sábado, 20 de diciembre de 2025

El viaje que Juan de Rica nunca hizo... y quizá deseó, 1

El castro[1]

Viéndolo allí plantado, en medio de la plazuela y observando la mole parroquial, aquel tipo podría parecer una pieza más de la rutina cotidiana que viste la primera mañana, pero de lejos se intuye que se trataba de un viajero, un trebejo ajeno al tablero habitual.


Iglesia de san Andrés Apóstol

El día, extraño para aquella época del año, soleado y gélido, más propio del frío invierno meseteño que del otoño que nos trae, lo arropó con polvo de escarcha y Juan, amarrado a un escaque particular de la retícula viaria, asume el silencio propio de aquellas horas. Enrocados juntos a la portada, en pie y al abrigo de cualquier episodio histórico, o quizá enmarañados en algún hecho insustancial, dos contertulios evitan sentarse en el poyete del atrio, aún a la sombra, y entretejen su vejez soleándose allí donde los hilos de luz les calientan las arrugas. Entretanto llega el ángelus, cuando echarán un vino para dar esquinazo al demonio, recuerdan las vendimias que fueron. Con paciencia y evocando lo que fue, afilan sus garnachas oxidadas (*) en el asperón de la fábrica parroquial. La faena parece venir de largo y tener buen tajo, pues la huella de aquel desgaste ocupa todo el frente sureste de la iglesia de San Andrés Apóstol, a uno y otro flanco de la portada y dejando marcas verticales en numerosos sillares. Se ven en haces de tres, cuatro, cinco… y quién sabe hasta de cuántas líneas paralelas. Cicatrizada la piedra, los trazos parecen evocar el arte más primitivo, aquellas barras y pectiniformes prehistóricos que destellaban con el primer hilo de luz del solsticio de verano. Con todo, en algunos mentideros se dice que aquello formaba parte de un ritual sefardí, de la memoria de lo que fue y durante generaciones de nuevos cristianos se fue diluyendo: el sacrificio del cordero debía hacerse con cuchillo sin mella y buena hoja, afilado en sacra saxa. Por entonces, en origen, junto a la mezuzá, después en lugar sagrado: la iglesia.


Marcas de afilado en la jamba izquierda

En una esquina del damero que conforma el atrio de la iglesia, junto a la desportillada escalinata, una anciana armada de moño y delantal de cuadros hace la guerra por su cuenta enfrascada en sus quehaceres. Al compás de una lucha repetitiva, agita un soplillo mientras forcejea por prender un brasero de picón de jara.

Aquel día, como los que le precedieron, el bullicio del amanecer se diluyó con la misma volatilidad que el tufo de la primera fermentación para dar paso a unas horas de calma. El canto del gallo ya quedó en la memoria de los que madrugaron y el pregonero, ajeno a cualquier encomienda concreta, inauguró taberna y paloma. Ese trajín inicial, la calma que después heredó el día, no era cosa extraña en aquella situación, era lo propio del primer otoño. Era tiempo de sementera y vendimia, pero también de trashumancia.

A intervalos que parecen una eternidad, ocupando coyunturalmente una casilla de un juego que les era ajeno, unas ancianas entrecruzan conversación y se dan cuentas de cómo les viene el día, de los contratiempos que trae la vendimia, del tiempo y la familia. La una, de perfil tranquilo y previsora, discurre lo corto que viene el frío temiendo que la matanza se quede sin san Martín y que el mosto no cuaje por san Andrés. La otra, que es de hablar poco pero un rabo ardiendo en los asuntos de su oficio, el de conjurar y predecir mediante el uso de habas, anda a sus cosas, escucha y no suelta palabra. Se limita a cuchichear y aventurar amoríos y nacimientos. Las señoras, que rompen la monotonía de la plaza, con cada paso desatan olores a hogaza y siembran la calle con un reguero aromático, un poso de una tierra que también es generosa en grano y aceite. Con las primeras horas, la calle sestea y el sarmiento de la última cosecha, que ya arde en los hogares, invita a disfrutar de la mañana detenida.


Parroquia de san Andrés, portada principal

Los repiques de campana, entallados en su huso horario, vienen a desbaratar la placidez del plató y rompen las cavilaciones que rondan por la cabeza del viajero. En un instante, Juan, como trebejo buen conocedor de su estrategia, muda de posición y se adelanta unos pasos a medir conversación con los ancianos, que siguen soleándose en el atrio como dos peones envueltos en la más sencilla quietud. Las fichas, hasta ahora confinadas en una defensa impenetrable, parecen mirar con despecho a los caminos y sus caminantes. Juan, que viene de lejos, experimenta la sensación propia del forastero que incómoda y rompe la monotonía. La plaza, silenciosa y ajena, como sus escaques, duerme plácidamente detenida en la memoria y el tiempo.

Todas las piezas están sobre el tablero, comienza el ‘baile de los nueve hombres’.

(*) Se trata de un artificio literario ya que las garnacha, por su forma peculiar, no podría afilarse con la parte interior de un sillar.
(**) Las fotografías, como el germen que ha dado lugar a estos textos, son de mi amiga Rosa Cruz, incansable en su tarea de conocer y poner en su justo lugar su tierra adoptiva: el Campo de Montiel (blog).

[1] Juego de origen inmemorial citado en el Libro del axedrez, dados e tablas de Alfonso X, su génesis se localiza en el Mediterráneo Oriental durante el esplendor babilónico, aunque otros autores la llevan hasta el Neolítico. Su tablero, conocido como alquerque de IX, según unos, representa una ciudad atlante o un poblado calcolítico, pero, visto en tres dimensiones, podría ser un zigurat. Conocido como castro, el juego también recibe otros nombres, caso de nueve en raya, molino o, en ámbitos anglosajones, baile de los nueve hombres.

No hay comentarios:

Publicar un comentario