martes, 26 de diciembre de 2023

La rueda de Navidad

De cuando chico, los encuentros con las fiestas de renombre, cada una con lo suyo, no se encuentran entre el repertorio de mis mejores recuerdos. Es posible que no ocupen ni tan siquiera un hueco en lo más profundo de mi memoria. Cuando no era por asuntos familiares, la cosa venía por las obligaciones de la edad. En la mayoría de las ocasiones pasaron de refilón y sólo sabía de aquellas onomásticas porque no había colegio.

Pese a estos argumentos, al poco de tener los primeros roces con las obligaciones de mi progenitor, comenzó a llamarme la atención el mucho trajín de esos días y el gran revuelo que se producía en el horno. Aquellas celebraciones traían en el capazo una bulla de mujeres y niños que superaban con colmo la desazón cotidiana. Cuando apenas enfilaba el alba, de la cada vez más difusa oscuridad emergía una vibrante procesión de lebrillos y garrafas de aceite amarrados en precario equilibrio a las curvas de unas señoras que primero me eran anónimas, pero que con el tiempo se fueron abriendo un hueco entrañable en una memoria que día con día se iba tejiendo en lo más profundo de la penumbra.

En mis comienzos, casi ningunas eran mis obligaciones más allá de curiosear en lo novedoso, estorbar o distraer a todo Cristo. Con aquella espesura de señoras, llegaba una turba chiquillos, estropicios y regañinas con algún coscorrón. Pero también, según mediaba la mañana y la tormenta mudaba en calma chicha, encontraba un hueco para reconocer la magia que encerraba la alquimia de mi padre.

Mis primeras navidades llegaron muy tarde, o al menos así lo recuerdo si no damos por válido algún chispazo de la desmemoria donde me veo jugando a pistoleros con los camellos del belén. Los hilos que los tejen me hablan de unas pocas tardes molestando a pie de una mesa de pino, ancha y alta, tanto que superaba la medida de mis deseos. Para aquellos momentos, el horno ya estaba frío y el ambiente era bastante gélido. La luz era tenue y la sala dormía el más plácido silencio. Y allí veía a mi padre dándole puñetazos a una mole deforme, una masa terrosa que, contra toda voluntad, parecía desmoronarse estrepitosamente como muchos de mis deseos. Aunque intento auparme por encima del armazón y mover con cierta gracia el plastón, aquello se me venía encima una y otra vez.

La sonrisa de mi padre me desaconseja un nuevo intento.

Desistiendo de lo imposible, me sitúo en la esquina contraria, junto a un cuezo viejo, tanto como la memoria panadera de mis ancestros, y una torre de latas rectangulares y ennegrecidas a fuerza de cocerse la azúcar. Me alzó sobre una pequeña y desvaída canasta ocre, que me permite elevar las manos sobre la mesa y observar con más detalle el trajín de mi padre.

Con detenimiento, aprecio como de entre sus manos, y con una maestría inquietante, la masa amorfa va cogiendo diferentes apariencias. En primera instancia se asemeja a un volcán grumoso, pero en segundos se transformar en una enorme torta circular de poco más de unos milímetros de gruesa. Es entonces que apego lateralmente la cabeza al horizontal de la mesa e intentó precisar el grosor exacto de cada torta. Y así una y otra vez, y juro que no llegué a concluir como todas podían ser tan parejas.

Cogiendo harina de un balanzón, la lanza con cierta suavidad y estilo propio, como cuando uno ‘tiraba el trompo a cepazo’, sobre la cara superior de la torta. Después la distribuye con la palma de la mano por toda su circunferencia hasta conseguir que la superficie, otrora terrosa, tenga un tacto suave y cálido, navideño diría yo. Sustrae del cajón inferior de la mesa varias figuras geométricas y de hojalata, entre ellas una estrella de cuatro puntas que un viejo amigo, bromista y chistoso, Eufrasio el Pelotas, le había moldeado con los restos de una lata de tomate. Y comenzaba entonces un baile de manos trepidante. En unos instantes hacía desaparecer la torta y dibujaba sobre la mesa una inmensidad estrellada, mientras tanto, yo pugnaba sin éxito por cosechar cada uno de los mantecados mixtos y alinearlos sobre mi cachito de cielo de negra hojalata. Aunque mi afán era desmedido, raramente conseguía poner orden y no arreglaba un asunto cuando ya tenía encima una nueva mole de masa terrosa que venía a ocupar el lugar de la anterior.

Y ya sin el consejo de mi padre, con cada solsticio la rueda vuelve a girar.

 





lunes, 30 de octubre de 2023

Cestería

A media calle Cestería, un rincón que todavía agosta acunado por unas maneras de hacer que no entienden de prisas y agobios, nos remira un gato de pelo brillante que se relame con parsimonia y cierta desconfianza. A uno y otro lado de la calle, junto a la puerta de las viviendas, apreciamos algunos mojinetes de piedra, a modo de sencillos poyos cilíndricos elaborados con la excelente arenisca color salmón de las canteras locales. Las fibras de esparto, una vez cocidas bajo las aguas del río Rumblar* o soterradas en estiércol, eran majadas o machacadas sobre esta dura superficie mediante mazos de madera. Posteriormente, una vez domeñados los manojos de esparto, se utilizaban para trenzar pleitas y tomizas con las que fabricar serones, capazos, barjas, maromas…, y hasta canastas y cestas. Estos ingenios pétreos siguen salpicando la calzada y justifican el apelativo de la calle, que en origen no era otro que Cestería pese a que nos empeñemos en adornarla con el sobrenombre de Conquista. Como ocurre con Patricio, del que llegados hasta aquí no deben sorprendernos dislates, y sopesando que la poca población de la aldea bajomedieval no daría para la existencia de un gremio consolidado y jurídicamente constituido, hay quienes sugieren que la designación podría derivar de la presencia, más o menos estable y coyuntural, de un número incierto de asalariados que, en este enclave y cobijados en chozas o en las cuevas mencionadas más arriba, elaborarían el conjunto de la ‘industria’ vegetal necesaria y utilizada al por mayor para la colosal construcción de San Mateo (maromas, serones, esportones y esportillas, aguaderas, alpargatas, etc.). Otra opción posible es que fuera morada de gentes en continua mudanza, que eventualmente y de manera periódica se instalarían en el lugar. Este sería el caso de los gitanos canasteros —cesteros—, pues no en vano este oficio era una de sus principales dedicaciones laborales y por entonces, en las postrimerías del siglo XV y comienzos delas XVI, estas gentes ya llevaban algunas décadas viviendo en el Reino de Jaén. De este hecho ha quedado constancia en los ‘Hechos del Condestable D. Miguel Lucas de Iranzo’ (1462).

* ‘Teniendo la Experienzia de que en los años faltos, y escasos de Aguas los pozos y fuentes de Agua dulze que sirven para el Abasto comun de esta Villa án escaezido de forma que ha sido preziso ocurrir por agua al Rio herrumbrar, y aunque no haya esta nezesidad muchas Personas la traen por ser espezial para conservazion de salud por su bondad, ordenamos que desde el dia fin de Mayo asta el Ultimo de octubre no se labe ropa, cure Lienza, ni se éche a Cozer Cañamo, Lino ni otra semilla alguna en dicho Rio desde el Molino de pan moler que llaman Zeron arriba pena de treszientos maravedíes á el que contravenga á esta disposizion áplicados por terzeras partes, Juez, Denunziador, y Caudal de propios de esta Villa’.

Ordenanzas Municipales de Baños de la Encina y Villanueva de la Reina’, ordenanza 29








viernes, 27 de octubre de 2023

De Santos

Corrían tardes como las de hoy, de las que barren el verano y barruntan un merecido otoño, y aun así bufábamos sin disimulo y con el mayor desenfreno.

Las obligaciones militares habían reducido la compañía en los últimos Santos y año con otro la peña mermaba o crecía, cuando no era que mudaban los integrantes. Quizá, por todo aquello, los que agostamos en caladero fijo nunca faltábamos a nuestras ‘obligaciones’ con una fiesta tan señalada.

