iconografías y respetando su buena talla, sin premeditación ni concierto aparecían cruces de calvario de todo tipo y pelaje. Alguna, incluso, nos recuerda un indalo prehistórico. Las unas de traza simple, como senda ancha en tierra llana, algunas punteadas y con cierta deformidad; las otras, con poca sustancia advirtiendo de la mucha devoción del dibujante. No faltaba alguna más florida y delicada, como si al autor le fuera la vida en el cincelado. Junto a ellas, testimonialmente, aparece algún símbolo de María, caso de los monogramas ‘A’ y ‘M’ integrados entre sí. Interpretados como ‘Auspice María’, indican que el lugar y su autor están bajo la protección de María. Además, uno de los símbolos de María, pues son varios, está coronado por un yugo. Representación de la sumisión a Cristo —Tomad mi yugo sobre vosotros (Mateo 11:29) —, aunque parezca una tosca acumulación simbólica, este anagrama también nos invita a vivir unidos por siempre a Jesucristo y sometidos a él.

Marcas con 'Auspice María'

En todos los casos, calvarios y marcas marianas, vienen a subrayar el carácter sacro del recinto y a resaltar las bondades de guardarse a la vera de sus piedras. Como si se tratara de una redundancia, la presencia de una espiga de trigo, que en la antigüedad representaba al dios Ceres y en la doctrina cristiana a Cristo, simboliza la abundancia de medrar a la sombra del templo.

Marca lapidaria con forma de espiga

Los calvarios más cercanos a la puerta, como los localizados en las jambas de la casa propia, son escenario de un ritual de honda raíz cristiana: el de persignarse a la salida del edificio buscando acaparar la protección de lo sagrado. En el interior de la casa y del templo domina el orden, fuera está el caos.

Diferentes calvarios

En un momento de penumbra, el callado interlocutor dio rienda suelta de sus silencios. Su madre, ya difunta y de nombre Sofía, siempre fue una señora de entrar en razones y estricta en su modo de proceder, tanto en lo más recogido de su casa como de puertas afuera. La señora, que era fregona de oficio, tuvo mala suerte en la vida. Casó pronto y no tardó en ser madre, pero, desengaños del destino, perdió la criatura durante la lactancia. Apenas unos años después enviudó, no sin antes quedar nuevamente encinta del difunto. El niño, póstumo, llegó a un hogar triste y de fuerte control marcial, y la señora, que llevaba la culpa del primogénito como si de una saya se tratara, de este segundo más que madre fue bendita carcelera. Tan encorsetadas fueron las guardias penitenciarias de la progenitora, que el niño creció ajeno al mundo exterior y encerrado en sus anhelos. Pero, por muy estricta que sea una madre, siempre hay una rendija de libertad por la que entra la luz y se liberan los sueños de los infantes. Y al chiquillo, desde muy pequeño, le dio por ausentarse en pilones y alcubillas para charlotear con ondinas, aunque aquellas fueran de cuatro patas y membrana y no tuvieran más diálogo que un nostálgico croar.

En la fuente de las Putas o la del Membrillo, en la del Chato frente al Castillo, en la del Reumbre y hasta en la del Lobo, no le faltó chapotear en ninguna de las del término. Y es que, más que una buena charca, el tipo, que repudiaba una mala compañía, disfrutaba del memorable estruendo que recitaban aquellos bichos. Pero, cosas del azar, ya con cierta edad y recién estrenada la adolescencia, dio con una de aquellas fuentes que al común de los mortales le parece un lodazal y, cosas suyas, aquella fétida y oscura poza le pareció el más bello de los ninfeos. Cierto día, cuando la mañana era un hervidero de chivones y chamarines, dejó atrás la solana y se acercó al venero, una umbría permanente.  En un momento concreto, cuando el chiquillo husmeaba renacuajos en el fango, cuando las piedras del pilón brillaban relamidas por la humedad, una sombra vino a malograrle la contaduría. Con la luz del amanecer, la tipa le pareció un espantajo, que lo era, pero trascurrido un momento ya parloteaban con camadería. No tardó en comprender que la cosa que le traía era una encantá, como aquella sanjuanera que se aparece en el castillo de Eznavejor, también conocido como del Estrecho o de las Torres de Xoray. Pero no son lo que imaginamos, sino espíritus atrapados en la piedra. Los días discurrieron y la amistad se hizo eterna como roca.

