Erróneamente, el viajero podría
caer en la tentación de los tópicos y concebir Andalucía sólo en su faceta más
folclórica, entendiendo que esta tierra
tan sólo dispone de encantadores pueblitos blancos. Y siendo en parte así,
basta con darse un paseo visual por Andalucía para percibir que cualquier
rincón de su ancha geografía hunde sus raíces en la memoria del tiempo y está arropado
por el mágico hechizo de la historia. La riqueza monumental, artística y
cultural que salpica los cuatro puntos cardinales de este territorio ha
gestado un legado universal de tal magnitud y admiración que, de no
haberse concebido, la ‘Cultura Occidental’, aún más, el mundo como hoy se
conoce no serían los mismos. Por todo ello y no sin razones, la Organización
de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) ha
reconocido a cinco andaluzas, a sus conjuntos históricos o a diferentes
monumentos a título individual, como Patrimonio Mundial.
Metafóricamente, habrá a quien
las ciudades
‘Patrimonio de la Humanidad’ les puede parecer un magnífico, pero
polvoriento libro con cubierta de cuero repujado y letras grabadas en oro,
un incunable situado adrede en el anaquel de mayor visibilidad de una
estantería y sin ninguna otra finalidad que dar mayor mérito a la librería de turno.
Pero
no, no ocurre así con las ciudades andaluzas ‘Patrimonio Mundial’. Por
el contrario, son un legado universal en constante ebullición
creativa. Sirvan como muestra el Festival de Internacional de Jóvenes
Intérpretes de Baeza, el Festival de la Guitarra de Córdoba, el Festival
Internacional de Música y Danza de Granada, la Bienal de Flamenco de Sevilla o
el Festival Internacional de Música y Danza Ciudad de Úbeda…, en fin, un
catálogo interminable de creaciones culturales que se cuecen en la tahona de
nuestras ‘Ciudades Patrimonio Mundial’.
En Andalucía te espera el libro con las historias mejor contadas,
abierto por el capítulo que te apetezca. Disfrutarás intensamente de su
lectura, entrarás en un diálogo apasionante y podrás redactar tus propias
experiencias y emociones de tu misma pluma. ¡No te pierdas los próximos
capítulos!
BAEZA, la Ciudad del dorado silencio
Aunque
sus raíces se remontan a la Prehistoria, cuando, sobre un promontorio natural,
el llamado ‘Cerro del Alcázar’, se erigió la primera ‘Ciudad del Bronce’,
íberos, romanos y andalusíes poblaron el amurallado altozano que hoy se eleva
dominando un despliegue interminable de olivos, un ordenado ejercito de
hoplitas que plácidamente desciende hasta la ribera del Guadalquivir.
Pero, será tras la Conquista y con la primera Edad Moderna cuando las ideas
italianas del Renacimiento calen en todos y cada uno de sus hilos urbanos
provocando, de esta manera, que la población alcance sus más singulares
expresiones constructivas y la ciudad se convierta en uno de los
principales centros culturales, eclesiásticos y educativos de los
reinos del sur peninsular. Entre la Plaza de Santa María, núcleo de la mágica y
‘detenida en el tiempo’ ciudad medieval, y el Paseo de la Constitución se
derrama un magnífico reguero monumental reconocido por la Unesco como
Patrimonio Mundial, digna representación de la grandeza baezana: como
su Catedral,
antigua mezquita mayor, o el Seminario de San Felipe Neri, el Palacio
de Jabalquinto, y la Vieja Universidad, ambos en la
aledaña plaza de Santa Cruz, las Antiguas Carnicerías, el Balcón del Concejo o
las ruinas del Convento de San Francisco.
Al
pasear por sus calles, el silencio y los aromas del primer aceite
pueden hacernos creer que Baeza es un hoy una urbe pequeña y laboriosa, cuando
en realidad es un pueblo de una cultura inabarcable. En la dorada luz que desprenden
sus edificios anidan las musas que inspiraron a insignes personajes,
como Machado,
San
Juan de la Cruz o Argote de Molina, entre muchos otros. En toda la
ciudad está presente aquel pensamiento humanista, la impronta de ilustres
celebridades que dejaron de una manera u otra, entre sus centenarias piedras, su
huella y su recuerdo.
