viernes, 26 de diciembre de 2025

El viaje que Juan de Rica nunca hizo...pero quizá deseó, 3

De marcas lapidarias y otros trasuntos

Juan necesitaba ayuda para poner en orden las ideas que llevaba en su zurrón, así que, ahora sí, dio un paso delante y llamó la atención de los guardeses. Buscando charla y respuestas para sus interrogantes, dio los buenos días aludiendo a los paisanos. Aquellos, como todo hijo del barro, la lumbre y el tizón, a modo de sentencia y argumentando los mismos tenga usted, apenas emitieron un ronquido sonoro. Creyendo que tendría que mendigar la conversación, decidió adelantarse, doblar el edificio e inspeccionar su fábrica. Pero entonces, con incredulidad, vio que los anfitriones, hasta entonces durmientes y todavía ajenos a sus demandas, se transformaron en unos extraños cicerones. El uno, como trovador medieval, desmenuzó con chascarrillos sus proezas y las ajenas, pero también enumeró cada una de las cicatrices del templo. El otro, aún apocado, mantuvo la pauta anterior limitándose a asentir. La iglesia es un lugar de culto, sí, pero organiza la vida social de la comunidad y las desazones particulares, y es una puerta permanentemente abierta entre el individuo y el plano de los espíritus. La piedra, unas veces, es la firma personal que pervive en la memoria colectiva, en otras es un pergamino donde se redacta un complejo manual de arquitectura, pero la mayoría de las ocasiones es un oráculo donde se vuelcan las mayores inquietudes del individuo, tanto las espirituales como las materiales. En el cerco del templo, los parroquianos se arropan con la inefabilidad de la tradición inmemorial. Y es tanto así, que en el lienzo de sus paredes se acumulan, sin ninguna contradicción, espirales a la madre, lauburos y soles indoeuropeos, herraduras y reticulares, alquerques, dameros y calvarios. Unos y otros se suceden complementariamente y sin disrupción.

Pero el edificio, sus marcas lapidarias, más allá de caprichos estéticos son reflejo de las ambiciones de la comunidad y sirven para cimentar sus valores. En este camino con final no premeditado, hay quien desperdicia toda una vida huyendo de la muerte, cuando, si se sabe convivir con ella, podría ganarse toda una vida. Y así, apoyándose en el palique del uno y en las calladas del otro, las piedras fueron liberando las entretelas de su talla. Como si se tratara de una pizarra, cuando se exfolia en docenas de capas y dobleces, la roca comenzó a desgranar sus historias.

El uno era chaparrete, de andar con calma y poco sobresalto, de ver la vida con la mesura que le daban los años y las muchas heridas; el otro, por el contrario, era un tipo delgado, escurrido y armado de un enorme vozarrón. Caminaba, y casi vivía, eternamente anclado a una garrota machacona. Una gorra de paño, algo descolorida, y una pelliza deslucida completaban su indumentaria. De uno, de su mirada, aprendías un mundo, del otro se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo. Su voz de pregón le precedía, era su deseo no quedar ajeno a la escena que día con día dibujaba con la punta de su bastón. Con movimientos frenéticos, como si de una batuta se tratara, el bardo fue mostrando los signos labrados sobre la piedra mientras que el otro apostillaba su argumentario y se conformaba con asentir a medias. Entre las piedras de la nave sur, a cierta altura, dominaban dos tipos de marcas. Una de ellas se parecía a un reloj de arena reclinado con diferente grado de inclinación, llegando en ocasiones a alcanzar una posición totalmente horizontal; la otra, menos numerosa, recordaba las formas de un sol muy sencillo, podría tratarse de un soliforme o una estrella tartésica que, en sus diferentes interpretaciones como Isis, Astarté, Venus o María, representa la eterna regeneración. Algunos, más incrédulos y materialistas, dirían que aquello no es otra cosa que un pintajo que simboliza el lucero miguero, el que advierte a los pastores que ya llega el crepúsculo matutino. Para nuestro báculo, aquello eran simples marcas de cantero, pero el otro, dubitativo, armado como estaba con la sabiduría que da el mucho escuchar y la conversación a pie de lumbre, meneaba la cabeza en desaprobación. No las tenía todas consigo. Y Juan, agarrándose a la opinión del disconforme, llegó a imaginar cualquier dislate que lo convenciera y fantaseó mensajes ocultos en aquellas piedras.

