viernes, 5 de diciembre de 2025

A vueltas con un alquerque de san Vicentejo, Burgos

Cuando te crías sin madre creces prácticamente desarmado, con la única defensa que te dicta el instinto. La soledad y la desprotección, la ausencia de abrazo, te obligan a buscar el mínimo ruido que te guíe en la profundidad del silencio y la luz que te ilumine la senda en la hondura de la noche. Y en esa coyuntura, te agarras a lo más insignificante para caminar bajo la custodia de su inexistente coracha. Algo similar le sucede a la humanidad. Cuando abandona el natural regazo de la madre tierra, derriba uno a uno los pilares que argumentaban su dependencia para romper el hilo de vida que los mantenía unidos. El alma queda desampara, en nada y con nada. Bueno, sí, con la avaricia, la ira y la soberbia, llegará a envidiar un mundo que fue y ya no será. Y es entonces que necesita agarrarse a cualquier asidero, quizá a una vanidad huera que se expresa en un rayajo mal pintado o en un simple agujero cóncavo.

Hay quien cuenta, quizá ensoñando, que estas retículas y dameros, los alquerques, trajinan con secretos encriptados, que el tablero, en lo más profundo de su entramado, representa una ciudad atlante o un castro calcolítico y laberíntico, de ahí el triple recinto del alquerque de nueve. También podría escenificar la Jerusalén celestial o el templo salomónico; o, ya puestos a desvariar, cabría la posibilidad de que fuera un reflejo onírico, un destello de luz del mundo astral. Hay quienes, con los pies en la tierra, hablan de estrategias militares encerradas en sus adentros o de fórmulas matemáticas que se pierden en la hondura de los tiempos y describen, para quien sepa interpretarlo, las maneras más seguras de edificar aquello que nadie entiende cómo aún puede seguir en pie.

Antolín, un viejo amigo trashumante, de Guadalajara para más traza, sabio de tierra, pastos y caminos, un hombre que no siendo de elevada estatura era apretado de huesos y reseco de carnes, me dice que los rayajos le recuerdan cosa de juegos pastoriles. Pese a sus muchos años, el buen señor era de pelo fuerte e hincado, hecho y rehecho a los fríos de Serranía. Pero el tipo es forofo del Real Madrid, no sé si tomarlo a cuenta en estos asuntos. Lo recuerdo de mis años chicos, de cuando arreglaba cuentas junto a mi abuela en el despacho de pan de mi padre. Ella atendía vendiendo hogazas, barras y tortas de aceite, daba charleta a las parroquianas y le deshacía la carta de recomendación a cualquier forastero que cayera por allí buscando un coscurro de pan para bocadillo. No era asunto de azar que la parada de autobús estuviera frente a la tienduca, a pie de ermita, y que por allí pasara cualquier novedad y personaje venido de nuevas. —¿Tú no eres de aquí?, —saludaba mi abuela como si, para los cuatro gatos que éramos en el pueblo, cada cual no se conociera su rabo—. Uno, callado y encaramado a una caja de plástico para llegar a la altura del mostrador, a renglón seguido les hacía y deshacía la dolorosa a la concurrencia. Cosas de los tiempos, cada cual del suyo. Mi abuela nunca pisó una escuela. Ni falta que le hacía, decía recordando las palabras de su progenitor. Lo dicho, otros tiempos. Y como por allí pasaba cualquiera, un buen día, con la recién estrenada línea de autobús de Jaén a Baños, de la Sepulvedana, llegó por allí un buen hombre, conductor para más señas, abriéndome un agujero al mundo. De charla amena y la revista ‘Viajar’ bajo el brazo, casi sin darme cuenta voló en mil pedazos mi reducido mundo y ensanchó mis horizontes. De una parte, frente al mostrador, aquel señor de poco pelo y mucho mundo, en la otra, detrás del expositor, un crío que apenas llegaba a comprender que la tierra era redonda. En una esquina del mostrador, la que daba a la cuadra de mi tío Dioni, junto con las lecciones arrumbadas del día anterior, quedaron las revistas y sus enseñanzas, como una puerta a la utopía de un chiquillo que nunca creyó que caminaría tan lejos.