—Pasados los años, muchos, se edificó nuestro templo y la fuentecilla se secó —le dice el silente a Juan—. No me preguntes cómo, pero mi amiga, la encantá, que es el numen loci de esta, nuestra tierra, su espíritu protector, mudó la morada y se hizo sustancia en cada una de las piedras de la iglesia. Las marcas lapidarias, aunque no lo parezcan —me relata esperando cierta cara de incredulidad—, no son otro asunto que cada una de sus cicatrices, que van creciendo día con día con nuestros pecados.

Juan, ya peregrino del atardecer, escuchó como el maderaje de las bóvedas se quejó de puro viejo. Para aquellas horas, el anochecer mal regentaba un reino de sombras y el maestro de obras recordó que había venido a tratar corderos.

Como siempre, mil gracias a mi amiga Rosa Cruz... y no sólo por las fotografías

lunes, 22 de diciembre de 2025

El viaje que Juan de Rica nunca hizo...pero quizá deseó, 2

La vereda[1]

Entreverado aún en sus asuntos, Juan recuerda los términos del contrato que firmó unos meses atrás con Andrés de Salamanca, vecino de Linares que oficia de cantero, como él mismo. Corría, como ahora, el año de Nuestro Señor de 1554 y, con dicho protocolo, se comprometían a levantar la torre campanario de San Mateo, en Baños de la Encina. Pueblo situado en la vertiente sur de Sierra Morena, de donde Juan era oriundo, allí tenía abierta cantera de piedra arenisca, en el lugar conocido como del Llano. La nave de dicha iglesia, que llevaba décadas en pie, seguía las pautas propias del gótico de nuestra señora Isabel, pero el campanario, de planta circular, apenas levantaba unos dos metros sobre el cimiento. Aunque tenía cierta flexibilidad para proseguir la obra, debía respetar la traza ya planificada y acordada en planos antiguos. Pero aquella disposición lo llevaba por el camino de la amargura, no le convencían las directrices impuestas. Para él, las formas arquitectónicas, e incluso las señales marcadas a cincel en la piedra, ocultaban un significado que iba más allá de lo estético o lo pragmático, encerraban un poder apotropaico que salvaguardaba, o en su caso condenaba, el discurrir cotidiano y el destino final de cualquier edificio y sus ocupantes. Calzado de ideas y desatinos, por echar cuentas de lo que ya se había edificado en la vecindad, desmenuzó una por una cada fábrica de la proximidad. En los aledaños visitó Santa María y Nuestra Señora de la Encarnación, en Linares y Bailén respectivamente; a de tiro de piedra, en la comarca de la campiña, también conoció las parroquiales de Arjona y Lopera. En todos los casos, la morfología ochavada de sus campanarios, la simbología que estas formas ocultaban, le agradaban en cuanto representaban el encuentro de lo divino y lo humano. Sabía de buena mano que estos edificios guardaban estrecha factura —al menos en la caña— con la de San Nicolás, en Córdoba, y que la presencia de torres poligonales en la arquitectura religiosa jaenera se debía, en buena medida, a la influencia que ejerció sobre ella la arquitectura militar bajomedieval. Es el caso de numerosos castillos y recintos amurallados erigidos en el reino de Jaén, como ocurre con la torre Ochavada, en Torreperogil, o con la torre albarrana de la Corredera de san Fernando, en Úbeda. Un caso similar, de estilo gótico mudéjar, lo representa la torre de Boabdil, que fue mandada construir por el maestre don Luis Guzmán en el año 1432. Juan, buscando interiorizar las ideas que acunaba, se decía que aquellas torres trasmitían una gran fortaleza, la misma que se diluía en el estirado perfil de los campanarios vecinos, más propio de las florituras platerescas que de la razón renacentista. Y no es que pretendiera darle un carácter defensivo a su obra, no, pero, según su propio criterio, en la robustez de las formas es donde tenía que verse el colectivo que ordenaría sus horas con los tañidos de los esquilones de aquel campanario. A modo metáfora, entendía que aquella robustez representaría la mayor o menor vitalidad de la comunidad que bullía a sus pies.

Iglesia de san Mateo, Baños de la Encina

En unas pocas palabras, según su propio criterio, los campanarios de aquellos templos bebían del mismo bálsamo refinado… y aquello no era de su agrado.