Soliforme

Siendo verdad que podrían ser marcas de cantero, Juan, que ya tenía muchos tiros dados en este oficio, en ciertos casos, como la imagen del reloj de arena, se inclinaba a pensar que los signos eran marcas de obra, no de cantero. Junto al reloj, comparecen otros dos tipos que podrían catalogarse bajo esta consideración. Es el caso de triángulos rectángulos y escuadras, donde no se marca la hipotenusa, y alguna ‘n’ invertida. Tanto los unos como la otra están relacionadas directamente con los sillares esquineros y aparecen en número testimonial, aunque concentrándose en la cabecera de la iglesia. Por tanto, considerando el número reducido y la escasa diversidad de formas, Juan se dio por bueno que eran marcas de obra y no de cantero. Un cantero no deja sillares sin marcar, ¡quién iba a irse sin cobrar sus perras! Tanto el signo que sugiere un reloj de arena como las marcas esquineras, ya sea escuadras o ‘n’ invertidas, podrían ser indicaciones que el maestro cantero indica al operario que da asiento a los sillares. La primera sugiere la colocación de una doble cola de milano presente entre sillares colindantes, que permitiría unirlos mediante una grapa de hierro reforzada con plomo fundido. Técnica de larga tradición, pues ya era usada en la arquitectura romana, aportaba solidez a muros de cierta longitud y anchura. Por su parte, la escuadra indicaba al alarife la necesidad de colocarla como esquinera para dar mejor asiento a la hilera de sillares, mientras que la ‘n’ invertida podría señalar la obligación de atar los sillares, el inferior con el superior, mediante clavo.

Marca con forma de 'cola de milano'

Lo que nos podría parecer una marca personal del picapedrero, realmente relata las indicaciones de trabajo que el cantero trasmite al alarife para que finalmente coloque el sillar de la manera y en lugar correctos.

Marca lapidaria con forma de N invertida

El silente, digeridas las peroratas del uno y del otro, dando rienda a una imaginación que podría entenderse como desequilibrada cuando realmente era inmensamente creativa, quería creer que el soliforme, pero también el reloj, ocultan códigos secretos difícilmente desentrañables. Aunque, puestos a divagar, podrían ser símbolos prerromanos cuyo rastro se pierde en el comienzo de los tiempos. El uno parecía lo que era, la encarnación del dios solar, la mayor fuerza del universo encarnada en el hijo dios: el crismón, versión primitiva de la Iglesia. Por tanto, se trataría de un acrónimo, una ‘X’ atravesada por una ‘I’ formando de este modo el anagrama que corresponde a las iniciales de Iesus Xristos. El Alfa y Omega ausentes, representan a Cristo como principio y final de todo lo creado. Por su parte, el artilugio de relojería, más allá de fosilizar la hora en la roca, simboliza el infinito, la inmensidad de la creación divina y lo inabarcable de los tiempos.

—La eternidad, sí así debía ser, —pensó Juan en silencio sin llegar a verbalizar su opinión.

Como cuando se desvanece una llamarada, la media mañana consumió la brillante luz del día y la atmósfera se apagó bajo un plomizo manto de color ceniza. El del vozarrón, como a toque de corneta, saludó y buscó abrigo en la taberna más próxima. Juan quedó huérfano de uno de sus báculos. Enrocados, las piezas restantes decidieron rodear el templo por apreciar cualquier otro signo. Tras dar un giro, regresaron a la portada. Allí pudieron apreciar otras marcas, algo diferentes, más complejas y de peor traza, como ejecutadas por una mano poco diestra o realizadas con una herramienta roma. Desde la distancia, aquellas marcas parecían conversar sobre otros asuntos. A uno y otro lado de la puerta, como escoltando las iconografías y respetando su buena talla, sin premeditación ni concierto aparecían cruces de calvario de todo tipo y pelaje. Alguna, incluso, nos recuerda un indalo prehistórico. Las unas de traza simple, como senda ancha en tierra llana, algunas punteadas y con cierta deformidad; las otras, con poca sustancia advirtiendo de la mucha devoción del dibujante. No faltaba alguna más florida y delicada, como si al autor le fuera la vida en el cincelado. Junto a ellas, testimonialmente, aparece algún símbolo de María, caso de los monogramas ‘A’ y ‘M’ integrados entre sí. Interpretados como ‘Auspice María’, indican que el lugar y su autor están bajo la protección de María. Además, uno de los símbolos de María, pues son varios, está coronado por un yugo. Representación de la sumisión a Cristo —Tomad mi yugo sobre vosotros (Mateo 11:29) —, aunque parezca una tosca acumulación simbólica, este anagrama también nos invita a vivir unidos por siempre a Jesucristo y sometidos a él.