CÓRDOBA, la Ciudad vivida
Arropada
por las colinas de Sierra Morena, Córdoba, ciudad sabia y estoica como
pocas, mece sus anhelos y sueños en comunión con el Guadalquivir. La
población se encuentra en una estratégica encrucijada, a medio camino entre
sierra, valle y campiña, motivo más que suficiente para justificar sus hondas
raíces históricas, su extraordinaria amalgama cultural y
que se haya alzado en numerosas ocasiones como ciudad capital, tratando
de iguales a urbes como Roma, Constantinopla, Damasco o Bagdad. Todo ese
maravilloso poso histórico ha dejado un legado excepcional que gira en torno
a su singular
Mezquita, el monumento islámico más importante de
Occidente, y al bello y laberíntico entramado de callejas de la Judería,
pero se extiende sin parangón por todo lo ancho de su geografía urbana. Así lo
pone de manifiesto un enorme elenco de monumentos levantados por todas las
civilizaciones que han forjado la ciudad: el puente y templo romanos,
puertas y murallas omeyas, el Alcázar de los Reyes Cristianos, el Palacio de
Viana, su Sinagoga, la Posada del Potro, el Convento de la Merced o el conjunto
fluvial formado por la Torre de la Calahorra, los Sotos de la Albolafia y sus molinos. La mayor parte
de este patrimonio ha sido reconocido por la UNESCO como Patrimonio
Mundial y, con posterioridad, se le han sumado otros bienes como la Fiesta
de los Patios, Patrimonio Cultural Inmaterial, y la Ciudad
Califal de Medina Azahara. De tal manera, Córdoba es la ciudad europea con
más Inscripciones UNESCO y es la segunda a nivel mundial, sólo superada
por Beijing.
Pero
su conjunto
histórico, el segundo más grande de Europa, es
ante todo una ‘ciudad vivida’, el hogar de gentes sencillas y de instituciones
comprometidas con su vida cultural. Córdoba oculta su alma en lo más
recóndito de su laberinto urbano, en el silencio de sus callejas y patios,
para quién alcance a escucharla. Porque, como diría el poeta, ‘Una vez
más, uno comprende que en esta tierra se le hayan quedado enredados para
siempre el corazón y la memoria’.
GRANADA, la Ciudad brillante
Con
seguridad, el laberíntico barrio de casonas encaladas y callejas empedradas
que da forma al Albaicín, embrión que fue de la primera ciudad de Granada, es
el conjunto
monumental más colosal jamás levantado a la arquitectura efímera y sencilla,
a la que mágicamente fluye y muda de continuo como lo hace el agua de los veneros que
discurre por las entrañas del barrio y emerge y encandila en aljibes, huertos y
‘cármenes’. A levante y por frente suya, sobre el cerro y viejo arrabal
sefardí de la Sabika, quedando por
medio el río Darro y el nostálgico Paseo de los Tristes, que no los separa,
sino que los une mediante un hilván de agua y bosque indisoluble, se eleva a
los cielos de Sierra Nevada el Conjunto Palaciego de la Alhambra y los
Jardines del Generalife, posiblemente la ciudadela más bella construida
bajo los dictados del Islam. Con seguridad, los estucos de sus paredes están en
la cumbre del arte decorativo andalusí y la mimada complicidad de jardines y
arquitectura refleja la magnífica suntuosidad de una época que nos envuelve
bajo una atmósfera que embruja. Por tratarse de creaciones artísticas
únicas, singulares, y por ser una muestra excepcional de las residencias
palaciegas de los reyes nazaríes de la época, el conjunto formado por
la Alhambra,
el Generalife y el Albaicín está declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO.
Callejear
por el barrio del Albaicín, saber de sus orígenes
íberos y romanos o identificar la complejidad edificatoria de su muralla zirí,
germen de la ‘Garnata’ andalusí, son
etapas necesarias para, obligatoriamente, asomarse al Mirador de San Nicolás.
Desde allí, podrás reconocer la solidez de la fortaleza de la Alhambra y la delicadeza
de sus jardines, ensoñar con su fastuosa vida cortesana, rememorar las leyendas
que la arropan y contemplar la más bella puesta de sol que uno pueda
imaginar con la ‘Ciudad brillante’ como testigo de excepción.
SEVILLA, la Ciudad-puerto de Indias
Desde
sus más hondas raíces, la ciudad de Sevilla ha sido lugar de encuentro y fusión:
allí tierra y agua son una, el río que emana de la Bética más profunda se
hermana con la ‘Mar Oceána’ y gentes
de las dos márgenes del Mediterráneo forjaron el mayor crisol de culturas hasta
hoy conocido; en fin, fue el buen puerto en el que pueblos de todo el
orbe amarraban sus sueños para volcar sus anhelos hacia el horizonte marino.
