De marcas lapidarias y otros trasuntos
Juan necesitaba ayuda para poner en orden las ideas que llevaba en su
zurrón, así que, ahora sí, dio un paso delante y llamó la atención de los
guardeses. Buscando charla y respuestas para sus interrogantes, dio los buenos
días aludiendo a los paisanos. Aquellos, como todo hijo del barro, la lumbre y
el tizón, a modo de sentencia y argumentando los mismos tenga usted, apenas emitieron
un ronquido sonoro. Creyendo que tendría que mendigar la conversación, decidió adelantarse,
doblar el edificio e inspeccionar su fábrica. Pero entonces, con incredulidad,
vio que los anfitriones, hasta entonces durmientes y todavía ajenos a sus demandas,
se transformaron en unos extraños cicerones. El uno, como trovador medieval,
desmenuzó con chascarrillos sus proezas y las ajenas, pero también enumeró cada
una de las cicatrices del templo. El otro, aún apocado, mantuvo la pauta
anterior limitándose a asentir. La iglesia es un lugar de culto, sí, pero organiza
la vida social de la comunidad y las desazones particulares, y es una puerta
permanentemente abierta entre el individuo y el plano de los espíritus. La
piedra, unas veces, es la firma personal que pervive en la memoria colectiva,
en otras es un pergamino donde se redacta un complejo manual de arquitectura,
pero la mayoría de las ocasiones es un oráculo donde se vuelcan las mayores
inquietudes del individuo, tanto las espirituales como las materiales. En el
cerco del templo, los parroquianos se arropan con la inefabilidad de la
tradición inmemorial. Y es tanto así, que en el lienzo de sus paredes se acumulan,
sin ninguna contradicción, espirales a la madre, lauburos y soles indoeuropeos,
herraduras y reticulares, alquerques, dameros y calvarios. Unos y otros se
suceden complementariamente y sin disrupción.
Pero el edificio, sus marcas lapidarias, más allá de caprichos estéticos
son reflejo de las ambiciones de la comunidad y sirven para cimentar sus valores.
En este camino con final no premeditado, hay quien desperdicia toda una vida
huyendo de la muerte, cuando, si se sabe convivir con ella, podría ganarse toda
una vida. Y así, apoyándose en el palique del uno y en las calladas del otro, las
piedras fueron liberando las entretelas de su talla. Como si se tratara de una
pizarra, cuando se exfolia en docenas de capas y dobleces, la roca comenzó a
desgranar sus historias.
El uno era chaparrete, de andar
con calma y poco sobresalto, de ver la vida con la mesura que le daban los años
y las muchas heridas; el otro, por el contrario, era un tipo delgado, escurrido
y armado de un enorme vozarrón. Caminaba, y casi vivía, eternamente anclado a una
garrota machacona. Una gorra de paño, algo descolorida, y una pelliza deslucida
completaban su indumentaria. De uno, de su mirada, aprendías un mundo, del otro
se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo. Su voz de pregón le
precedía, era su deseo no quedar ajeno a la escena que día con día dibujaba con
la punta de su bastón. Con movimientos frenéticos, como si de una batuta se
tratara, el bardo fue mostrando los signos labrados sobre la piedra mientras
que el otro apostillaba su argumentario y se conformaba con asentir a medias. Entre
las piedras de la nave sur, a cierta altura, dominaban dos tipos de marcas. Una
de ellas se parecía a un reloj de arena reclinado con diferente grado de
inclinación, llegando en ocasiones a alcanzar una posición totalmente
horizontal; la otra, menos numerosa, recordaba las formas de un sol muy
sencillo, podría tratarse de un soliforme o una estrella tartésica que,
en sus diferentes interpretaciones como Isis, Astarté, Venus o María,
representa la eterna regeneración. Algunos, más incrédulos y materialistas,
dirían que aquello no es otra cosa que un pintajo que simboliza el
lucero miguero, el que advierte a los pastores que ya llega el crepúsculo
matutino. Para nuestro báculo, aquello eran simples marcas de cantero, pero el
otro, dubitativo, armado como estaba con la sabiduría que da el mucho escuchar
y la conversación a pie de lumbre, meneaba la cabeza en desaprobación. No las tenía
todas consigo. Y Juan, agarrándose a la opinión del disconforme, llegó a
imaginar cualquier dislate que lo convenciera y fantaseó mensajes ocultos en
aquellas piedras.
