Durante la noche del dos de febrero tiene lugar en Baños de la Encina (Jaén) la festividad de La Candelaria. Cuando comienza a anochecer, cada barrio, va prendiendo fuego a lo que será el corazón de una gigantesca lumbre o candela, que en su día no era otra cosa que un buen haz seco de cantueso o “tomillo”, según jerga bañusca, que se segaba en el Camino de la Cayetana, junto a la Cueva del Grajo, poco después de los Santos. Cuando empezaba a arder, rápidamente, se le iba añadiendo una gran cantidad de la leña que los chiquillos del barrio habíamos ido “cosechando” durante los últimos tres meses: ramón seco de las olivas, ramas de pino, muebles viejos, …, toda la leña posible para conseguir que nuestra lumbre fuera la mayor del pueblo.
Cuando llega esa noche, si fuéramos espectadores situados en la Campiñuela, veríamos como todo el pueblo se va moteando de grandes luces en movimiento, humo que apenas se aprecia y pavesas balanceadas por el viento, muchas pavesas que simulan pequeñísimas almas que se escapan hacia el cielo. Ese instante, esa postal, era la suma de muchos días acarreando leña cuando ya se escapaba la luz de la tarde (entonces se salía de la escuela a las cinco de la tarde y, al menos, había que llegar antes a la casa a decir ya “he llegao”, y a la calle), mucho juego a la sombra nocturna del Cotanillo, alguna pelea a pedradas entre barrios por robar un poco de leña y, de cuando en cuando, una candelaria consumida antes de tiempo.
Aunque casi todas mis candelarias fueron en el Corralón, hice algunos atisbos de traición. En una ocasión, en un enfado, me fui con la gente de Santa María, con mis amigos Miguel y José Adolfo, aunque finalmente acabe de nuevo en el Corralón; en una segunda, de nuevo por enfados de chiquillos, acabé haciéndola con mi primo Dioni, frente a la ermita. Aquella candelaria se remató con un muñeco de trapos y paja, algo inusual.
Pese a todo, mi candelaria fue siempre la del Corralón. Aunque, que cosas, la primera en la que yo acarreé leña, fue en la Era de Lechuga, podría tener ocho o nueve años. Fue reducida de leña y de gente, pues sólo estábamos cuatro personas para recoger leña y, pocos más, cuando la encendimos, sin embargo, la recuerdo con cierta nostalgia. En realidad era la lumbre de la calle La Cruz y la Carretera. Recuerdo que yo era el más chico, también estaban Miguel el toli, Nacho, que por entonces vivía, o había dejado hacía poco, en la “Casa de don Paco”, y un tercer chiquillo que lo tengo menos fijado en la memoria, pero creo recordar que era Pedro Vicente, el hijo de Vicente. Aquella candelaria fue la más madrugadora de las que participé, todos éramos muy pequeños y no podíamos llegar tarde a nuestras casas.
Cuando me fui a Santa María coincidió con el año que Purita vendió parte de las cuadras y el corral a Viola para que construyera poco después la Discoteca Jamaica. Ya en bando contrario, nos llevamos todos los haces de ramón seco que había en las cuadras, cuyo hojín había alimentado algunos años atrás a un buen hato de cabras. En esta candelaria había gente de Santa María, pero también de la Plaza y de la Cestería, mi calle actual. Pese a que nos quedábamos hasta tarde, una noche, estando ocultos bajo parte de la leña, mis vecinos del Corralón consiguieron prender la leña seca de ramón y, la mayor candelaria de “la historia” gracias a la donación de Purita, quedó en cenizas en vísperas de los primeros días de febrero, ¡casi ardimos dentro! Finalmente, perdonada mi traición, volví con mi gente del Corralón.
Ocurrió ese mismo año, domingo tarde dos días antes de la candelaria, jugando a “hacer el indio”, nunca mejor dicho, alrededor de la leña ya dispuesta en su sitio de quema (pocos días antes de prenderla subíamos todo el monte desde el hueco del Cotanillo a lo alto del Corralón). Fui a pisar en unas tablas que estaban a un lado del montón con tan mala fortuna que una punta me atravesó el pie de abajo a arriba, en décimas de segundo todo el zapato era un cazo de sangre. Mi padre no estaba y tuvo que ser mi tío Jeromo quién me llevará a Guarromán, donde el practicante, que lo fines de semana era compartido por los dos pueblos, realizó las curas pertinentes. ¡Recibí mi primera inyección del tétano! Se acabo la candelaria por ese año.