En tiempos, la ciudad fue timón de gobierno del mundo entonces conocido. La
agitación mercantil de su dársena impuso su frenético ritmo a todo el Occidente
Europeo y en su muelle fondearon mercaderes y navegantes de todos los rincones
del orbe. Entonces, fue puente de mando de ideas expresadas en cualquier lengua, en lonja
donde maridarían aromas y sabores de todas las latitudes del planisferio.
Y fruto de aquello gesta, el conjunto formado por la Catedral, el Alcázar y el Archivo de Indias de Sevilla ha sido
reconocido como Patrimonio Mundial por la UNESCO. La Catedral, el templo gótico más grande Europa, alberga la Giralda y
el Patio de los Naranjos como reminiscencias almohades, mientras que el Real Alcázar, uno de los
palacios en uso más antiguo del mundo, se dibuja como mágico
testimonio de la convivencia cultural entre
Occidente y Oriente. Así nos lo certifica el arte mudéjar que lo inspira,
fenómeno singular sólo existente en España. Además, en la antigua lonja,
convertida en Archivo de Indias, se
conservan fondos documentales de valor inestimable procedentes de los
virreinatos españoles en las Indias, tanto Occidentales como Orientales.
Aunque
hoy sigue siendo una urbe moderna, inquieta, creativa…, a Sevilla hay que pasearla con
parsimonia, casi en silencio, pues es una ciudad de atmósfera
acogedora, poética, que cautiva y envuelve al viajero bajo una mantilla de
magia, aromas, belleza y sentimiento. Es de obligación conocer la grandeza
interior de sus monumentos, pero en Sevilla,
ante todo, se disfruta de la calle como
en ningún otro lugar.
ÚBEDA, la Ciudad armoniosa
Como sucede con su
vecina Baeza, la ciudad de Úbeda hunde sus raíces en la memoria de los
tiempos. Su espléndido aspecto urbano es fruto de los avatares de
siglos de frontera con el Reino de Granada, de su protagonismo en la ‘aventura’
americana y de la posterior pujanza económica (agroganadera, alfarera y textil)
de una próspera clase nobiliaria encabezada por Francisco de Cobos, secretario
del emperador Carlos I. Cuando el viajero pasea bajo el luminoso
cielo de la ciudad, arropado por el silencio, queda asombrado por la
innumerable cantidad de palacios que atesora, símbolo del poder de unos
linajes que no dudaron en contar con los más afamados arquitectos de la Europa
del Renacimiento para la construcción de unas residencias (Andrés
de Vandelvira) al gusto de las nuevas tendencias de la Italia del siglo
XVI. Al sur de la ciudad, donde se levanta la Colegiata de Santa María de los
Reales Alcázares, se despliega la Plaza Vázquez de Molina, una de las más
bellas de España. En ella se dan cita algunos de los monumentos más
relevantes, como la Sacra Capilla de El Salvador o los Palacios del
Deán Ortega y Juan Vázquez de Molina. Pero, según se penetra en la
trama histórica de la ciudad, el número de edificaciones sobresalientes se
irá haciendo interminable: Hospital de Santiago, Iglesia de San Pablo,
Monasterio de Santa Clara, Iglesia de San Lorenzo, Palacio Vela de los Cobo o
la Casa de las Torres. Todo ello motivo más que suficiente para el
reconocimiento de la ciudad de Úbeda como Patrimonio Mundial.
Pero, con ser la arquitectura
renacentista el rasgo más sobresaliente de su urbanismo, en la
integración con otros estilos arquitectónicos y con un entorno
paisajístico de agua, huertas y olivos radica la prodigiosa fisonomía de Úbeda,
en donde cada calle, cada plaza y cada barrio son como células en completa
armonía. La sorpresa está presente al doblar cualquier esquina, en el
primer recoveco amurallado, donde, inesperadamente, emerge una sinagoga
olvidada durante siglos, un centenario taller artesano erigido sobre la
sabiduría de generaciones, la evocación de una leyenda o la mágica sencillez de
una fachada popular. Siendo Úbeda una ciudad ecuménica, abierta
al mundo, en lo más escondido de su laberíntico callejero sigue oliendo a
chimenea, puchero y hogaza recién horneada.