Aún metido en las cuentas de sus asuntos, como tenía la obligación de propiciarle condumio a los canteros que le trabajaban la piedra, por San Miguel decidió ir a cortarle el camino a los merinos trashumantes que bajaban de Serranía y, con las mismas, aviarse de corderos para abastecer las calderetas de tanto operario. Adelantándose en el trayecto, antes de que los pastores se instalaran en los extremos de invernada, quería cortar el paso a los hatos que descendían por la Mesta para evitar competidores molestos que adulteraran el precio. En principio, no tenía más intención que obtener carne con pocos dineros, pero, abusando del camino, observaría algunas de las fábricas levantadas en los pueblos de la vereda, sobre todo de aquellas situadas en la vertiente norte de Sierra Morena. Entre otras, aprovecharía el viaje para conocer la obra de Juan de Arama, del que tenía excelentes referencias pese a sus males artes en la correcta gestión de los maravedíes. En camino, surcó la vereda de los Serranos y dejó atrás el murallón de Sierra Morena para dar con sus huesos en Villamanrique, donde cogió posada. Cuando llegó al lugar, con la tarde puesta y vestida de tonos cobrizos, le encandiló el aroma a galianos, sopas cominas y ajos muleros que desprendían sus hogares, un olor que reconfortaba al viajero que, nada más asomar al llano, se le abría ancho y generoso horizonte como viento ábrego. No fue de extrañar que le ganaran por el estómago, pues en aquella parte de la Mancha no es de buen gusto guisar con aceleros y sí de andar, según toca en asuntos culinarios, echando sus tiempos y poniendo los aderezos correctos y sin falta.

Camino en Campo de Montiel. Autora: Rosa Cruz

En una primera impresión, vista desde la lejanía, creyó ver en la torre de San Andrés, pese a su mucha altura, la corpulencia que buscaba para su campanario. Con ciento siete escalones de idénticas proporciones, según supo después, su interior respondía al modelo conocido como de caracol que llaman de husillo. En cierta manera, tanto las proporciones de la iglesia como el arco abovedado de su portada sureste le recordaron el templo gótico de San Pablo, en Úbeda, aunque aquel tenía la torre campanario entallada entre el ábside y el crucero y esta manchega lo erigía a sus pies. Según se decía, la fábrica de su iglesia, la de San Andrés Apóstol, así como las de otras edificaciones vecinas, caso de la Torre de Juan Abad, Terrinches y Villahermosa, eran buena obra del maestro cantero Juan de Arama, que parecía beber de las mismas fuentes que el alcaraceño Andrés de Vandelvira. Esta, de perfil algo achaparrado, le evocaba la fortaleza que envidiaba para su obra pese a la recogida esbeltez de su campanario. Podría parecer un disparate, pero intuía que la cosa estaba en la estructura de su caña: el tramo inferior era de dos cuerpos cuadrados, con mayor tirada, mientras que el superior, recortado y de traza octogonal, remataba el conjunto con un coqueto cuerpo de campanas. ¿Quién sabe?, igual la sustancia no estaba en aquello y sí en la presencia de un enorme y ancho contrafuerte localizado en la esquina suroccidental. Como el Hércules ‘mataleones’ del interior del templo, aquella pieza parecía soportar los mayores trabajos y obtenía las mayores glorias. De Rica era terco en sus ideas y quería que su campanario rezumara simbología por todos sus costados: que finalmente fueron ocho. En su iglesia, se decía, podrían recitarse letanías, salmodias y sermones como en una liturgia repetida, pero, por encima de todo, aquella debía ser la casa de la comunidad. Todos los pobladores debían verse en el templo y, a la vera de su pórtico, debía agitarse la vida cotidiana. Su campanario, como este de San Andrés, tendría fogones o flameros que brillarían como faro sobre el océano de olivos bañusco. En fin, el campanario se alzaría como palo mayor de un galeón que surcaría los tiempos para dejar en el oleaje una estela de memoria.
Iglesia de san Pablo, Úbeda


[1] Aunque son diversas las acepciones de la palabra vereda, que van desde un camino angosto a vía pastoril utilizada por los ganados trashumantes de no menos de 25 varas (aprox. 21 metros), en el mundo de la ganadería trashumante, sobre todo en la Sierra Morena, se entiende por ‘hacer la vereda’ el proceso general, con todos sus componentes laborales, económicos y sociales, que permitía el desplazamiento de los ganados desde sus territorios de origen, en este caso provenientes de los Montes Universales, Señorío de Molina, Serranía de Cuenca, a los extremos de invernada en Sierra Morena, y viceversa.

sábado, 20 de diciembre de 2025

El viaje que Juan de Rica nunca hizo... y quizá deseó, 1

El castro[1]

Viéndolo allí plantado, en medio de la plazuela y observando la mole parroquial, aquel tipo podría parecer una pieza más de la rutina cotidiana que viste la primera mañana, pero de lejos se intuye que se trataba de un viajero, un trebejo ajeno al tablero habitual.