Por medio, nos desnudamos de lo que pensamos erróneamente que eran lastres de la tradición y nos quedamos en nada, tan sólo con la facha.

Hubo ocasiones en las que se sumaron amigos y compañeros de estudios, que diríamos ultramontanos, aunque en realidad procedían de a tiro de piedra. Como fue el caso de Sergio e Hilario, que no tuvieron otra que comenzar la ‘santería’, de antemano y por su cuenta, faenándose una botella de anís en la mismísima puerta del Santuario, a la buena vista y severo juicio de mi tía Rafaela. ¡Qué desatinos! En otra situación, y no buen criterio, no tuvimos otra ocurrencia que ahogar al ‘cuatro latas’ de mi padre en Navarredonda, viéndonos obligados a venir a pie y toda prisa desde la Atalaya. Como por entonces el coche era una herramienta de trabajo, armamos tal trajín que aún martillea en mi memoria.

Y en materia de abasto, cómo no recordar cuando nos avituallamos de mucho pan, algo de aceite y poca chicha. Tan sólo llevamos dos pollos para asar sin más aliño que nuestra mucha inexperiencia. Pan casi no faltó, pero en lo que respecta a las gallináceas, la primera la engulló la lumbre. Nada extraño, si consideramos que la parrilla que armamos era el espaldar de una vieja silla de madera. Y qué contar del segundo que, siguiendo las enseñanzas del precedente, nos lo hurtó un perro pulgoso, que no envidiaba calamidad alguna al mismísimo podenco de don Alonso Quijano, y se lo tragó sin el mayor pudor.

En otro caso, con borrasca por medio, un enorme barrizal y de perdidos al río, medio chasis de la moto de Félix acabó en los asientos traseros de mi Simca…, y allí hubiera quedado por toda la eternidad de no haber enviado a aquel blindado al desguace.

Pero un año en las que las vacantes fueron numerosas, por no faltar a las buenas costumbres y porque mi primo Dioni y yo nos aferrábamos a un hierro ardiendo en estas cosas de montar un sarao, armamos la de Cristo a partes iguales con Atila, como nómadas errantes y sin rumbo. De peña en peña, nos dio por dejarnos caer por esas sierras de dios en su ‘cuatro latas’, que era más fiable que el mencionado más arriba. De compañía, una buena ristra de chorizos, mucho pan de mi padre, sendos litronas de la tiendecilla de Manuela y una impenitente cinta de ‘Egin’, un préstamo del Torreño que nos legó un verdadero desconcierto musical.

No fueron unos Santos de ir a preparar el chozo, echarnos la manta a la cabeza y no montar nada, como otros que les precedieron cuando la ‘partía’ andaba completa, con Juan y los Merguis, o en otras ocasiones en las se sumaron Juan Carlos ‘el Pelao’ y Félix, o como cuando nos acompañó el Toni de Santanita. Estos fueron de echar un rato a pie de la lumbre sin organizar ningún dislate fuera de lugar, pero donde no faltaron las muchas voces. Ahora, eso sí ¡los chorizos sudaron como nunca y dieron para mucho concilio!

Fueron unos Santos de un par de fines de semana, de mucha bulla y ningún tropiezo. En cierta manera fueron raros, como ningunos otros, ¡únicos! De los que con seguridad ya nunca repetiremos.

Ahora sí, el otoño llegó en serio.




domingo, 15 de octubre de 2023

'Castilla' en Baños

El carácter fronterizo de su sierra, a caballo entre la llanura manchega y los valles que evacuan sus aguas a la cuenca del Alto Guadalquivir, ha favorecido el protagonismo de sus puertos, desfiladeros y collados, ya fuera en momentos de encarnizado enfrentamiento bélico o en periodos de fructíferas relaciones comerciales. De esta manera, la actividad caminera y los trasiegos comerciales a ella asociados, o la defensa del territorio, han dibujado toda una red de caminos, puentes y pontanillas, castillos y fortines, fuentes, ventas y mesones… que aún hoy salpica toda su geografía.

Con diferencia, el baluarte militar que más reconocimientos atesora es su castillo. Edificado durante el califato beréber, posiblemente a finales del siglo XII, y siguiendo la más pura tradición hispano romana, el interior de su recinto acoge evidencias materiales que arrancan en los albores de la Edad del Bronce (Bronce argárico) y, sin apenas interrupción histórica, suma poblado fortificado, torrus íbera, mausoleo funerario, burch emiral, cementerios cristiano, corral de juegos y hasta una pista de baile que igual giró al son de un pasodoble que al frenético compás de Ska-P. Germen del actual pueblo de Baños de la Encina, fue declarado Monumento Histórico Artístico en 1931.

Estudios recientes, cada vez más acertados y que nunca renuncian a reconocer el mérito de los precursores, han ido desentrañando el magnífico y variopinto patrimonio encastillado que este municipio de Sierra Morena acoge en su término histórico.

Así es. Durante la Edad del Bronce (1800 a. C), gentes de aculturación argárica, y casi con seguridad procedentes de lo que hoy es la comarca de La Loma, atrincheraron la cuenca del Rumblar mediante un metódico programa organizativo, cuya finalidad no era otra que obtener un exhaustivo control del territorio. De esta manera se aseguraban la más eficaz explotación de los filones de cobre existentes en las entrañas metalíferas de Sierra Morena. En este sentido, se levantan pequeños y recios fortines que controlan los pasos y collados que, desde el valle del Nacimiento, dan acceso a la cuenca del río Rumblar. Este es el caso los fortines de Migaldías y Playa del Tamujoso o la Era de la Mesta. Y en el interior de la cuenca, sobre escarpas y espolones naturales, se construyen y amurallan con lienzos y bastiones una serie de poblados principales, mayores de una hectárea, que controlarían todo el proceso extractivo y metalúrgico (Peñalosa, Cueto o Verónica, entre otros), aunque también dibujarían el orden político y social que marcaría estos modos de habitar y colonizar la sierra. Durante el Bronce Tardío y los albores de la primera Edad del Hierro la cuenca del Rumblar sería un solar demográfico, pero aun así hay ciertas reminiscencias del poblamiento anterior, como podemos apreciar en el cerro del Cueto. Aquí se levanta, por entonces, un pequeño torrus que reutiliza las estructuras preexistentes de tradición argárica. Sin poder alcanzar una conclusión definitiva, su presencia podría estar relacionada con un uso variopinto del territorio, que iría desde la ocupación agraria de las tierras del piedemonte al control de los pasos de esta parte de Sierra Morena (vados del Tamujoso). En esto último, quizá con finalidad minera, aunque también propiamente caminera (relaciones geopolíticas y comerciales con la Oretanía de la vertiente norte serrana).

Posteriormente, durante época romana y persiguiendo ahora intereses mineros (extracción de galena argentífera: plomo y plata), se levantan, de una parte, diferentes fortines que vigilarían los pasos hacia las explotaciones mineras, y, de otra, castilletes, que las regentarían asegurándoles protección. En este sentido, y encuadrado en la segunda tipología, uno de los baluartes más representativos es con seguridad el castellum romano de Salas Galiarda, pero también los de Escoriales y el Castellón del río Guadalevín. En este primer caso, nos encontramos con un castillo que domina un paisaje increíble desde las alturas del macizo del Navamorquín. La muralla norte presenta un estado de conservación excepcional, tan evidente que nos puede parecer de envergadura ciclópea, pero que en realidad sigue las pautas constructivas propias de la República y el Alto Imperio, como dejan ver sus lienzos y torres levantadas mediante opus cuadratum. No muestra menor interés la batería de fortines que salpican todo el escalón de Baños, mirando al valle de la Campiñuela y defendiendo los pasos y collados que penetran en el pellejo serrano y minero. Algunos de ellos aprovechan recintos anteriores, del Bronce, como son los casos del fortín de la Playa del Tamujoso y la propia Peñalosa, donde se limitan a reutilizar parte de la acrópolis occidental y defenderla mediante un sistema de doble foso. Pero también hay otros que parecen ser de nuevo cuño, como es el caso de cerro del Salcedo y, probablemente, de los Comederos de Garbancillares. El primero, situado en las cercanías del Santuario de Nuestra Señora de la Encina, controlaba el collado del barranco de la Fuente del Pilar dando paso a Navarredonda y la cuenca baja del río Grande, puerta del territorio minero que gira en torno al río Guadalevín (actual El Centenillo).