Siendo verdad que podrían ser marcas de cantero, Juan, que ya tenía muchos
tiros dados en este oficio, en ciertos casos, como la imagen del reloj de
arena, se inclinaba a pensar que los signos eran marcas de obra, no de cantero.
Junto al reloj, comparecen otros dos tipos que podrían catalogarse bajo esta
consideración. Es el caso de triángulos rectángulos y escuadras, donde no se
marca la hipotenusa, y alguna ‘n’ invertida. Tanto los unos como la otra están relacionadas
directamente con los sillares esquineros y aparecen en número testimonial, aunque
concentrándose en la cabecera de la iglesia. Por tanto, considerando el número
reducido y la escasa diversidad de formas, Juan se dio por bueno que eran
marcas de obra y no de cantero. Un cantero no deja sillares sin marcar, ¡quién
iba a irse sin cobrar sus perras! Tanto el signo que sugiere un reloj de arena como
las marcas esquineras, ya sea escuadras o ‘n’ invertidas, podrían ser
indicaciones que el maestro cantero indica al operario que da asiento a los
sillares. La primera sugiere la colocación de una doble cola de milano presente
entre sillares colindantes, que permitiría unirlos mediante una grapa de hierro
reforzada con plomo fundido. Técnica de larga tradición, pues ya era usada en
la arquitectura romana, aportaba solidez a muros de cierta longitud y anchura.
Por su parte, la escuadra indicaba al alarife la necesidad de colocarla como
esquinera para dar mejor asiento a la hilera de sillares, mientras que la ‘n’
invertida podría señalar la obligación de atar los sillares, el inferior con el
superior, mediante clavo.
Lo que nos podría parecer una marca personal del picapedrero, realmente relata
las indicaciones de trabajo que el cantero trasmite al alarife para que
finalmente coloque el sillar de la manera y en lugar correctos.
El silente, digeridas las peroratas del uno y del otro, dando rienda a una
imaginación que podría entenderse como desequilibrada cuando realmente era
inmensamente creativa, quería creer que el soliforme, pero también el
reloj, ocultan códigos secretos difícilmente desentrañables. Aunque, puestos a
divagar, podrían ser símbolos prerromanos cuyo rastro se pierde en el comienzo
de los tiempos. El uno parecía lo que era, la encarnación del dios solar, la
mayor fuerza del universo encarnada en el hijo dios: el crismón, versión
primitiva de la Iglesia. Por tanto, se trataría de un acrónimo, una ‘X’
atravesada por una ‘I’ formando de este modo el anagrama que corresponde a las
iniciales de Iesus Xristos. El Alfa y Omega ausentes, representan a Cristo
como principio y final de todo lo creado. Por su parte, el artilugio de
relojería, más allá de fosilizar la hora en la roca, simboliza el infinito, la inmensidad
de la creación divina y lo inabarcable de los tiempos.
—La eternidad, sí así debía ser, —pensó Juan en silencio sin llegar a verbalizar
su opinión.
Como cuando se desvanece una llamarada, la media mañana consumió la
brillante luz del día y la atmósfera se apagó bajo un plomizo manto de color
ceniza. El del vozarrón, como a toque de corneta, saludó y buscó abrigo en la
taberna más próxima. Juan quedó huérfano de uno de sus báculos. Enrocados, las
piezas restantes decidieron rodear el templo por apreciar cualquier otro signo.
Tras dar un giro, regresaron a la portada. Allí pudieron apreciar otras marcas,
algo diferentes, más complejas y de peor traza, como ejecutadas por una mano
poco diestra o realizadas con una herramienta roma. Desde la distancia,
aquellas marcas parecían conversar sobre otros asuntos. A uno y otro lado de la
puerta, como escoltando las iconografías y respetando su buena talla, sin premeditación
ni concierto aparecían cruces de calvario de todo tipo y pelaje. Alguna,
incluso, nos recuerda un indalo prehistórico. Las unas de traza simple, como
senda ancha en tierra llana, algunas punteadas y con cierta deformidad; las
otras, con poca sustancia advirtiendo de la mucha devoción del dibujante. No
faltaba alguna más florida y delicada, como si al autor le fuera la vida en el
cincelado. Junto a ellas, testimonialmente, aparece algún símbolo de María, caso
de los monogramas ‘A’ y ‘M’ integrados entre sí. Interpretados como ‘Auspice
María’, indican que el lugar y su autor están bajo la protección de María.