Iglesia de san Andrés Apóstol

El día, extraño para aquella época del año, soleado y gélido, más propio del frío invierno meseteño que del otoño que nos trae, lo arropó con polvo de escarcha y Juan, amarrado a un escaque particular de la retícula viaria, asume el silencio propio de aquellas horas. Enrocados juntos a la portada, en pie y al abrigo de cualquier episodio histórico, o quizá enmarañados en algún hecho insustancial, dos contertulios evitan sentarse en el poyete del atrio, aún a la sombra, y entretejen su vejez soleándose allí donde los hilos de luz les calientan las arrugas. Entretanto llega el ángelus, cuando echarán un vino para dar esquinazo al demonio, recuerdan las vendimias que fueron. Con paciencia y evocando lo que fue, afilan sus garnachas oxidadas (*) en el asperón de la fábrica parroquial. La faena parece venir de largo y tener buen tajo, pues la huella de aquel desgaste ocupa todo el frente sureste de la iglesia de San Andrés Apóstol, a uno y otro flanco de la portada y dejando marcas verticales en numerosos sillares. Se ven en haces de tres, cuatro, cinco… y quién sabe hasta de cuántas líneas paralelas. Cicatrizada la piedra, los trazos parecen evocar el arte más primitivo, aquellas barras y pectiniformes prehistóricos que destellaban con el primer hilo de luz del solsticio de verano. Con todo, en algunos mentideros se dice que aquello formaba parte de un ritual sefardí, de la memoria de lo que fue y durante generaciones de nuevos cristianos se fue diluyendo: el sacrificio del cordero debía hacerse con cuchillo sin mella y buena hoja, afilado en sacra saxa. Por entonces, en origen, junto a la mezuzá, después en lugar sagrado: la iglesia.


Marcas de afilado en la jamba izquierda

En una esquina del damero que conforma el atrio de la iglesia, junto a la desportillada escalinata, una anciana armada de moño y delantal de cuadros hace la guerra por su cuenta enfrascada en sus quehaceres. Al compás de una lucha repetitiva, agita un soplillo mientras forcejea por prender un brasero de picón de jara.

Aquel día, como los que le precedieron, el bullicio del amanecer se diluyó con la misma volatilidad que el tufo de la primera fermentación para dar paso a unas horas de calma. El canto del gallo ya quedó en la memoria de los que madrugaron y el pregonero, ajeno a cualquier encomienda concreta, inauguró taberna y paloma. Ese trajín inicial, la calma que después heredó el día, no era cosa extraña en aquella situación, era lo propio del primer otoño. Era tiempo de sementera y vendimia, pero también de trashumancia.

A intervalos que parecen una eternidad, ocupando coyunturalmente una casilla de un juego que les era ajeno, unas ancianas entrecruzan conversación y se dan cuentas de cómo les viene el día, de los contratiempos que trae la vendimia, del tiempo y la familia. La una, de perfil tranquilo y previsora, discurre lo corto que viene el frío temiendo que la matanza se quede sin san Martín y que el mosto no cuaje por san Andrés. La otra, que es de hablar poco pero un rabo ardiendo en los asuntos de su oficio, el de conjurar y predecir mediante el uso de habas, anda a sus cosas, escucha y no suelta palabra. Se limita a cuchichear y aventurar amoríos y nacimientos. Las señoras, que rompen la monotonía de la plaza, con cada paso desatan olores a hogaza y siembran la calle con un reguero aromático, un poso de una tierra que también es generosa en grano y aceite. Con las primeras horas, la calle sestea y el sarmiento de la última cosecha, que ya arde en los hogares, invita a disfrutar de la mañana detenida.