En la baja Edad Media esta parte de Sierra Morena ha dejado de tener la importancia minera que tuvo en otros momentos, o al menos no se hace uso de esta fuente económica, pero su carácter abrupto y fronterizo la sigue posicionando como estratégica. Primero, como escenario de las luchas encarnizadas que se desarrolla durante la fitna que sacudió el emirato cordobés entre los siglos IX y X, posteriormente, de las batallas que enfrentaron al reino norteño de Castilla con las diferentes oleadas beréberes, primero almorávides y después almohades. Aunque en término bañusco nos quedan pocas evidencias de ese primer periodo, este debió ser el caso de nuestro hisn o iz del Cueto, que, reutilizando las estructuras precedentes, tanto del Bronce, como íberas y romanas (templo o mausoleo funerario de Ilicia), se encastilló en altura para tener continuidad durante el califato Omeya. Algunos ejemplos muy similares sí los podemos identificar mucho más al norte, en los pasos de Despeñaperros, donde estructuras muy sencillas, pero bien protegidas, en ocasiones reutilizando estructuras murarias de carácter ciclópeo y posible origen íbero, controlaban caminos imposibles. Esta es la situación del cerro del Castillo, sobre el collado de los Jardines, Peñaflor y el Castellón de los Órganos.

En este sentido, y haciendo alusión al segundo término, a las batallas que se desarrollaron entre los siglos XII y XIII, el castillo de Baños se posiciona como elemento protagonista e integrado en una maraña defensiva mucho más compleja, donde también tienen participación otros castillos y torres o castilletes, hisn y burch, que van salpicando todos y cada uno de los pasos de esta parte de Sierra Morena. Así ocurre con fortificaciones como los castillos de las Navas y Castro Ferral, en días situados en el término privativo de Baños, aunque hoy le son ajenos; pero también es el caso del discutido Burgalimar o burch al hamar, que nos burch al hamman, cuya enorme torre de cuarcita roja aún sorprende oteando vigilante la enormidad de la fisonomía serrana. Los estudios más recientes certifican su localización al norte del término bañusco, en el paraje de las Tres Hermanas y fiscalizando el histórico camino de Baños a San Lorenzo, que en días fue de Cástulo a Oreto, en las inmediaciones de la aldea minera de El Centenillo.

Aunque pocas evidencias nos quedan de ello, durante el periodo mencionado anteriormente o posiblemente en la etapa inmediatamente posterior, de la primera ocupación castellana y cuando los calatravos son vanguardia y manejan la batuta, el alfoz bañusco se ve salpicado de pequeñas torres de control visual. Así ocurre con los pasos de altura, los que se venían ocupando desde la Edad del Bronce, pero también con el llano, en las tierras inmediatas al piedemonte y custodiando abastecimientos de agua junto a un camino que, ahora, canalizará las avanzadillas calatravas. Entre los primeros, tenemos los casos de Buenos Aires y la Celada, cuyas piedras, corriendo el tiempo, servirían para armar el molino de viento del Santo Cristo y la ermita de Santa Domingo, junto a la calera. Por su parte, entre los segundos, se cuentan otras infraestructuras militares que gestarían con posterioridad ermitas, santuarios y caserías. Con seguridad, esta es la situación del torreón viejo del santuario de la Virgen de la Encina, pero es posible que también lo fuera de la casería del Salcedo y las ermitas de san Marcos y san Ildefonso, la primera frente al fortín romano del Salcedo y las segundas en la periferia de la aldea vieja de Vannos: san Marcos junto al pozo Nuevo y san Ildefonso a la vera del pozo Vilches.

Con la llegada de la Edad Moderna y la pacificación del territorio, los baluartes otrora defensivos tendrán otras funciones y ocuparán otros enclaves. Ahora, el empeño no es otro que fiscalizar el cobro de los impuestos que generan los caminos y el comercio, principalmente la robda y el portazgo, y asegurarse los ingresos generados por el arrendamiento de los pastos de un término privativo enorme: el montazgo. Paralelamente, es su obligación guardar el camino y darle avituallamiento. Con esta finalidad, se construyen el Cerco Aldeano y se sacraliza el torreón viejo del Santuario de Nuestra Señora de la Encina, pero también se asegura la viabilidad de los caminos, muchos de ellos empedrados, y se consolidan unos ingenios hídricos que hoy presentan un interés etnográfico sobresaliente: alcubillas del Salcedo y la Serna, pozos Nuevo, Vilches, de la Vega y Charcones, fuente del Barranco del Pilar y pilar de la Virgen.

 

Posible camino calatravo

 

sábado, 23 de septiembre de 2023

La sacralización del refranero climático

(…)

Y ahora, situados temporalmente en los últimos estertores de la Edad Media y con una población cada vez más asentada e identificada con su territorio, ¿es posible que los aldeanos que nos precedieron decidieran dar mucha más fuerza al magisterio, grado protector y carácter sacro de sus refranes agroclimáticos? ¿Es posible que dieran un paso hacia adelante y decidirán hacerlos visibles, tangibles, legibles en el territorio? ¿Puede que nuestros paisanos del bajo Medioevo quisieran tenerlos muy presentes y desearan representar sobre el terreno ese santoral y sus refranes, lo que de positivo tenían aquellas enseñanzas? ¿Que con este fin edificaran unas ermitas cuyas advocaciones simbolizarían los contenidos de estos refranes y, por su secuencia lineal, narraran ordenadamente el ciclo agroclimático más idóneo para sus intereses?

Sí, existe esa posibilidad.

De manera paralela, y quizá con este fin, implantaron un ciclo de fiestas, procesiones y romerías muy concretas, estrictamente desarrolladas en un territorio en particular, que no es otro que aquel camino que mayor reputación tenía en el pueblo y en aquel momento histórico: el Camino de Andalucía en su tramo Majavieja o del Santuario. Un eje viario que tenía como vértices, y aún sigue teniendo, la parroquia del pueblo, a poniente, y el Santuario de Nuestra Señora de la Encina a levante. Y así nos narra, a modo de estaciones y en este orden, haciendo uso de las ermitas de San Ildefonso, San Marcos y Jesús del Camino.

Para que año agrícola sea lo más fructífero posible, y por tanto se obtengan las mejores cosechas, las lluvias deben llegar pronto, a comienzos de septiembre (mejor para la Virgen, 8 de septiembre). De esta manera la sementera se efectuaba tras la festividad del santo (San Mateo), en pleno equinoccio otoñal. Ese mismo día el Evangelista, en procesión desde la parroquia, en el marco de las tradicionales fiestas de Los Esclavos y siguiendo el eje viario del camino, despide a la Madre Tierra (Virgen de la Encina) que marcha a su santuario, a levante, al comienzo del ‘todo’, y en plena campiña —a renacer gracias a la lluvia regeneradora—. De esta manera se busca que la diosa proteja los campos mientras los fieles ruegan porque se conciba la mejor cosecha. Entonces y durante la procesión, cuando llegan a la ermita de San Marcos, San Mateo cede el testigo, la responsabilidad climatológica y la protección de la Diosa Madre (fertilidad) a San Marcos y en la ermita homónima —cuya festividad tiene lugar el 25 de abril—. San Mateo la despide en el atrio y regresa a su parroquia, la procesión y la virgen siguen su curso por la traza del camino de Majavieja. Este evangelista, San Marcos, no solo es protector de caminos (de ahí su ubicación en un importante cruce), es también portero de las beneficiosas aguas que deben aparecer en los días finales de abril y que han de extenderse a mayo —“San Marcos, rey de los charcos”—. Si se dan estas condiciones, las óptimas, se prosigue de la mejor manera lo que ya comenzó con buen pie en los albores del otoño, después de realizar una siembra temprana. Como debía ser.