Durante unos meses cambiábamos nuestro escenario de juegos desde el “Corral de Juan Manuel”, “el de las vacas“, casi nuestra casa, por el hueco del Cotanillo, donde íbamos acumulando leña y más leña. Saltábamos sobre ella desde el filo del Corralón, por lo que se compactaba y compactaba de tal manera, que luego no había quien pudiera separar los haces. Casi todo nuestro acopio de madera lo hacíamos de las cabras de Daniel, que las tenía donde ahora vive su hija Carmencita. A las cinco y cinco, ¡no nos daba casi tiempo a salir de la escuela!, cuando ya estábamos esperando a Daniel en la calle Trinidad a que llegar con la carga de ramón del día. Le ayudábamos a sustituir los haces y a cambio nos daba los montones de ramón ya sin hojas. Poca más leña recogíamos, nos acostumbramos pronto a lo bueno, demasiado vagos.
Tan sólo nos quemaron la candelaria una vez, creímos que la gente de la “calle las Chozas” o los del barrio de mi abuela Manuela, los del Mazacote; pero nada supimos. Mira que lo intuimos, de hecho aquella tarde hicimos la robona en la escuela para quemar nosotros la del Santo Cristo y vigilar la nuestra. Pero, cambiamos de opinión y acabamos aquella tarde en casa de caracol, en la carretera. A la vuelta nos encontramos un espectáculo penoso: todo ardiendo sin solución pese a que Rosario, la de Doro, intentó la mujer darnos cubos de agua por su azotea. De nada sirvió, hasta la mañana siguiente se fue elevando un sinuoso hilo de humo sobre el Corralón.
Sin embargo, nosotros si quemamos varias, que recuerde, al menos tres. Una de ellas, por insólita, me quedó bien en la memoria. En una de nuestras primeras andadas por la “casa de Joaquinito”, hallamos una especie de tubos de cristal. Después supe que eran probetas para hacer los análisis de rendimiento de la aceituna. Nos pertrechamos bien con los tubos, que previamente habíamos llenado con gasolina de la moto del padre de Juanatos, el Quijás, además cada uno portaba un arco de adelfa con flechas de gamonito y la punta de un “platico” doblado. Ni cortos ni perezosos, desde lejos, en un alarde aventurero, disparamos las flechas a la candelaria de la Calle de la Cruz, estaba situado frente a la casa de mi buen amigo Juan Ramón. Poco después, ya de noche, como que uno pasaba por allí, Juanatos prendió la leña (más porque estaba muy seca que por la gasolina) y la candelaria se fue en un suspiro.
En las otras dos ocasiones, fui yo el encargado de quemar las candelarias. Tenía una ventaja y es que, mientras todos dormían, yo subía a “poner el pan” al despacho que mi padre tenía en la casa de mi tía Rafaela. Los sábados, día de pan doble, el primer viaje se daba en torno a las dos y media de la madrugada. Mi primo José María me subía en el coche, dejaba los cajones y, mientras yo colocaba el pan, él le daba una vuelta a sus pájaros, …, sus cosas. En esas, en dos años distintos, queme dos candelarias que nos la habían jugado, robaron parte de nuestra leña.
Aún con la lumbre fuerte, empezaban los bailes de corro en torno a la lumbre, la “echá” de cántaros y otros útiles cerámicos viejos y con alguna rotura, a quien se le rompía tendría un mal año. Cuando ya la candela comenzaba a estabilizarse, los mayores sacaban unas pocas viandas de la última matanza que iban preparando en las ardientes ascuas. Como compaña, un buen vino en bota que veíamos pasar sin catarlo.
Cuando la leña empezaba a amortiguar su calor, los más jóvenes iniciaban el baile de la “Flor del romero” que iba uniendo, en los últimos sones de la noche, a la gente de todos los barrios del pueblo.
La verdad es que en toda esta fiesta final apenas participábamos, éramos meros espectadores. Nuestra diversión no era cuando la candelaria ardía, sino los casi tres meses de preparación que iban desde acabados los Santos hasta la tarde del día 2 de febrero. Éramos felices con sólo “andar el camino”.
