lunes, 22 de diciembre de 2025

El viaje que Juan de Rica nunca hizo...pero quizá deseó, 2

La vereda[1]

Entreverado aún en sus asuntos, Juan recuerda los términos del contrato que firmó unos meses atrás con Andrés de Salamanca, vecino de Linares que oficia de cantero, como él mismo. Corría, como ahora, el año de Nuestro Señor de 1554 y, con dicho protocolo, se comprometían a levantar la torre campanario de San Mateo, en Baños de la Encina. Pueblo situado en la vertiente sur de Sierra Morena, de donde Juan era oriundo, allí tenía abierta cantera de piedra arenisca, en el lugar conocido como del Llano. La nave de dicha iglesia, que llevaba décadas en pie, seguía las pautas propias del gótico de nuestra señora Isabel, pero el campanario, de planta circular, apenas levantaba unos dos metros sobre el cimiento. Aunque tenía cierta flexibilidad para proseguir la obra, debía respetar la traza ya planificada y acordada en planos antiguos. Pero aquella disposición lo llevaba por el camino de la amargura, no le convencían las directrices impuestas. Para él, las formas arquitectónicas, e incluso las señales marcadas a cincel en la piedra, ocultaban un significado que iba más allá de lo estético o lo pragmático, encerraban un poder apotropaico que salvaguardaba, o en su caso condenaba, el discurrir cotidiano y el destino final de cualquier edificio y sus ocupantes. Calzado de ideas y desatinos, por echar cuentas de lo que ya se había edificado en la vecindad, desmenuzó una por una cada fábrica de la proximidad. En los aledaños visitó Santa María y Nuestra Señora de la Encarnación, en Linares y Bailén respectivamente; a de tiro de piedra, en la comarca de la campiña, también conoció las parroquiales de Arjona y Lopera. En todos los casos, la morfología ochavada de sus campanarios, la simbología que estas formas ocultaban, le agradaban en cuanto representaban el encuentro de lo divino y lo humano. Sabía de buena mano que estos edificios guardaban estrecha factura —al menos en la caña— con la de San Nicolás, en Córdoba, y que la presencia de torres poligonales en la arquitectura religiosa jaenera se debía, en buena medida, a la influencia que ejerció sobre ella la arquitectura militar bajomedieval. Es el caso de numerosos castillos y recintos amurallados erigidos en el reino de Jaén, como ocurre con la torre Ochavada, en Torreperogil, o con la torre albarrana de la Corredera de san Fernando, en Úbeda. Un caso similar, de estilo gótico mudéjar, lo representa la torre de Boabdil, que fue mandada construir por el maestre don Luis Guzmán en el año 1432. Juan, buscando interiorizar las ideas que acunaba, se decía que aquellas torres trasmitían una gran fortaleza, la misma que se diluía en el estirado perfil de los campanarios vecinos, más propio de las florituras platerescas que de la razón renacentista. Y no es que pretendiera darle un carácter defensivo a su obra, no, pero, según su propio criterio, en la robustez de las formas es donde tenía que verse el colectivo que ordenaría sus horas con los tañidos de los esquilones de aquel campanario. A modo metáfora, entendía que aquella robustez representaría la mayor o menor vitalidad de la comunidad que bullía a sus pies.

Iglesia de san Mateo, Baños de la Encina

En unas pocas palabras, según su propio criterio, los campanarios de aquellos templos bebían del mismo bálsamo refinado… y aquello no era de su agrado.

