sábado, 1 de julio de 2017

Sobre los serranos

A la espalda del humilladero se elevaba un murete con tres hilás de piedra y remate redondeado, de sillares perfectamente labrados, que abierto de tramo en tramo a modo de acceso cercaba en redondo todo el conjunto de la ermita. En su interior y a modo de sacro preámbulo, un magnífico empedrado hacías las veces de lonja o pórtico del santuario, lugar destinado a diversas ceremonias, procesiones y romerías relacionadas con el Cristo aunque, como justa extensión de lo que era y daba de sí el entorno, acababa una y otra vez como corral de bestias y de cuando en cuando como apeadero de serranos. Y así era, siendo aquellos pastores, serranos trashumantes (de la Serranía de Cuenca y el Señorío de Molina), gente bronca y de poco gastar en lo que no fuera más que necesario, de cuando en cuando se veían en la obligación de pergeñarse pan, aceite, algo de vino, patatas o cualquier otro avituallamiento, y con ese motivo aunque sin mucha querencia, se acercaban al pueblo, más por el ayuno de vino y por saber del mundo que por socializar. Y por ahorrarse unos reales en cuestión de fonda, alargaban los chatos de la noche hasta donde les daban de sí o les dejaban, y hasta sus alcances intentaban unirlos con el vasillo de aguardiente, que algunos apodaban como alcarreño, y la sobá de aceite que, casi con la amanecida y en el horno, se abrochaban entre pecho y espalda. Escasas eran las veces que enlazaban lo uno con lo otro en noches tan largas y duras como las de aquellos inviernos, y se veían abocados a encontrar soluciones de urgencia. Así que, amagando de devotos y si encontraban la ermita abierta a horas tan imprudentes, intentaban dormir en suelo sagrado y de balde, a cubierto de cualquier inclemencia y esperando las primeras luces.


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