Parroquia de san Andrés, portada principal

Los repiques de campana, entallados en su huso horario, vienen a desbaratar la placidez del plató y rompen las cavilaciones que rondan por la cabeza del viajero. En un instante, Juan, como trebejo buen conocedor de su estrategia, muda de posición y se adelanta unos pasos a medir conversación con los ancianos, que siguen soleándose en el atrio como dos peones envueltos en la más sencilla quietud. Las fichas, hasta ahora confinadas en una defensa impenetrable, parecen mirar con despecho a los caminos y sus caminantes. Juan, que viene de lejos, experimenta la sensación propia del forastero que incómoda y rompe la monotonía. La plaza, silenciosa y ajena, como sus escaques, duerme plácidamente detenida en la memoria y el tiempo.

Todas las piezas están sobre el tablero, comienza el ‘baile de los nueve hombres’.

(*) Se trata de un artificio literario ya que las garnacha, por su forma peculiar, no podría afilarse con la parte interior de un sillar.
(**) Las fotografías, como el germen que ha dado lugar a estos textos, son de mi amiga Rosa Cruz, incansable en su tarea de conocer y poner en su justo lugar su tierra adoptiva: el Campo de Montiel (blog).

[1] Juego de origen inmemorial citado en el Libro del axedrez, dados e tablas de Alfonso X, su génesis se localiza en el Mediterráneo Oriental durante el esplendor babilónico, aunque otros autores la llevan hasta el Neolítico. Su tablero, conocido como alquerque de IX, según unos, representa una ciudad atlante o un poblado calcolítico, pero, visto en tres dimensiones, podría ser un zigurat. Conocido como castro, el juego también recibe otros nombres, caso de nueve en raya, molino o, en ámbitos anglosajones, baile de los nueve hombres.

lunes, 15 de diciembre de 2025

El santuario de la virgen de la Encina, preámbulo

La suerte de los que ya calzamos cierta edad es que, poso sobre poso, vamos acumulando un lecho de gratos recuerdos y un filón de conocimiento, aunque también se almacena alguna cicatriz sin cauterizar. Pero con el tiempo, la memoria, desbordada por las arrugas, es como ánfora reseca y agrietada a la que se le escapan los recuerdos por las fisuras. Los que quedan, a la sombra otoñal, languidecen y se enmarañan de tal manera que no llegas a reconocer con certeza cuando sucedió cada trasunto. Hay situaciones en las que, casi sin quererlo, llegas a situar la vuelta por delante de la ida. No es que la amnesia sea generalizada, pero con el santuario de la virgen me ocurre un tanto así. Lo más probable es que fuera en romería cuando pisé por primera vez las inmediaciones de la ermita, y hasta la propia iglesia, de hecho hay prueba fotográfica de la situación, pero no es ese el recuerdo más profundo que tengo del lugar. Lo mismo yerro, pero andaban los ochenta en sus prolegómenos cuando me llegó la noticia de que dos paisanos, Andrés y Juanito, andaban hurgando por los alrededores de la ermita armados de picola, palustre y cucharro, concretamente en lo que ahora conocemos como la villa romana. Y uno, que ya intuía querencias por la Historia y poseía una bicicleta derbi Rabasa por estrenar, tarde con tarde me acercaba a olisquear cómo llevaban la faena. De entonces, aún guardo en cualquier rincón olvidado algún trocito de estuco coloreado.




lunes, 8 de diciembre de 2025

El pozo de noria

En la hondura de la vega, Patricio me invita a sentarme y amarrar inquietudes, a disfrutar de la quietud de los ruedos, un enclave fondeado en los rescoldos de la memoria del lugar. Junto al pozo, acomodados al rebufo de su agua generosa, —me dice—, hay ocasiones en las que el pueblo podría parecernos un hormiguero disparatado, una barcaza sin timón. Bullimos día con día como si la vida se nos fuera en un suspiro, —sentencia—. Imbuido por aquellas reflexiones, me asomo al negro fondo del hueco por oler la húmeda soledad de la cisterna. Inalcanzable, la oscuridad se hunde bajo sus herrajes queriendo alcanzar la profundidad del averno. Un soplo de aire frío y repentino, quizá dulce, me golpea en la cara creando sensaciones encontradas. Es posible que sea una idea cuajada en mis primeros años, un desatino sin sentido, pero desde el primer momento me atrajo asomarme a la cuadratura de la boca de estos anchos y destartalados aguaderos para oler a umbría y agua queda, para recordar la fresca quietud del hontanar que ya no es doblado por el imperio de los sondeos intensivos que día con día han vaciado el acuífero. Ahora, que sólo hay sequedad y cantos de chicharra, el pozo quiere evocar lo que fue: humedal. Cuando escudriño en sus honduras, tengo la sensación de que la vida se nos escapa en silencio, lentamente y sin apenas dejarse notar, como cuando nos abate el sueño de la primera madrugada. Una rana, que busca cobijo entre las juntas del enfundado de piedra seca, me trae a la realidad, a la charla con el parroquiano y a los calores de la media mañana, que ya aprietan. Y allí, en el bordillo del andén de la noria, sobre un bolo de cuarzo, observo la presencia de un calvario sencillo cuyo diseño podría parecer infantil.