Cuando llega esa noche, si fuéramos espectadores situados en la Campiñuela, veríamos como todo el pueblo se va moteando de grandes luces en movimiento, humo que apenas se aprecia y pavesas balanceadas por el viento, muchas pavesas que simulan pequeñísimas almas que se escapan hacia el cielo. Ese instante, esa postal, era la suma de muchos días acarreando leña cuando ya se escapaba la luz de la tarde (entonces se salía de la escuela a las cinco de la tarde y, al menos, había que llegar antes a la casa a decir ya “he llegao”, y a la calle), mucho juego a la sombra nocturna del Cotanillo, alguna pelea a pedradas entre barrios por robar un poco de leña y, de cuando en cuando, una candelaria consumida antes de tiempo.
Aunque casi todas mis candelarias fueron en el Corralón, hice algunos atisbos de traición. En una ocasión, en un enfado, me fui con la gente de Santa María, con mis amigos Miguel y José Adolfo, aunque finalmente acabe de nuevo en el Corralón; en una segunda, de nuevo por enfados de chiquillos, acabé haciéndola con mi primo Dioni, frente a la ermita. Aquella candelaria se remató con un muñeco de trapos y paja, algo inusual.
Pese a todo, mi candelaria fue siempre la del Corralón. Aunque, que cosas, la primera en la que yo acarreé leña, fue en la Era de Lechuga, podría tener ocho o nueve años. Fue reducida de leña y de gente, pues sólo estábamos cuatro personas para recoger leña y, pocos más, cuando la encendimos, sin embargo, la recuerdo con cierta nostalgia. En realidad era la lumbre de la calle La Cruz y la Carretera. Recuerdo que yo era el más chico, también estaban Miguel el toli, Nacho, que por entonces vivía, o había dejado hacía poco, en la “Casa de don Paco”, y un tercer chiquillo que lo tengo menos fijado en la memoria, pero creo recordar que era Pedro Vicente, el hijo de Vicente. Aquella candelaria fue la más madrugadora de las que participé, todos éramos muy pequeños y no podíamos llegar tarde a nuestras casas.
Cuando me fui a Santa María coincidió con el año que Purita vendió parte de las cuadras y el corral a Viola para que construyera poco después la Discoteca Jamaica. Ya en bando contrario, nos llevamos todos los haces de ramón seco que había en las cuadras, cuyo hojín había alimentado algunos años atrás a un buen hato de cabras. En esta candelaria había gente de Santa María, pero también de la Plaza y de la Cestería, mi calle actual. Pese a que nos quedábamos hasta tarde, una noche, estando ocultos bajo parte de la leña, mis vecinos del Corralón consiguieron prender la leña seca de ramón y, la mayor candelaria de “la historia” gracias a la donación de Purita, quedó en cenizas en vísperas de los primeros días de febrero, ¡casi ardimos dentro! Finalmente, perdonada mi traición, volví con mi gente del Corralón.
Ocurrió ese mismo año, domingo tarde dos días antes de la candelaria, jugando a “hacer el indio”, nunca mejor dicho, alrededor de la leña ya dispuesta en su sitio de quema (pocos días antes de prenderla subíamos todo el monte desde el hueco del Cotanillo a lo alto del Corralón). Fui a pisar en unas tablas que estaban a un lado del montón con tan mala fortuna que una punta me atravesó el pie de abajo a arriba, en décimas de segundo todo el zapato era un cazo de sangre. Mi padre no estaba y tuvo que ser mi tío Jeromo quién me llevará a Guarromán, donde el practicante, que lo fines de semana era compartido por los dos pueblos, realizó las curas pertinentes. ¡Recibí mi primera inyección del tétano! Se acabo la candelaria por ese año.
Durante unos meses cambiábamos nuestro escenario de juegos desde el “Corral de Juan Manuel”, “el de las vacas“, casi nuestra casa, por el hueco del Cotanillo, donde íbamos acumulando leña y más leña. Saltábamos sobre ella desde el filo del Corralón, por lo que se compactaba y compactaba de tal manera, que luego no había quien pudiera separar los haces. Casi todo nuestro acopio de madera lo hacíamos de las cabras de Daniel, que las tenía donde ahora vive su hija Carmencita. A las cinco y cinco, ¡no nos daba casi tiempo a salir de la escuela!, cuando ya estábamos esperando a Daniel en la calle Trinidad a que llegar con la carga de ramón del día. Le ayudábamos a sustituir los haces y a cambio nos daba los montones de ramón ya sin hojas. Poca más leña recogíamos, nos acostumbramos pronto a lo bueno, demasiado vagos.
