lunes, 8 de diciembre de 2025

El pozo de noria

En la hondura de la vega, Patricio me invita a sentarme y amarrar inquietudes, a disfrutar de la quietud de los ruedos, un enclave fondeado en los rescoldos de la memoria del lugar. Junto al pozo, acomodados al rebufo de su agua generosa, —me dice—, hay ocasiones en las que el pueblo podría parecernos un hormiguero disparatado, una barcaza sin timón. Bullimos día con día como si la vida se nos fuera en un suspiro, —sentencia—. Imbuido por aquellas reflexiones, me asomo al negro fondo del hueco por oler la húmeda soledad de la cisterna. Inalcanzable, la oscuridad se hunde bajo sus herrajes queriendo alcanzar la profundidad del averno. Un soplo de aire frío y repentino, quizá dulce, me golpea en la cara creando sensaciones encontradas. Es posible que sea una idea cuajada en mis primeros años, un desatino sin sentido, pero desde el primer momento me atrajo asomarme a la cuadratura de la boca de estos anchos y destartalados aguaderos para oler a umbría y agua queda, para recordar la fresca quietud del hontanar que ya no es doblado por el imperio de los sondeos intensivos que día con día han vaciado el acuífero. Ahora, que sólo hay sequedad y cantos de chicharra, el pozo quiere evocar lo que fue: humedal. Cuando escudriño en sus honduras, tengo la sensación de que la vida se nos escapa en silencio, lentamente y sin apenas dejarse notar, como cuando nos abate el sueño de la primera madrugada. Una rana, que busca cobijo entre las juntas del enfundado de piedra seca, me trae a la realidad, a la charla con el parroquiano y a los calores de la media mañana, que ya aprietan. Y allí, en el bordillo del andén de la noria, sobre un bolo de cuarzo, observo la presencia de un calvario sencillo cuyo diseño podría parecer infantil.



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