En lo que estábamos. Pues allí, a pie de mostrador, mientras Antolín hacía tiempo para que llegara el autobús, la pava que se decía, echábamos un rato de parloteo. Casi siempre de fútbol. Pero, según fui tachando años, comenzaron a interesarme otras cuentas y otros cuentos, y comencé a ser consciente de no saber nada de las cosas que en verdad te aferran a la tierra. Aún hoy, me digo, ¿sabrán mis chiquillos qué cerros rompen nuestro horizonte y qué ríos nos abren cuencas y valles de a tiro de piedra? Bueno, esos son otros carriles llenos de baches. El buen hombre me contaba sus andanzas en vereda y me enseñó a discernir que no todos los pastores calzan el mismo morral. Como aquellos cinco, me decía, cuyo hato pastaba en los escarchales de la Navamorquina. Una tarde noche, en un instante, aquel recóndito rincón del mundo quedó envuelto en la más oscura soledad, asaeteado una y mil veces por una trepidante multitud de aguijones eléctricos. En el interior, creyéndose protegidos de la noche y de las inclemencias meteorológicas, una cuadrilla de pastores dejaba pasar el temporal sin más luz que los rescoldos de lo que fue contundente lumbre de leños de encina. Los unos, tres de ellos, junto al hogar e imaginando ser caporales cuando no pasaban de zagales, desafiaban la tormenta tirando de baraja y bota; y otros dos, más temerosos de Dios y de sus advertencias, dormían en el catre colocando las alpargatas y su propia vida sobre la farfolla del colchón. Estando en aquellos trajines, mientras pastoreaban con vino los unos y sesteaban con temor los otros, un rayo tuvo el alcance de partir la torruca en dos y dejar tiesos a los que, pies en tierra, se desgañitaban cantando por bastos.

            —Molino, castro o lobos, da igual como los llames, estos alquerques no son otra cosa que tableros de juego, —me insistía—, como los que puedes ver tallados en los bancos de piedra de detrás de la ermita, donde las ‘Casas Baratas’.

            —No sé, —recuerdo ahora con palabras que entonces no eran mías —. Hay otros, como los que tengo localizados en Peñalosa, chiquitillos donde los haya, o aquel otro, el que separa dos casonas en el Cueto, en el lindero de ambas y a la altura de la cámara. Y no te digo nada del que tengo visto, como rayado, sobre el mortero de cal de una torre del castillo, o de otro minúsculo que vi días atrás en la base escalonada de un crucero, en la vecina ciudad de Porcuna. No, no me cuadra, —le decía yo por quitarle razones, pero también por el último mal rato que, como martillo en yunque, me recordaba del Vicente Calderón. Ahí tienes la prueba —le insisto indicándole una fotografía de un número de la revista Viajar—, en esta iglesia de San Vicentejo. ¿No lo ves? Junto a un alquerque de doce también hay tallado un crucero: ¡¡ambos símbolos son protectores de dos culturas diferentes!! Eso sí, respetándose y sin malograr el uno al otro. En estas cosas, como en el mal de ojo, no hay que andarse con juegos, —subrayó, como pedrada dada a buen tiempo.

Mi abuela, ajena a toda aquella palabrería y creyendo que hablábamos de almas en pena, no sabiendo de números ni de matemáticas, pero sí de las razones de lo cotidiano, —me dice— fíate de los muertos, que esos nunca vienen para hacerte daño. De quien debes guardarte es de los vivos.

Sillar con alquerque de doce y calvario, iglesia de san Vicentejo. Autora: Rosa Cruz.


Tablero del juego de los lobos tallado por Lore Rodríguez.

Dedicado a mi buena amiga Rosa Cruz, para que siga disfrutando de cada nueva caminata de la mano de su hijo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario