La vereda[1]
Entreverado aún en sus asuntos, Juan recuerda los términos del contrato que
firmó unos meses atrás con Andrés de Salamanca, vecino de Linares que oficia de
cantero, como él mismo. Corría, como ahora, el año de Nuestro Señor de 1554 y,
con dicho protocolo, se comprometían a levantar la torre campanario de San
Mateo, en Baños de la Encina. Pueblo situado en la vertiente sur de Sierra
Morena, de donde Juan era oriundo, allí tenía abierta cantera de piedra
arenisca, en el lugar conocido como del Llano. La nave de dicha iglesia, que
llevaba décadas en pie, seguía las pautas propias del gótico de nuestra señora
Isabel, pero el campanario, de planta circular, apenas levantaba unos dos metros
sobre el cimiento. Aunque tenía cierta flexibilidad para proseguir la obra, debía
respetar la traza ya planificada y acordada en planos antiguos. Pero aquella disposición
lo llevaba por el camino de la amargura, no le convencían las directrices
impuestas. Para él, las formas arquitectónicas, e incluso las señales marcadas
a cincel en la piedra, ocultaban un significado que iba más allá de lo estético
o lo pragmático, encerraban un poder apotropaico que salvaguardaba, o en su
caso condenaba, el discurrir cotidiano y el destino final de cualquier edificio
y sus ocupantes. Calzado de ideas y desatinos, por echar cuentas de lo que ya se
había edificado en la vecindad, desmenuzó una por una cada fábrica de la
proximidad. En los aledaños visitó Santa María y Nuestra Señora de la
Encarnación, en Linares y Bailén respectivamente; a de tiro de piedra, en la
comarca de la campiña, también conoció las parroquiales de Arjona y Lopera. En
todos los casos, la morfología ochavada de sus campanarios, la simbología que estas
formas ocultaban, le agradaban en cuanto representaban el encuentro de lo
divino y lo humano. Sabía de buena mano que estos edificios guardaban estrecha factura
—al menos en la caña— con la de San Nicolás, en Córdoba, y que la presencia de torres
poligonales en la arquitectura religiosa jaenera se debía, en buena medida, a la
influencia que ejerció sobre ella la arquitectura militar bajomedieval. Es el
caso de numerosos castillos y recintos amurallados erigidos en el reino de Jaén,
como ocurre con la torre Ochavada, en Torreperogil, o con la torre albarrana de
la Corredera de san Fernando, en Úbeda. Un caso similar, de estilo gótico mudéjar,
lo representa la torre de Boabdil, que fue mandada construir por el maestre don
Luis Guzmán en el año 1432. Juan, buscando interiorizar las ideas que acunaba, se
decía que aquellas torres trasmitían una gran fortaleza, la misma que se diluía
en el estirado perfil de los campanarios vecinos, más propio de las florituras
platerescas que de la razón renacentista. Y no es que pretendiera darle un carácter
defensivo a su obra, no, pero, según su propio criterio, en la robustez de las
formas es donde tenía que verse el colectivo que ordenaría sus horas con los tañidos
de los esquilones de aquel campanario. A modo metáfora, entendía que aquella
robustez representaría la mayor o menor vitalidad de la comunidad que bullía a
sus pies.
En unas pocas palabras, según su propio criterio, los campanarios de aquellos
templos bebían del mismo bálsamo refinado… y aquello no era de su agrado.
Aún metido en las cuentas de sus asuntos, como tenía la obligación de propiciarle
condumio a los canteros que le trabajaban la piedra, por San Miguel decidió ir
a cortarle el camino a los merinos trashumantes que bajaban de Serranía y, con
las mismas, aviarse de corderos para abastecer las calderetas de tanto operario.
Adelantándose en el trayecto, antes de que los pastores se instalaran en los
extremos de invernada, quería cortar el paso a los hatos que descendían por la
Mesta para evitar competidores molestos que adulteraran el precio. En principio,
no tenía más intención que obtener carne con pocos dineros, pero, abusando del
camino, observaría algunas de las fábricas levantadas en los pueblos de la
vereda, sobre todo de aquellas situadas en la vertiente norte de Sierra Morena.
Entre otras, aprovecharía el viaje para conocer la obra de Juan de Arama, del
que tenía excelentes referencias pese a sus males artes en la correcta gestión de
los maravedíes. En camino, surcó la vereda de los Serranos y dejó atrás el
murallón de Sierra Morena para dar con sus huesos en Villamanrique, donde cogió
posada. Cuando llegó al lugar, con la tarde puesta y vestida de tonos cobrizos,
le encandiló el aroma a galianos, sopas cominas
y ajos muleros que desprendían sus hogares, un olor que reconfortaba al viajero
que, nada más asomar al llano, se le abría ancho y generoso horizonte como
viento ábrego. No fue de extrañar que le ganaran por el estómago, pues en aquella
parte de la Mancha no es de buen gusto guisar con aceleros y sí de andar,
según toca en asuntos culinarios, echando sus tiempos y poniendo los aderezos correctos
y sin falta.
[1] Aunque son diversas las acepciones
de la palabra vereda, que van desde un camino angosto a vía pastoril utilizada
por los ganados trashumantes de no menos de 25 varas (aprox. 21 metros), en el
mundo de la ganadería trashumante, sobre todo en la Sierra Morena, se entiende
por ‘hacer la vereda’ el proceso general, con todos sus componentes laborales,
económicos y sociales, que permitía el desplazamiento de los ganados desde sus
territorios de origen, en este caso provenientes de los Montes Universales,
Señorío de Molina, Serranía de Cuenca, a los extremos de invernada en Sierra
Morena, y viceversa.



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