La procesión sigue su camino por la vieja calzada.

Como también nos adelanta el refranero, “en mayo, aguas y soles hacen labores”. La acción conjunta de lluvia (San Marcos) e insolación (dios solar) favorecerá que la excelente cosecha que se preveía a finales de septiembre, con la siembra temprana, llegue así al mejor puerto. En este sentido, llama la atención que la siguiente escala procesional casualmente, o no, sea en la Ermita de Jesús del Camino, ¿Es la ermita, en su vertiente de símbolo solar (Cristo) y preámbulo caminero del santuario de Nuestra Señora —madre fértil que explota bondades y panes en mayo—, una escala más en el complejo camino simbólico que dibujaron sobre el territorio nuestros ancestros?

Y en este estado de la cuestión, ¿es posible que el trazado viario que une la parroquia de San Mateo con el Santuario de la Virgen de la Encina, el Camino del Santuario o de Majavieja y sus ermitas, pueda ser la representación física, tangible, legible y sacralizada de un tramo del calendario santoral, el que va desde la sementera a la siega, y de la sabiduría que encierra el refranero? De ser así, toda esta representación simbólica se condesa y escenifica en tiempo y forma con la procesión ya mencionada, la que tiene lugar el 21 de septiembre entre la parroquia de San Mateo y el Santuario de la Virgen de la Encina, con sus escalas en cada una de las ermitas. Todo el proceso culmina con otra procesión, la que tenía lugar el 9 de mayo con una romería al santuario. En un ambiente festivo por la cercana y casi inmediata cosecha, y durante la romería, se ruega a la diosa madre para qué en mayo, mes clave para el desarrollo del grano, se den las mejores condiciones climáticas. Es decir, que sol y agua vengan de la mano, alternen y se consiga la mayor cosecha posible. Tras la celebración eucarística, se procesiona con Nuestra Señora de la Encina el perímetro del santuario. Ya de vuelta a la parroquia, se regresa con la imagen de la Virgen para protegerla del sol abrasador que la campiña sufrirá durante el estío, a esperar de nuevo y pacientemente la llegada de las primeras aguas de septiembre.

Para descargar el texto completo: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=7522292

Ermita de Jesús del Camino

Santuario de la Virgen de la Encina

Baños desde el santuario

Camarín de la virgen de la Encina

jueves, 7 de septiembre de 2023

De la fuente Cayetana

A Josico le veías venir con buen paso, pero como partido en dos. De cadera hacía arriba caminaba doblado y contando los ripios del pavimento, como jazmín en sequía perpetua. Igual yerro y es una suposición mía, pero el asunto quizá estaba en que podía comerte el mundo y, por el contrario, prefería dárselo a los demás. Sin más interés que andar a buenas consigo mismo.

Josico mal anduvo en dos guerras, pero no recuerdo que me diera dato alguno sobre ninguna de ellas más allá de maldecirlas. Ni una palabra. Ni de una ni de la otra. Era más de vivir el día a día mirando poco hacía atrás. Era más de patearse media campiña con su reata de galgas, de echar un vasillo sin muchas voces, sólo alguna y por romper el silencio, y de darse a buenas con el primero que se encontraba. Creo que era de hacer la vida lo más sencilla posible, para sí y para los demás, sin ningún aspaviento, pero sin ponerse ninguna traba cuando tocaba ir de buenas y disfrutar de una buena compañía. Como diría su señora, el señor se juntaba con cualquiera.

Tuvo muchos asuntos, y motivos, para partirse la raspa y lo hizo sin mirar consecuencias ni pensar qué le traería el mañana… y así le iba. Con todo, eso de pegarse a diario con la artesa y un enorme plastón de harina y agua tenía gran parte de culpa.

Josico era mi abuelo y durante los últimos años de su vida fueron muchos los momentos que dormimos juntos, en mi cama de 95, apretujados el uno contra el otro. Seseando en sueños y haciendo notar sus orígenes y anhelos.

Cuando hacía la postura en el Mirasierra, que no eran pocas las veces, no había día que no me trajera unas pocas avellanas cordobesas o unas almendras tostadas liadas en una servilleta de papel. Hoy podría parecer poca cosa, pero para los días y mis años aquello era un mundo. En no pocas veces, viendo mi cara de alegría, mi abuelo me decía que, en el fondo, lo que vale es lo que hacemos, lo que nos damos, y no los resultados. Hijo –me decía-, disfruta de lo sencillo, que las modas y aderezos los dibuja el demonio.

Al hilo, o quizá no, llevaba mucho tiempo barruntando la cosa de que la fuente Cayetana fuera romana. Y con ese bullir, cada día que iba y venía a Peñalosa, me decía el próximo día me hecho el metro, que esas piedras no me dan la talla romana. Y día con día, volvía con las mismas. Aparte de otras contrariedades, me daba mal tufillo el poco desgaste de la piedra pese a sus supuestos muchos años, la falta de almohadillado en los sillares del aparejo o la ausencia de cualquier tipo de grapa de unión entre sillares, ya fueran de doble cola de milano u otras más sencillas. Pues eso, que no había ocasión para echarme el metro y medir las proporciones de los sillares, pues pensaba que ahí estaba la resolución del asunto.

En una de aquellas idas y venidas, recordé los consejos de mi abuelo. Así que, con la mayor sencillez del mundo, bajé desde el camino a la fuente por un senderillo mal pergeñado dispuesto a medir la cosa en base a cuartas y dedos. Sí ya me sorprendió que todos los sillares tuvieran la misma altura, una cuarta y seis dedos, más aún me llamó la atención que entre sillares hubiera argamasa de cal, que nunca hace acto de presencia en los buenos aparejos romanos, y una fina laja de pizarra, siempre presente en las construcciones bañuscas desde la más temprana Edad Moderna. Aquello me picó la curiosidad y, como el que pierde el tren, salí escopeteado para el pueblo. Sin saludar a ninguno de los contertulios que ya por aquellas horas pululaban por la plaza, me fui a medir mano en ristre la obra vieja, la gótica, de la iglesia de San Mateo. Como diría aquel, ¡¡eureka!!, una cuarta y seis. Por supuesto, entre sillares no faltaba el mortero de cal y su correspondiente hojita de pizarra.

Y con las mismas, ahora sí, me fui a mi casa a buscar el metro y ver la correspondencia en centímetros. Pues nada, 29,6 cm. Sin lugar a dudas, el pie romano como medida de longitud.

Pues eso, igual vuelvo a errar, pero me da que el aparejo de la parte primitiva de la fuente Cayetana coincidió con la construcción de la obra más vieja de San Mateo, siguiendo idénticos patrones y bajo la batuta de los mismos canteros y maestro de obras. Como diría mi abuelo, nada más sencillo que andar desnudo por este mundo.

 






viernes, 25 de agosto de 2023

De bodegas y mejores días...

En días en los que te sientes rendío, como flor de jazmín chuchurría en brazos de la maldita canícula, me llega desde el nicho de la desmemoria una imagen desdibujada de la poco recomendable bodegas Navarro, un mal cuchitril, un tabernucho pergeñado a media calle Elvira, y de su bendito caldo, negro como hule gastado. Cuando andabas, o creías caminar y en realidad ibas casi a gatas, un vasito de su amontillao y aquel mejunje le recomponía el semblante al muerto peor pintado:

‘En una esquina, cuatro pasos más adelante, quedaba la modesta taberna llamada con ínfulas “Bodegas Navarro”, en esquinado diálogo de barra con los anticuarios vecinos -Reyes y otros más-, el oficiante con su Montilla y tacita de caldo de caracoles era capaz de levantar a un muerto o dos a la vez. Una maravilla desaparecida que gustaba hasta a los estudiantes’.

Y es que, como sentenciaron Los Enemigos en su apocalíptica ‘Brindis’ (pincha aquí para video):

‘Podría hacer daño

el agua y no el licor.

Podrían los años no

pasar factura al portador.

Podría ser, pero no.

No tenemos cura

ni encontramos otra opción,

así que entremos al mesón’.