viernes, 5 de diciembre de 2025

A vueltas con un alquerque de san Vicentejo, Burgos

Cuando te crías sin madre creces prácticamente desarmado, con la única defensa que te dicta el instinto. La soledad y la desprotección, la ausencia de abrazo, te obligan a buscar el mínimo ruido que te guíe en la profundidad del silencio y la luz que te ilumine la senda en la hondura de la noche. Y en esa coyuntura, te agarras a lo más insignificante para caminar bajo la custodia de su inexistente coracha. Algo similar le sucede a la humanidad. Cuando abandona el natural regazo de la madre tierra, derriba uno a uno los pilares que argumentaban su dependencia para romper el hilo de vida que los mantenía unidos. El alma queda desampara, en nada y con nada. Bueno, sí, con la avaricia, la ira y la soberbia, llegará a envidiar un mundo que fue y ya no será. Y es entonces que necesita agarrarse a cualquier asidero, quizá a una vanidad huera que se expresa en un rayajo mal pintado o en un simple agujero cóncavo.

Hay quien cuenta, quizá ensoñando, que estas retículas y dameros, los alquerques, trajinan con secretos encriptados, que el tablero, en lo más profundo de su entramado, representa una ciudad atlante o un castro calcolítico y laberíntico, de ahí el triple recinto del alquerque de nueve. También podría escenificar la Jerusalén celestial o el templo salomónico; o, ya puestos a desvariar, cabría la posibilidad de que fuera un reflejo onírico, un destello de luz del mundo astral. Hay quienes, con los pies en la tierra, hablan de estrategias militares encerradas en sus adentros o de fórmulas matemáticas que se pierden en la hondura de los tiempos y describen, para quien sepa interpretarlo, las maneras más seguras de edificar aquello que nadie entiende cómo aún puede seguir en pie.

Antolín, un viejo amigo trashumante, de Guadalajara para más traza, sabio de tierra, pastos y caminos, un hombre que no siendo de elevada estatura era apretado de huesos y reseco de carnes, me dice que los rayajos le recuerdan cosa de juegos pastoriles. Pese a sus muchos años, el buen señor era de pelo fuerte e hincado, hecho y rehecho a los fríos de Serranía. Pero el tipo es forofo del Real Madrid, no sé si tomarlo a cuenta en estos asuntos. Lo recuerdo de mis años chicos, de cuando arreglaba cuentas junto a mi abuela en el despacho de pan de mi padre. Ella atendía vendiendo hogazas, barras y tortas de aceite, daba charleta a las parroquianas y le deshacía la carta de recomendación a cualquier forastero que cayera por allí buscando un coscurro de pan para bocadillo. No era asunto de azar que la parada de autobús estuviera frente a la tienduca, a pie de ermita, y que por allí pasara cualquier novedad y personaje venido de nuevas. —¿Tú no eres de aquí?, —saludaba mi abuela como si, para los cuatro gatos que éramos en el pueblo, cada cual no se conociera su rabo—. Uno, callado y encaramado a una caja de plástico para llegar a la altura del mostrador, a renglón seguido les hacía y deshacía la dolorosa a la concurrencia. Cosas de los tiempos, cada cual del suyo. Mi abuela nunca pisó una escuela. Ni falta que le hacía, decía recordando las palabras de su progenitor. Lo dicho, otros tiempos. Y como por allí pasaba cualquiera, un buen día, con la recién estrenada línea de autobús de Jaén a Baños, de la Sepulvedana, llegó por allí un buen hombre, conductor para más señas, abriéndome un agujero al mundo. De charla amena y la revista ‘Viajar’ bajo el brazo, casi sin darme cuenta voló en mil pedazos mi reducido mundo y ensanchó mis horizontes. De una parte, frente al mostrador, aquel señor de poco pelo y mucho mundo, en la otra, detrás del expositor, un crío que apenas llegaba a comprender que la tierra era redonda. En una esquina del mostrador, la que daba a la cuadra de mi tío Dioni, junto con las lecciones arrumbadas del día anterior, quedaron las revistas y sus enseñanzas, como una puerta a la utopía de un chiquillo que nunca creyó que caminaría tan lejos.