Tan sólo nos quemaron la candelaria una vez, creímos que la gente de la “calle las Chozas” o los del barrio de mi abuela Manuela, los del Mazacote; pero nada supimos. Mira que lo intuimos, de hecho aquella tarde hicimos la robona en la escuela para quemar nosotros la del Santo Cristo y vigilar la nuestra. Pero, cambiamos de opinión y acabamos aquella tarde en casa de caracol, en la carretera. A la vuelta nos encontramos un espectáculo penoso: todo ardiendo sin solución pese a que Rosario, la de Doro, intentó la mujer darnos cubos de agua por su azotea. De nada sirvió, hasta la mañana siguiente se fue elevando un sinuoso hilo de humo sobre el Corralón.
Sin embargo, nosotros si quemamos varias, que recuerde, al menos tres. Una de ellas, por insólita, me quedó bien en la memoria. En una de nuestras primeras andadas por la “casa de Joaquinito”, hallamos una especie de tubos de cristal. Después supe que eran probetas para hacer los análisis de rendimiento de la aceituna. Nos pertrechamos bien con los tubos, que previamente habíamos llenado con gasolina de la moto del padre de Juanatos, el Quijás, además cada uno portaba un arco de adelfa con flechas de gamonito y la punta de un “platico” doblado. Ni cortos ni perezosos, desde lejos, en un alarde aventurero, disparamos las flechas a la candelaria de la Calle de la Cruz, estaba situado frente a la casa de mi buen amigo Juan Ramón. Poco después, ya de noche, como que uno pasaba por allí, Juanatos prendió la leña (más porque estaba muy seca que por la gasolina) y la candelaria se fue en un suspiro.
En las otras dos ocasiones, fui yo el encargado de quemar las candelarias. Tenía una ventaja y es que, mientras todos dormían, yo subía a “poner el pan” al despacho que mi padre tenía en la casa de mi tía Rafaela. Los sábados, día de pan doble, el primer viaje se daba en torno a las dos y media de la madrugada. Mi primo José María me subía en el coche, dejaba los cajones y, mientras yo colocaba el pan, él le daba una vuelta a sus pájaros, …, sus cosas. En esas, en dos años distintos, queme dos candelarias que nos la habían jugado, robaron parte de nuestra leña.
Aún con la lumbre fuerte, empezaban los bailes de corro en torno a la lumbre, la “echá” de cántaros y otros útiles cerámicos viejos y con alguna rotura, a quien se le rompía tendría un mal año. Cuando ya la candela comenzaba a estabilizarse, los mayores sacaban unas pocas viandas de la última matanza que iban preparando en las ardientes ascuas. Como compaña, un buen vino en bota que veíamos pasar sin catarlo.
Cuando la leña empezaba a amortiguar su calor, los más jóvenes iniciaban el baile de la “Flor del romero” que iba uniendo, en los últimos sones de la noche, a la gente de todos los barrios del pueblo.
La verdad es que en toda esta fiesta final apenas participábamos, éramos meros espectadores. Nuestra diversión no era cuando la candelaria ardía, sino los casi tres meses de preparación que iban desde acabados los Santos hasta la tarde del día 2 de febrero. Éramos felices con sólo “andar el camino”.
Al día siguiente, San Blas, las panaderías se llenaban, y aún se llenan, de pequeñas roscas de pan que son llevadas a bendecir a la iglesia. Después se reservan en la alacena para pellizcarlas sólo cuando notamos bronca la garganta. Para mi era una noche muy especial como hijo de panadero. Lo contaré en otra entrada.
Cuando nos hacemos mayores nos damos cuenta que en realidad la chiquillería tiene su encanto por su inocencia un poco maliciosa, la lucha innata del hombre, algo que has narrado con un garbo, si puedes hacer sonreír al lector como lo has hecho en mi caso viendo cada calle de nuestro pueblo a esos chiquillos que hoy son ya adultos, sin duda ha merecido la pena contarlo.
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