Fotografía: calle Elvira 1926. Fuente del texto superior y fotografía (pincha aquí)

sábado, 22 de julio de 2023

La espiral

Tierra de enorme arraigo, Andalucía guarda con celo la impronta histórica de cada uno de los pueblos que la hollaron, desde los que arribaron del Asia Menor durante el Neolítico hasta Roma, sin olvidar a los míticos viajeros púnicos y helenos. Del encuentro, surgieron culturas locales de enorme trascendencia, como la que construyó los túmulos megalitos, Millares o Argar, Tartesios y un variado elenco íbero (oretanos, turdetanos, accitanos, bastetanos...), para finalmente culminar en al Ándalus, la más brillante civilización del Mediterráneo.

Cuna de grandes artesanos, poetas, artistas y filósofos, no son pocos los que han dedicado más de una estrofa, nota musical o trazo a ensalzar las maravillas de nuestra geografía. Séneca, Ibn Firnás, San Isidoro, Maimónides, Velázquez, Bécquer, Góngora, Machado, Picasso, Cernuda, Alberti, Falla, Juan Ramón Jiménez, Raphael, Andrés Segovia o García Lorca…., la enumeración se haría demasiado extensa. Sin darnos cuenta, la vida nos introduce en una espiral que nos puede parecer interminable, pero tan sólo ocupa un instante del tiempo.


Espiral tallada en pizarra, Peñalosa. Baños de la Encina

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lunes, 17 de julio de 2023

Castillo de Baños

El castillo de Baños, fortaleza almohade levantada en las décadas finales del siglo XII, está construida sobre los hormazos de edificaciones de diversos periodos: Edades del Cobre y Bronce, ruinas íberas, templo romano, restos emirales… Reutilizados de manera más o menos continua, en lo que atañe al periodo andalusí hay evidencias de población previa, durante los periodos emiral y califal. Se alza en una zona de paso estratégica, a la entrada de Andalucía, entre Sierra Morena y la Depresión del Guadalquivir, y en un entorno que hunde sus raíces mineras ya desde la Prehistoria. Con diferente protagonismo, según periodo, se construyó como centro neurálgico y defensa de las zonas mineras (durante la prehistoria reciente), con carácter sacro (Roma) o para control y defensa de los pasos y caminos (periodos íbero y almohade, y durante la prima conquista castellana con principal protagonismo para los pasos calatravos). Su aspecto definitivo, el que hoy apreciamos, lo adquiere a finales del siglo XII (posiblemente tras la batalla de Alarcos, 1195), bajo dominio almohade. Para entonces, de la ciudad iberomana de Cástulo y de su último obispado cristiano apenas quedaba recuerdo y el castillo formaba parte de una compleja red estratégica y carácter defensivo, urdida para defensa de la cora andalusí de Baeza.

Siendo uno de los castillos más emblemáticos de al-Ándalus, por su antigüedad e imponente y bien conservada arquitectura militar, ha sido llevado al cine en películas como El Capitán Trueno y el Santo Grial y fue escenario de ‘minutos musicales’ (actuaciones televisivas) de renombrados artistas, como Isabel Pantoja. Declarado Monumento Histórico Artístico (1931) y Bien de Interés Cultural (BIC), posiblemente sea el edificio bereber más sobresaliente de la Península Ibérica y uno de los conjuntos fortificados hispano andalusíes mejor conservados de todos los tiempos.

El castillo se localiza en el casco antiguo de Baños de la Encina, sobre uno de las elevaciones que lo forman, el cerro del Cueto. La localidad ha sido declarada Conjunto Histórico-Artístico (1969) y ha entrado a formar parte del club de los Pueblos más bonitos de España recientemente. Se alza imponente sobre el Cerro del Cueto, un relieve residual y tabular labrado sobre las rocas detríticas de la Cobertera Tabular, conglomerados y areniscas rojizas, estas últimas muy usadas en cantería y conocidas como “piedras de asperón”.  Es una verdadera atalaya, un mirador natural situado en la cuenca del Alto Guadalquivir, tanto a Sierra Morena como a la Cordillera Bética.

En las laderas N, S y O, bajo el castillo, se encuentran las rocas detríticas de la Cobertera Tabular, discordantes sobre las pizarras de las Facies Culm de Los Pedroches (Macizo Ibérico), y en ladera E y SE está la Falla de Baños de Encina, que pone en contacto las rocas del Macizo Ibérico (Sierra Morena) con la Depresión del Guadalquivir (Fosa de Bailén).

El Cerro del Cueto ha estado ocupado desde el Calcolítico debido al rico patrimonio minero de su entorno. Así lo constatan las excavaciones arqueológicas realizadas en el castillo, que han sacado a la luz restos cerámicos y herramientas de piedra usadas en la cercana mina del Polígono-Contraminas (explotada desde la última Edad del Cobre), restos de la muralla de un antiguo poblado argárico y función metalúrgica, así como una escalinata de acceso y capiteles de un templo romano y carácter funerario: posiblemente dedicado a una tal Ilicia.

La fortaleza, con forma oval (100x46 m) y una puerta de acceso, está construida con un magnífico tapial o tabiyya, heredero del mejor opus caementicium (mortero) romano. La mezcla o encofrado está formado con tierra, arena, cal y cantos de río de diferente tamaño, según posición en altura, excepto el alcazarejo noreste y la torre del homenaje, que están construidos en mampostería irregular (a excepción de la parte superior de la Almena Gorda, que cuenta con sillares mejor trabajados). A lo largo de su muralla, que destaca por su color rojizo, se distribuyen 14 torres cuadradas (en realidad una de ellas es pentagonal) estructuradas en 3 niveles y de tamaño bastante similar, y la torre del homenaje o Almena Gorda, quasi circular. Construida tras la conquista castellana, y envolviendo una bereber similar a las anteriores, presenta dos fases de construcción (XIII y XV) y mayor altura que el resto de sus hermanas. Dirigida a la Plaza Mayor del pueblo y de forma más o menos ovalada, cubría el único flanco por donde el castillo podía ser atacado mediante trebuchet, un tipo de catapulta que se generalizó a partir del siglo XIII en los asedios que se producían en la vieja Europa.

Las murallas y las torres están rematadas con merlones y perforadas con aspilleras. En el interior del castillo, girando en torno al espacio abierto de los aljibes (se nutría con las aguas de lluvia y abastecía a los habitantes del interior del hins o izn), que hacía las veces de minúsculo patio de armas, se distribuían calles con viviendas, cuadras, patios y almacenes, con una intención más o menos clara: crear un complejo entramado urbano que dificultara la acción invasora de un posible atacante.

El castillo mantuvo su carácter militar hasta comienzo del siglo XVI, para después caer en una fase decadente que ya fue definitiva en el XVII. Mucho después, desde la segunda mitad del XIX hasta 1929, fue usado como cementerio parroquial bajo la protección de la iglesia de Santa María del Cueto. En su interior contaba con criptas familiares, tanto en superficie como en los habitáculos de las torres, también había nichos adosados a las murallas y tumbas al exterior del recinto. En la segunda mitad del siglo XX se procedió a la exhumación de los cuerpos y, poco a poco, tras varias excavaciones e intervenciones arqueológicas y ya en la primera década del XXI, se llevó a total su total recuperación y buen término. Tanto en el interior como en el exterior del castillo se han establecido las distintas fases de ocupación del Cerro del Cueto, desde la Edad del Cobre hasta nuestros días.






viernes, 28 de abril de 2023

Y otro abril

Mis abuelos maternos vivían en la calle de las Piedras, ahora Riscos, dos hileras enfrentadas de casas blancas, pequeñas y achaparradas, que emergían irregularmente y sin concierto, como a dentelladas, de la vieja roca rosácea. Las de una y otra acera estaban separadas por un enorme desnivel, propio de la mucha pendiente, y un negro muro de pizarra –de donde, según me cuentan, se cayó mi bisabuelo Vidalico-. La fachada se abría en el lateral derecho, quizá por una vieja partición de la vivienda original, dando paso a un portal de chinas, tierra pisada y baldosas de barro, dejando a poniente el hogar y, muy al fondo, la alcoba de los mayores. Un segundo portal, donde se ocultaba la alacena bajo la escalera de la cámara, iba a asomarse a un corral de firme irregular formado por ripios de asperón maldispuestos. De cuando en cuando, o así me lo parecía a mí, que no tenía ni idea de estaciones y siembras, aparecía atascado de sacos viejos, higos al sol y harina. Al fondo, la cuadra oscura te encaraba a una línea de pesebres en alto, aperos y un rezume a mundo viejo, de historia apretada, cuando no enfrentada, a la tierra.

