El castro[1]
Viéndolo allí plantado, en medio de la plazuela y observando la mole
parroquial, aquel tipo podría parecer una pieza más de la rutina cotidiana que
viste la primera mañana, pero de lejos se intuye que se trataba de un viajero, un
trebejo ajeno al tablero habitual.
El día, extraño para aquella época del año, soleado y gélido, más propio
del frío invierno meseteño que del otoño que nos trae, lo arropó con polvo de
escarcha y Juan, amarrado a un escaque particular de la retícula viaria, asume el
silencio propio de aquellas horas. Enrocados juntos a la portada, en pie y al
abrigo de cualquier episodio histórico, o quizá enmarañados en algún hecho
insustancial, dos contertulios evitan sentarse en el poyete del atrio, aún a la
sombra, y entretejen su vejez soleándose allí donde los hilos de luz les calientan
las arrugas. Entretanto llega el ángelus, cuando echarán un vino para dar
esquinazo al demonio, recuerdan las vendimias que fueron. Con paciencia y
evocando lo que fue, afilan sus garnachas oxidadas (*) en el asperón de la fábrica
parroquial. La faena parece venir de largo y tener buen tajo, pues la huella de
aquel desgaste ocupa todo el frente sureste de la iglesia de San Andrés Apóstol,
a uno y otro flanco de la portada y dejando marcas verticales en numerosos sillares.
Se ven en haces de tres, cuatro, cinco… y quién sabe hasta de cuántas líneas
paralelas. Cicatrizada la piedra, los trazos parecen evocar el arte más
primitivo, aquellas barras y pectiniformes prehistóricos que destellaban con el
primer hilo de luz del solsticio de verano. Con todo, en algunos mentideros se
dice que aquello formaba parte de un ritual sefardí, de la memoria de lo que
fue y durante generaciones de nuevos cristianos se fue diluyendo: el sacrificio
del cordero debía hacerse con cuchillo sin mella y buena hoja, afilado en sacra
saxa. Por entonces, en origen, junto a la mezuzá, después en lugar sagrado:
la iglesia.
En una esquina del damero que conforma el atrio de la iglesia, junto a la desportillada
escalinata, una anciana armada de moño y delantal de cuadros hace la guerra por
su cuenta enfrascada en sus quehaceres. Al compás de una lucha repetitiva, agita
un soplillo mientras forcejea por prender un brasero de picón de jara.
Aquel día, como los que le precedieron, el bullicio del amanecer se diluyó
con la misma volatilidad que el tufo de la primera fermentación para dar paso a
unas horas de calma. El canto del gallo ya quedó en la memoria de los que madrugaron
y el pregonero, ajeno a cualquier encomienda concreta, inauguró taberna y
paloma. Ese trajín inicial, la calma que después heredó el día, no era cosa
extraña en aquella situación, era lo propio del primer otoño. Era tiempo de
sementera y vendimia, pero también de trashumancia.
A intervalos que parecen una eternidad, ocupando coyunturalmente una
casilla de un juego que les era ajeno, unas ancianas entrecruzan conversación y
se dan cuentas de cómo les viene el día, de los contratiempos que trae la
vendimia, del tiempo y la familia. La una, de perfil tranquilo y previsora, discurre
lo corto que viene el frío temiendo que la matanza se quede sin san Martín y
que el mosto no cuaje por san Andrés. La otra, que es de hablar poco pero un
rabo ardiendo en los asuntos de su oficio, el de conjurar y predecir mediante
el uso de habas, anda a sus cosas, escucha y no suelta palabra. Se limita a cuchichear
y aventurar amoríos y nacimientos. Las señoras, que rompen la monotonía de la plaza,
con cada paso desatan olores a hogaza y siembran la calle con un reguero aromático,
un poso de una tierra que también es generosa en grano y aceite. Con las
primeras horas, la calle sestea y el sarmiento de la última cosecha, que ya arde
en los hogares, invita a disfrutar de la mañana detenida.
Los repiques de campana, entallados en su huso horario, vienen a desbaratar
la placidez del plató y rompen las cavilaciones que rondan por la cabeza del
viajero. En un instante, Juan, como trebejo buen conocedor de su estrategia, muda
de posición y se adelanta unos pasos a medir conversación con los ancianos, que
siguen soleándose en el atrio como dos peones envueltos en la más sencilla quietud.
Las fichas, hasta ahora confinadas en una defensa impenetrable, parecen mirar
con despecho a los caminos y sus caminantes. Juan, que viene de lejos, experimenta
la sensación propia del forastero que incómoda y rompe la monotonía. La plaza, silenciosa
y ajena, como sus escaques, duerme plácidamente detenida en la memoria y el
tiempo.
[1] Juego de origen inmemorial citado
en el Libro del axedrez, dados e tablas de Alfonso X, su génesis se
localiza en el Mediterráneo Oriental durante el esplendor babilónico, aunque
otros autores la llevan hasta el Neolítico. Su tablero, conocido como alquerque
de IX, según unos, representa una ciudad atlante o un poblado calcolítico,
pero, visto en tres dimensiones, podría ser un zigurat. Conocido como castro,
el juego también recibe otros nombres, caso de nueve en raya, molino o, en
ámbitos anglosajones, baile de los nueve hombres.



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