Marcas con 'Auspice María'

En todos los casos, calvarios y marcas marianas, vienen a subrayar el carácter sacro del recinto y a resaltar las bondades de guardarse a la vera de sus piedras. Como si se tratara de una redundancia, la presencia de una espiga de trigo, que en la antigüedad representaba al dios Ceres y en la doctrina cristiana a Cristo, simboliza la abundancia de medrar a la sombra del templo.

Marca lapidaria con forma de espiga

Los calvarios más cercanos a la puerta, como los localizados en las jambas de la casa propia, son escenario de un ritual de honda raíz cristiana: el de persignarse a la salida del edificio buscando acaparar la protección de lo sagrado. En el interior de la casa y del templo domina el orden, fuera está el caos.

Diferentes calvarios

En un momento de penumbra, el callado interlocutor dio rienda suelta de sus silencios. Su madre, ya difunta y de nombre Sofía, siempre fue una señora de entrar en razones y estricta en su modo de proceder, tanto en lo más recogido de su casa como de puertas afuera. La señora, que era fregona de oficio, tuvo mala suerte en la vida. Casó pronto y no tardó en ser madre, pero, desengaños del destino, perdió la criatura durante la lactancia. Apenas unos años después enviudó, no sin antes quedar nuevamente encinta del difunto. El niño, póstumo, llegó a un hogar triste y de fuerte control marcial, y la señora, que llevaba la culpa del primogénito como si de una saya se tratara, de este segundo más que madre fue bendita carcelera. Tan encorsetadas fueron las guardias penitenciarias de la progenitora, que el niño creció ajeno al mundo exterior y encerrado en sus anhelos. Pero, por muy estricta que sea una madre, siempre hay una rendija de libertad por la que entra la luz y se liberan los sueños de los infantes. Y al chiquillo, desde muy pequeño, le dio por ausentarse en pilones y alcubillas para charlotear con ondinas, aunque aquellas fueran de cuatro patas y membrana y no tuvieran más diálogo que un nostálgico croar.

En la fuente de las Putas o la del Membrillo, en la del Chato frente al Castillo, en la del Reumbre y hasta en la del Lobo, no le faltó chapotear en ninguna de las del término. Y es que, más que una buena charca, el tipo, que repudiaba una mala compañía, disfrutaba del memorable estruendo que recitaban aquellos bichos. Pero, cosas del azar, ya con cierta edad y recién estrenada la adolescencia, dio con una de aquellas fuentes que al común de los mortales le parece un lodazal y, cosas suyas, aquella fétida y oscura poza le pareció el más bello de los ninfeos. Cierto día, cuando la mañana era un hervidero de chivones y chamarines, dejó atrás la solana y se acercó al venero, una umbría permanente.  En un momento concreto, cuando el chiquillo husmeaba renacuajos en el fango, cuando las piedras del pilón brillaban relamidas por la humedad, una sombra vino a malograrle la contaduría. Con la luz del amanecer, la tipa le pareció un espantajo, que lo era, pero trascurrido un momento ya parloteaban con camadería. No tardó en comprender que la cosa que le traía era una encantá, como aquella sanjuanera que se aparece en el castillo de Eznavejor, también conocido como del Estrecho o de las Torres de Xoray. Pero no son lo que imaginamos, sino espíritus atrapados en la piedra. Los días discurrieron y la amistad se hizo eterna como roca.

—Pasados los años, muchos, se edificó nuestro templo y la fuentecilla se secó —le dice el silente a Juan—. No me preguntes cómo, pero mi amiga, la encantá, que es el numen loci de esta, nuestra tierra, su espíritu protector, mudó la morada y se hizo sustancia en cada una de las piedras de la iglesia. Las marcas lapidarias, aunque no lo parezcan —me relata esperando cierta cara de incredulidad—, no son otro asunto que cada una de sus cicatrices, que van creciendo día con día con nuestros pecados.

Juan, ya peregrino del atardecer, escuchó como el maderaje de las bóvedas se quejó de puro viejo. Para aquellas horas, el anochecer mal regentaba un reino de sombras y el maestro de obras recordó que había venido a tratar corderos.

Como siempre, mil gracias a mi amiga Rosa Cruz... y no sólo por las fotografías

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