Recuerdo a mi abuela Manuela sentada en una silla baja, al fondo de segundo portal, junto al umbral de la puerta, peinándose un pelo blanquísimo y haciendo hora para que mi abuelo Frasquito volviera de los Peñones, un magnífico altozano a la campiña, a la tierra donde tanto sudor e inquietudes derramó.

Recuerdo a mi abuelo bebiendo un vino blanco con casera, en un vaso de duralex. Y veo una cara oscura, quemada y cuarteada, apretada bajo su boina, adelantándome la sonrisa más amable, sincera, que uno pueda imaginar.

Despacio, con movimientos repetidos año tras año, como en una liturgia, mi abuela me acercaba a la vieja alacena de madera y yeso, de olor a ternura. Y de allí, al amparo de una vajilla color nácar, como si se tratara de una perla oculta, emergía una magdalena dorada y relamida, de las de ‘bimbo’. Quizá parezca extraño, y hasta ridículo, pero con el peso de los muchos años lo considero como uno de mis mejores regalos de cumpleaños.

Los Peñones

martes, 28 de marzo de 2023

La Almena Gorda

Por delante, San Mateo tenía un anchurón terrizo gestado al amparo de la fortaleza y bajo vigilancia de la torre mayor del castillo, la conocida por los bañuscos como Almena Gorda. Nos puede parecer, y así hay quién lo afirma, que sus redondeadas formas, al menos las primitivas, tuvieran su origen en cosa de levantar una torre del homenaje y darle en los belfos a un supuesto poder eclesiástico, que velaría armas al otro lado de la plaza. Sin embargo, por los años en que se moldeó el baluarte (siglo XIII), el clero aún no tenía presencia física ni arquitectónica en el exterior de la alcazaba. Por entonces, la colación de Baños (aldea) solo contaba con una capilla intramuros del castillo regentada por un capellán, la de la Magdalena, y, por lo corto, aún habrían de pasar otros dos siglos para que se levantara la parroquial de San Mateo.

La cuestión iba por otro asunto.

En tiempos en los que Europa era un baño de sangre, ya se rompiera uno los morros contra el sarraceno o con el vecino de más allá —vamos, como toda la vida de dios, los avances bélicos traían nuevas maneras de guerrear —aunque cualquier hijo de bien podría entender que en esta cuestión todo es retroceso—. Así sucedió con el trebuchet, también conocido como fundíbulo de tracción o trabuquete, un ingenio armamentístico originario de China (siglos VI o VII) que se generalizó en los asedios del viejo continente durante los siglos XII y XIII. Tan colosal y destructor artilugio necesitaba un espacio amplio y accesible para establecer las posaderas, y así ejercer su oscura función. Con éstas, y reconociendo que el llano de la plaza era el único punto hábil, frente al castillo, para facilitar el acercamiento de esta clase de catapulta, no es extraño que la torre cuadrada y almohade, situada a levante y frente a la explanada, se fortificara entonces en redondo. El castillo pasaba así a ofrecer su mejor cara a lo que con el tiempo sería la Plaza Mayor. Y todo este soliloquio venía a cuento, como diría Patricio, porque las aristas de las torres andalusíes no eran la mejor baza para hacer frente a las pesadas balas de piedra que lanzaba el armatoste.

Al hilo de esta argumentación, es necesario poner los puntos sobre las íes y dejar bien dicho que tan enorme y envolvente mole de roca no se ejecutó de una sola vez. Los dos tercios inferiores de piedra, los que recubren la vieja torre almohade en tabiyya y ocultan los ‘níos’ de los tordos (entiéndase mechinales), debieron ejecutarse poco tiempo después de la conquista castellana. Para ello se utilizó una mampostería de arenisca ordinaria, muy descompuesta, con piedras de cierta envergadura e irregulares. Por el contrario, la parte superior, desde los antiguos merlones, que se dejan apreciar en días soleados, a la terraza, muestra una mampostería mucho más concertada, compuesta por sillares mínimamente labrados. Este proceder, y la ausencia de marcas de cantero y signos lapidarios, nos indican la presencia de maestros de maestros de obra, y no canteros, y nos lleva a pensar que este tramo superior se ejecuta en un momento tardío, posiblemente durante los últimos años del siglo XV, cuando ya se está edificando la primera fase tardogótica de San Mateo.

En un callejero donde todo son cuestas y apreturas, no aciertas a saber si la iglesia ocupa y preside los pocos palmos de terreno en llano de la vieja aldea de Vannos, o si esta anchura es obra de artificio de la parroquial en un afán de ganar protagonismo en las gestiones y cosas del Común. No debemos olvidar que las primeras ordenanzas municipales bañuscas, las de 1742, se refrendaron en el atrio, bajo el tañido de sus campanas, y que la anchura de la plaza fue mercado diario y coso taurino en numerosas ocasiones, como cuando fue proclamada heredera al trono la que fuera Isabel II de Borbón. En todo caso, la iglesia se elevó en el interior del cerco aldeano, el que llegó casi a cerrarse mediante murallas y escarpas. De aquella antigua fábrica aún podemos apreciar algunos testigos, que enarbolan mejor o peor situación, como nos refrenda el murallón de la casona de Guzmanes, el torreón de los Poblaciones-Dávalos —cuyo apelativo habría que poner en cuarentena— y diversas escarpas, como la presente en la calle Huérfanos o la que corre oculta bajo el portillo que unía las calles Trinidad y Fugitivos.

Al elevar este cerco fueron diversas las intenciones, pues más que defender el pago aldeano de intrusos y batalladores fue instrumento para cobijar el ganado local, pero también el trashumante. Asimismo, fue la herramienta que permitió fiscalizar los pagos, tanto el portazgo como el montazgo. San Mateo está localizado junto a un gran espacio abierto, más corral de contaduría y guarda de merinas que plaza, y es lugar de encuentro de cañadas, cordeles y veredas. Por cierto, como también era norma por entonces en los pueblos de Serranía. Como muestra sirva un botón, pues en su cabecera está ubicado el único pilar intramuros, más abrevadero que fuente. Hoy reseco, su venero manaba unos centenares de metros más arriba, en la calle Mestanza, o Arroyo, y junto a lo que con el tiempo sería el palacete de los Mármol. El Pilar estuvo desempeñando su cometido hasta bien entrada la década de los 80 del pasado siglo, cuando accidental y torpemente se perdieron las conducciones y sus piedras quedaron secas como chortal en verano.

Por todo esto, la Plaza, como escenario del común, desempeñó un papel privilegiado para obtener ingresos, aquellos derivados del arrendamiento de los pastos públicos a los pastores de la Serranía de Cuenca y del Señorío de Molina, pilar básico de la economía bañusca en los primeros siglos de la Edad Moderna. Ahora, transcurrido un mundo, si te asomas al atrio y pones oído, escucharás un eco lejano, como un murmullo callado que empapa de nostalgia nuestros sentidos y cala en lo más profundo de nuestro espíritu. Mientras tanto, se cercena un pedacito más de la desmemoria de la comunidad:

Caña larga, chu churumbel.

Aceitero, vinagrero, Juan Correal,

amagar y no dar,

un pellizquito en el culo que sí se le da.