Aún metido en las cuentas de sus asuntos, como tenía la obligación de propiciarle condumio a los canteros que le trabajaban la piedra, por San Miguel decidió ir a cortarle el camino a los merinos trashumantes que bajaban de Serranía y, con las mismas, aviarse de corderos para abastecer las calderetas de tanto operario. Adelantándose en el trayecto, antes de que los pastores se instalaran en los extremos de invernada, quería cortar el paso a los hatos que descendían por la Mesta para evitar competidores molestos que adulteraran el precio. En principio, no tenía más intención que obtener carne con pocos dineros, pero, abusando del camino, observaría algunas de las fábricas levantadas en los pueblos de la vereda, sobre todo de aquellas situadas en la vertiente norte de Sierra Morena. Entre otras, aprovecharía el viaje para conocer la obra de Juan de Arama, del que tenía excelentes referencias pese a sus males artes en la correcta gestión de los maravedíes. En camino, surcó la vereda de los Serranos y dejó atrás el murallón de Sierra Morena para dar con sus huesos en Villamanrique, donde cogió posada. Cuando llegó al lugar, con la tarde puesta y vestida de tonos cobrizos, le encandiló el aroma a galianos, sopas cominas y ajos muleros que desprendían sus hogares, un olor que reconfortaba al viajero que, nada más asomar al llano, se le abría ancho y generoso horizonte como viento ábrego. No fue de extrañar que le ganaran por el estómago, pues en aquella parte de la Mancha no es de buen gusto guisar con aceleros y sí de andar, según toca en asuntos culinarios, echando sus tiempos y poniendo los aderezos correctos y sin falta.

Camino en Campo de Montiel. Autora: Rosa Cruz

En una primera impresión, vista desde la lejanía, creyó ver en la torre de San Andrés, pese a su mucha altura, la corpulencia que buscaba para su campanario. Con ciento siete escalones de idénticas proporciones, según supo después, su interior respondía al modelo conocido como de caracol que llaman de husillo. En cierta manera, tanto las proporciones de la iglesia como el arco abovedado de su portada sureste le recordaron el templo gótico de San Pablo, en Úbeda, aunque aquel tenía la torre campanario entallada entre el ábside y el crucero y esta manchega lo erigía a sus pies. Según se decía, la fábrica de su iglesia, la de San Andrés Apóstol, así como las de otras edificaciones vecinas, caso de la Torre de Juan Abad, Terrinches y Villahermosa, eran buena obra del maestro cantero Juan de Arama, que parecía beber de las mismas fuentes que el alcaraceño Andrés de Vandelvira. Esta, de perfil algo achaparrado, le evocaba la fortaleza que envidiaba para su obra pese a la recogida esbeltez de su campanario. Podría parecer un disparate, pero intuía que la cosa estaba en la estructura de su caña: el tramo inferior era de dos cuerpos cuadrados, con mayor tirada, mientras que el superior, recortado y de traza octogonal, remataba el conjunto con un coqueto cuerpo de campanas. ¿Quién sabe?, igual la sustancia no estaba en aquello y sí en la presencia de un enorme y ancho contrafuerte localizado en la esquina suroccidental. Como el Hércules ‘mataleones’ del interior del templo, aquella pieza parecía soportar los mayores trabajos y obtenía las mayores glorias. De Rica era terco en sus ideas y quería que su campanario rezumara simbología por todos sus costados: que finalmente fueron ocho. En su iglesia, se decía, podrían recitarse letanías, salmodias y sermones como en una liturgia repetida, pero, por encima de todo, aquella debía ser la casa de la comunidad. Todos los pobladores debían verse en el templo y, a la vera de su pórtico, debía agitarse la vida cotidiana. Su campanario, como este de San Andrés, tendría fogones o flameros que brillarían como faro sobre el océano de olivos bañusco. En fin, el campanario se alzaría como palo mayor de un galeón que surcaría los tiempos para dejar en el oleaje una estela de memoria.
Iglesia de san Pablo, Úbeda


[1] Aunque son diversas las acepciones de la palabra vereda, que van desde un camino angosto a vía pastoril utilizada por los ganados trashumantes de no menos de 25 varas (aprox. 21 metros), en el mundo de la ganadería trashumante, sobre todo en la Sierra Morena, se entiende por ‘hacer la vereda’ el proceso general, con todos sus componentes laborales, económicos y sociales, que permitía el desplazamiento de los ganados desde sus territorios de origen, en este caso provenientes de los Montes Universales, Señorío de Molina, Serranía de Cuenca, a los extremos de invernada en Sierra Morena, y viceversa.

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