En lo que estábamos. Pues allí, a pie de mostrador, mientras Antolín hacía tiempo para que llegara el autobús, la pava que se decía, echábamos un rato de parloteo. Casi siempre de fútbol. Pero, según fui tachando años, comenzaron a interesarme otras cuentas y otros cuentos, y comencé a ser consciente de no saber nada de las cosas que en verdad te aferran a la tierra. Aún hoy, me digo, ¿sabrán mis chiquillos qué cerros rompen nuestro horizonte y qué ríos nos abren cuencas y valles de a tiro de piedra? Bueno, esos son otros carriles llenos de baches. El buen hombre me contaba sus andanzas en vereda y me enseñó a discernir que no todos los pastores calzan el mismo morral. Como aquellos cinco, me decía, cuyo hato pastaba en los escarchales de la Navamorquina. Una tarde noche, en un instante, aquel recóndito rincón del mundo quedó envuelto en la más oscura soledad, asaeteado una y mil veces por una trepidante multitud de aguijones eléctricos. En el interior, creyéndose protegidos de la noche y de las inclemencias meteorológicas, una cuadrilla de pastores dejaba pasar el temporal sin más luz que los rescoldos de lo que fue contundente lumbre de leños de encina. Los unos, tres de ellos, junto al hogar e imaginando ser caporales cuando no pasaban de zagales, desafiaban la tormenta tirando de baraja y bota; y otros dos, más temerosos de Dios y de sus advertencias, dormían en el catre colocando las alpargatas y su propia vida sobre la farfolla del colchón. Estando en aquellos trajines, mientras pastoreaban con vino los unos y sesteaban con temor los otros, un rayo tuvo el alcance de partir la torruca en dos y dejar tiesos a los que, pies en tierra, se desgañitaban cantando por bastos.

            —Molino, castro o lobos, da igual como los llames, estos alquerques no son otra cosa que tableros de juego, —me insistía—, como los que puedes ver tallados en los bancos de piedra de detrás de la ermita, donde las ‘Casas Baratas’.

            —No sé, —recuerdo ahora con palabras que entonces no eran mías —. Hay otros, como los que tengo localizados en Peñalosa, chiquitillos donde los haya, o aquel otro, el que separa dos casonas en el Cueto, en el lindero de ambas y a la altura de la cámara. Y no te digo nada del que tengo visto, como rayado, sobre el mortero de cal de una torre del castillo, o de otro minúsculo que vi días atrás en la base escalonada de un crucero, en la vecina ciudad de Porcuna. No, no me cuadra, —le decía yo por quitarle razones, pero también por el último mal rato que, como martillo en yunque, me recordaba del Vicente Calderón. Ahí tienes la prueba —le insisto indicándole una fotografía de un número de la revista Viajar—, en esta iglesia de San Vicentejo. ¿No lo ves? Junto a un alquerque de doce también hay tallado un crucero: ¡¡ambos símbolos son protectores de dos culturas diferentes!! Eso sí, respetándose y sin malograr el uno al otro. En estas cosas, como en el mal de ojo, no hay que andarse con juegos, —subrayó, como pedrada dada a buen tiempo.

Mi abuela, ajena a toda aquella palabrería y creyendo que hablábamos de almas en pena, no sabiendo de números ni de matemáticas, pero sí de las razones de lo cotidiano, —me dice— fíate de los muertos, que esos nunca vienen para hacerte daño. De quien debes guardarte es de los vivos.

Sillar con alquerque de doce y calvario, iglesia de san Vicentejo. Autora: Rosa Cruz.


Tablero del juego de los lobos tallado por Lore Rodríguez.

Dedicado a mi buena amiga Rosa Cruz, para que siga disfrutando de cada nueva caminata de la mano de su hijo.