Manda el rey de la coronilla preguntarle a Manolica a cuánto tiene los merengues

Y allí arreaba toda una partía de zagalones, a marear a Manuela. Y en persecución de la cuadrilla, el burro, liando una marabunta que llenaba la ancha plaza de correrías, desatinos y la mayor algarabía.



lunes, 20 de febrero de 2023

La Orden de la Santísima Trinidad: hospital, 'esclavos' y cofrades. Baños de la Encina

Manuela era bajita, algo achaparrada, y poseía un corazón enorme. De carácter amable y generoso, cuando le entraban de mala manera le salía ese mal genio granaíno que parecía no tener, pero que si era necesario ponía a cualquier tontusco en su sitio. La edad, también los muchos sacrificios que le exigió esta vida, le provocó bastantes problemas en las piernas y en el caminar, pero lo salvaba con un enorme esfuerzo y las muchas ganas de hacer bueno. Lo mismo es mi parecer, pero llevaba con cierto equilibro su ceceo de fábrica, pues era natural de El Padul, y la sequedad propia de la gente de por estos pagos de Sierra Morena.

A su exigua pensión le ayudaba trajinando en un pequeño cuchitril, una tiendecilla de tener poco género, no cabía más, pero el más adecuado en el momento preciso. El cuartucho estaba situado en el esquinazo de poniente de la Plaza Mayor, donde Joaquina tuvo confitería por los sesenta y setenta y regentaba los alquileres Bartolico Recena. Si el abarrote ya era para tres clientes y el cuarto tenía que hacer cola en la puerta, la modernidad, que llegó de la mano del autobús de pasajeros y la querencia por penetrar en las estrecheces del callejero histórico, vino a quitarle un cacho a la casona y a dejar el colmado en casi nada. La vitrina de la repostería se levantaba en primer plano, a modo de barrera y mostrador, y por frente, tras la silueta de Manuela, se apilaban más o menos ordenadas un sinfín de latillas de todos los tamaños y colores, también algún licor mal encarado y caído en el olvido. A la derecha de la puerta, casi apretada contra la vecindad, ronroneaba la nevera-congelador, verdadero artífice de que los zagalones de mi edad fuésemos fieles parroquianos de la ‘Manolica’. Por mis años y modos, uno era cliente asiduo los fines de semana, cuando andaba por Baños y alternábamos poncharrinas en las escaleras del castillo con litronas en el parquecillo de los Turrumbetes, o viceversa. Manuela nos surtía, según el caso y con la mayor amabilidad, pero si se daba tal situación que la lengua llegaba a trabarse y el susodicho se mostraba ‘perjudicado’, la señora argumentaba con contundencia el correspondiente regaño y la necesaria sanción: se cerraba el kiosco para el de turno.

La buena amistad con Manuela venía de lejos. Entroncaba no solo con estos temas de índole comercial, lo era también por los excelentes lazos que tenía con mi familia y los esplendidos ratos de charla que, a primera hora de la mañana, nada más amanecer, echábamos en el despacho de pan de mis padres. De los mismos, también participaba otra buena amiga, María la de Juan Miguel, otra señora entrada en edad, mucho genio y mayor corazón. Tan amenos se hacían aquellos encuentros, que creamos un grupo de Primitiva al que se sumó Juana Mari, hija de María. Aquello acabó de una manera bastante peculiar, pues a la euforia de creer que nos había tocado un mundo le sucedió un momento de cierta desilusión. La cosa finalmente quedó en un premio que no iba más allá de unas pocas pesetas por cabeza.

Algunas tardes entresemana, cuando uno andaba en soledad y a la espera de que algún compadre cayera por la plaza, calentaba la litrona en el mismo puesto de Manuela. Ella, por hacer el rato más ameno y verdaderamente preocupada por mis pasos, solía preguntarme sobre los estudios, ya fuera en Jaén o Granada, o por dónde conducía la vida. Cuando no llegaba compañía y el entretenimiento se me iba de las manos, también se preocupaba por cómo mal perdía el tiempo empinando el codo. En uno de aquellos días, al saber de mis historias, y de la Historia en la que comenzaba de novicio, me comentó de la importancia que debió tener su vivienda, una casita situada a tiro de piedra de las Eras de Casas y en la manzana de Trinidad, frente al viejo molino de San Enrique. Perteneciente a la saga de los Muñoz-Cobo, la almazara estuvo en funcionamiento hasta la década de los cincuenta del siglo pasado. Para ella, por encima de todos sus méritos, el valor de la edificación estaba en el sótano de la casona, que más bien parecía bodega o cantina según la jerga que usan en la comarca de La Loma. Con sillares de arenisca perfectamente labrados, recordaba a los dos que sustentan los bajos de la Casa Grande, en el callejón del Pilar. Siguiendo su criterio, la verdadera virtud del sótano residía en lo fresquito que era, sobre todo en aquellas siestas estivales cuando los calores eran insufribles.

Para ser fieles a la realidad, el exterior de la vivienda respondía a la tipología más andaluza, la típica casita pequeña de un blanco que rayaba la pulcritud. Pero en verdad, en su interior, bajo esta primera capa de cal, escondía un revoltijo edificatorio de habitaciones que se metían en los solares colindantes, un verdadero laberinto de alcobas de corte austero y muy castellano. Con toda probabilidad, la casona, como las vecinas, fue fruto de numerosas herencias y particiones, la mayoría de las veces arbitrarias. En origen, debió tratarse de un único edificio noble de excepcionales características arquitectónicas, cuya portada señorea hoy en una vivienda dos casas más arriba, la que pertenece a Juan Manuel Ortiz. Con toda probabilidad, responde a un viejo hospital de transeúntes, una construcción que ya desde sus comienzos socavó el sótano, a modo de bóveda de cimentación del conjunto, en los bajos de la vivienda familiar de Manuela. Tanta división no nos debe parecer extraño pues, a modo de ejemplo, sirva el caso de don Pedro Andrés del Mármol, presbítero, que mediado el siglo XVIII poseía, por una parte, un tercio de casa en Cestería y, de otra, una novena en la misma calleja. Asimismo, era propietario de una cuarta parte de un molino en la calle Eras. Un caso similar se da con el prior de san Mateo, don Francisco Charidad Villalobos, que detentaba dos medias casas, una en la Bezerrá y otra en calle Eras, así como un molino, que acogía en su interior un horno de pan cocer, y dos mesones, uno en Eras, todavía en ‘alberca’ (sin techar), y un segundo que hacía las veces de posada. La Posá, que así la hemos llegado a conocer, estaba situada en el encuentro de la Plazuela con Bezerrá y calle del Pozo Vilches.

Del hospital, bajo el apelativo de la Sangre de Christo y situado en las cercanías de Camino Real o de Andalucía, del que cada vez tengo más argumentos para llamarlo ‘calatravo’, poco sabemos más allá de que fue de ‘pobres y pasajeros, también para los de este pueblo, con la encomienda de tratarlos y curarlos, que se sacaba para adelante con un raquítico presupuesto de 130 reales anuales y rentaba un subsidio de 1 real y 8 maravedíes’. Aunque se desconoce su fundador, la administración estaba a cargo de un tal don Alonso Francisco Tirado y Robles, presbítero de esta villa a enero de 1752. Un personaje de la época bastante peculiar e ilustre, como se puede apreciar más abajo ‘fiel cumplidor’ de la Regla de San Agustín. Y es que los apóstoles del voto de pobreza pregonan una y otra vez, permanentemente, regresando en el tiempo como la rueda de una noria, eso sí, exigiendo el cumplimiento al prójimo. Con vivienda en la calle del Potro, también tenía casa en propiedad en Eras y un solar en calle Ejido. Asimismo, administraba los bienes de las ermitas de San Marcos y Santa Eulalia de Barcelona, asunto muy propio, como después se verá, de los acólitos de la Trinidad. El primer santuario estaba situado en un encuentro de caminos señalado, donde Majavieja (o de Andalucía) se unía con el de Guarromán y la vereda de Linares; mientras que el segundo estaba enclavado en el paraje del Calvario Viejo, un conjunto con numerosas eras desde donde partían los caminos con destino a la vertiente norte de Sierra Morena (del Hoyo y San Lorenzo) y el cordel merino de Guarromán.