Además, uno de los símbolos de María, pues son varios, está coronado por un
yugo. Representación de la sumisión a Cristo —Tomad mi yugo sobre vosotros
(Mateo 11:29) —, aunque parezca una tosca acumulación simbólica, este anagrama también nos
invita a vivir unidos por siempre a Jesucristo y sometidos a él.
En todos los casos, calvarios y marcas marianas, vienen a subrayar el
carácter sacro del recinto y a resaltar las bondades de guardarse a la vera de
sus piedras. Como si se tratara de una redundancia, la presencia de una espiga
de trigo, que en la antigüedad representaba al dios Ceres y en la doctrina
cristiana a Cristo, simboliza la abundancia de medrar a la sombra del templo.
Los calvarios más cercanos a la puerta, como los localizados en las jambas
de la casa propia, son escenario de un ritual de honda raíz cristiana: el de
persignarse a la salida del edificio buscando acaparar la protección de lo
sagrado. En el interior de la casa y del templo domina el orden, fuera está el
caos.
En un momento de penumbra, el callado interlocutor dio rienda suelta de sus
silencios. Su madre, ya difunta y de nombre Sofía, siempre fue una señora de
entrar en razones y estricta en su modo de proceder, tanto en lo más recogido
de su casa como de puertas afuera. La señora, que era fregona de oficio, tuvo
mala suerte en la vida. Casó pronto y no tardó en ser madre, pero, desengaños
del destino, perdió la criatura durante la lactancia. Apenas unos años después
enviudó, no sin antes quedar nuevamente encinta del difunto. El niño, póstumo,
llegó a un hogar triste y de fuerte control marcial, y la señora, que llevaba
la culpa del primogénito como si de una saya se tratara, de este segundo más
que madre fue bendita carcelera. Tan encorsetadas fueron las guardias
penitenciarias de la progenitora, que el niño creció ajeno al mundo exterior y
encerrado en sus anhelos. Pero, por muy estricta que sea una madre, siempre hay
una rendija de libertad por la que entra la luz y se liberan los sueños de los
infantes. Y al chiquillo, desde muy pequeño, le dio por ausentarse en pilones y
alcubillas para charlotear con ondinas, aunque aquellas fueran de cuatro patas y
membrana y no tuvieran más diálogo que un nostálgico croar.
En la fuente de las Putas o la del Membrillo, en la del Chato frente al
Castillo, en la del Reumbre y hasta en la del Lobo, no le faltó chapotear en
ninguna de las del término. Y es que, más que una buena charca, el tipo, que
repudiaba una mala compañía, disfrutaba del memorable estruendo que recitaban aquellos
bichos. Pero, cosas del azar, ya con cierta edad y recién estrenada la
adolescencia, dio con una de aquellas fuentes que al común de los mortales le
parece un lodazal y, cosas suyas, aquella fétida y oscura poza le pareció el
más bello de los ninfeos. Cierto día, cuando la mañana era un hervidero de
chivones y chamarines, dejó atrás la solana y se acercó al venero, una umbría
permanente. En un momento concreto,
cuando el chiquillo husmeaba renacuajos en el fango, cuando las piedras del pilón
brillaban relamidas por la humedad, una sombra vino a malograrle la contaduría.
Con la luz del amanecer, la tipa le pareció un espantajo, que lo era, pero
trascurrido un momento ya parloteaban con camadería. No tardó en comprender que
la cosa que le traía era una encantá, como aquella sanjuanera que se
aparece en el castillo de Eznavejor, también conocido como del Estrecho o de
las Torres de Xoray. Pero no son lo que imaginamos, sino espíritus
atrapados en la piedra. Los días discurrieron y la amistad se hizo eterna como
roca.
—Pasados los años, muchos, se edificó nuestro templo y la fuentecilla se
secó —le dice el silente a Juan—. No me preguntes cómo, pero mi amiga, la encantá,
que es el numen loci de esta, nuestra tierra, su espíritu protector,
mudó la morada y se hizo sustancia en cada una de las piedras de la iglesia.
Las marcas lapidarias, aunque no lo parezcan —me relata esperando cierta cara
de incredulidad—, no son otro asunto que cada una de sus cicatrices, que van
creciendo día con día con nuestros pecados.







No hay comentarios:
Publicar un comentario