Es cierto que la gerencia estaba en manos de un clérigo, ya fuera en concepto de mayordomo o prioste, y a cuyo cargo también debían estar los oficios, pero en la práctica, siendo un establecimiento pequeño, más casa de misericordia que hospital, con seguridad el hospitalero sería un cofrade casado o una casera designada por la cofradía. A modo de ejemplo comparativo, así sucedía con el hospital de los Honrados Viejos del Salvador, en Úbeda, donde la regente cobraba un sueldo de cinco reales, cinco panes y una media azumbre de vino a la semana, que debía darle de sí para comprar carne y viandas para su sustento, así como para coger agua de la fuente y el jabón necesario para la limpieza de camas, suelos y enfermos.

Y puestos en esta tesitura, a un servidor le llamó la atención la ubicación viaria de nuestro hospital, en concreto la existencia de un apelativo callejero de origen religioso, en este caso Trinidad, cuando se trataba de una época en la que este tipo de nombres brillaban por su ausencia en Baños: Cueto, Cestería, Matadero, Eras, del Pozo Nuevo, Suspiro, Piedras, Potro, Chacona, Bezerrá, Herradores, Arroyo, Luzonas… Podríamos seguir desglosando el callejero en su totalidad sin encontrar, mediado el siglo XVIII, ni una sola calle que respondiera a motivos de carácter sacro y sí a causas funcionales o cualidades topográficas.

Por las cosas de la edad, pero sobre todo por el momento histórico que te cae vivir y el escalón de la sociedad donde uno viene al mundo, a Manuela no le tocó uno de los más favorables. A muy duras penas, pero con cierto disimulo, se defendía en materia de letras y números. Aunque en más de una ocasión me pidió ayuda cuando la cuenta de una parroquiana superaba la rutina diaria. Ahora, eso sí, tenía una enorme cualidad, la de saber escuchar pacientemente, posiblemente uno de los bienes más preciados que nos ha dado nuestra naturaleza. Cuando veía pasión en el relato del contertulio, se plantaba en jarras y te exigía seguir con tus cuitas y encomienda, dando pie a que uno profundizara en su reflexión. Y aquel día, siendo más monólogo que charla entretenida, a Manuela le brillaron los ojos y a mí otro tanto, como abriéndome la puerta de par en par para que prosiguiera con mi batalla.

Y llegados hasta aquí, habría que tirar del relato histórico.

Durante el siglo XII, también en el XIII, y como ocurrió con las de tipo militar, las órdenes hospitalarias tuvieron un crecimiento desmesurado. Así sucedió con la Orden hospitalaria de San Lázaro, que dedicada al cuidado de los enfermos de lepra fue constituida en Jerusalén (año de 1120). Otro tanto ocurrió con la Orden aragonesa de Nuestra Señora de la Merced (1218), que fue tanto asistencial (hospitales y redención de cautivos) como castrense (defensa de las costas de los ataques berberiscos), la Orden de los Hospitalarios del Espíritu Santo (1195), que se extendió por Francia, Italia y Alemania, o la Orden de los Crucíferos (1119), que fundada en Bolonia, y con el apoyo del papa Alejandro II, se propagó por Hungría y Polonia. También cabe mencionar a las congregaciones de san Eloy de León, dedicada a la atención de los peregrinos del Camino de Santiago, a la de san Bernardo de Suiza, con hospitales en los pasos alpinos, o la Congregación de canónigos del Santo Sepulcro. Surgida en Jerusalén (1144) a iniciativa de Arnulfo de Rohes, los sepulcrinos pasaron a Occidente cuando cayó la ciudad santa integrándose a fines del siglo XV en otra orden hospitalaria, la de san Juan de Jerusalén, Rodas y Malta (1048).

Pero la que aquí nos trae, por nuestro apelativo callejero, es la Orden de la Santísima Trinidad, más conocida como de los trinitarios. Fundada por san Juan de Mata en Cerfroid (1198), en la diócesis de Meaux, el papa Inocencio III aprobó sus estatutos bajo la regla de san Agustín. Desde sus comienzos tuvieron dos grandes encomiendas. De una parte, la hospitalidad, entendida como acogimiento de enfermos, pobres y peregrinos, y de otra, la redención de cautivos, también conocidos bajo el apelativo de esclavos. En este sentido, no fue casualidad que el fundador pusiera la Orden bajo la protección de la Virgen del Buen Remedio, indicando con ello quién sana todos los males de la humanidad. Rápidamente se propagó por Francia, Italia e Inglaterra, llegando a tener en la Península Ibérica más de 30 casas hospitalarias a finales del siglo XIII. La Orden daba gran valor a la ascesis, que se manifestaba especialmente en el silencio, el ayuno, la abstinencia y el comportamiento, tanto en la casa como fuera de ella. En una época donde la vida religiosa es entendida como huida del mundo, como enclaustramiento (conventos y monasterios), los trinitarios se mezclan con los laicos en su rutina diaria, en sus obras de apostolado, en su trabajo y en su economía. Incorporan a laicos a su espiritualidad, a sus obras, mediante la ‘Cofradía de la Orden’, oportunidad que suscitó el entusiasmo de Gonzalo, obispo de Segovia, quien, en una carta elogiosa que obsequia al fundador (1208), animó a toda la población, a todas las clases sociales, a convertirse en cofrades y bienhechores de los trinitarios.

Obedientes a su superior, castos y sin propiedad alguna, los trinitarios se instalarán en los arrabales, muy frecuentemente extramuros y junto a las entradas de la población. Sus ingresos, que procedían de canales bien diferentes, como la limosna o las cuotas de sus cofrades, se dividían en tres partes. Con dos de ellas se atendería a las obras de misericordia y al sustento de los religiosos y la casa; la tercera se dedicaría a la redención de cautivos (esclavos). Asimilados con el pueblo llano, usaban lana para la vestimenta y el lecho, y el asno como cabalgadura. El caballo les quedó terminantemente prohibido. Los siglos XVI y XVII serán de gran vitalidad para los trinitarios de la Península, creándose nuevas fundaciones y hospitales, y abriéndose numerosas casas de estudio y colegios universitarios. Tan ingente actividad tuvo un gran protagonismo en la ciudad de Baeza y en todas sus colaciones, incluida la de Baños de la Encina, villa desde 1626. La última década del XVI trajo consigo la reforma de la Orden. Bajo la batuta de san Juan Bautista de la Concepción, y con la conformidad de Clemente VIII, en 1599 se constituyó la Congregación de los Hermanos Reformados y Descalzos de la Orden de la Santísima Trinidad y Redención de Cautivos. En Andalucía se establecería una de sus tres provincias españolas, en concreto la llamada como de la Transfiguración. Entre otros aspectos de la Orden Reformada, cabe destacar la posibilidad de tener terciarios, es decir clérigos y laicos que profesaban los votos de la Orden. Entre 1625 a 1769 consiguieron veinticuatro redenciones, personas liberadas de la esclavitud del pagano, entendiendo como tales a los sarracenos. Por otra parte, en aquel periodo divulgaron sus renombradas procesiones penitenciales, en las que recitaban y cantaban la doctrina cristiana por las calles concluyendo con un sermón. Todo ello favoreció la general propagación de las cofradías de Jesús Nazareno, cautivo y rescatado, como podemos imaginar directamente relacionadas con la Orden y sus fines.

Al hilo de toda esta perorata, Manuela parecía preguntarse a qué venía tanto verso y qué tendría que ver con las bondades de su sótano. Momentáneamente, la mujer quedó como fuera de sitio, pero tenía la total seguridad de que llegaríamos a buen puerto.

Para el asunto que nos traía, y por no tener a Manuela en la más absoluta inquietud, es interesante apreciar como nuestro edificio, que más nos parece casa de misericordia que hospital, está ubicado junto al Camino de Andalucía y en su encuentro con el camino Cascarrillo (o de Enmedio) y la vereda de la Argamasilla (también conocido como Camino de Linares o de las Enebras). Situado en los arrabales de la villa, lo está en uno de sus accesos principales (entrada de levante). Por entonces, Trinidad se estaba construyendo como barrio de nuevo cuño, extendiéndose por debajo de la calzada viaria que llevaba a las eras de la parte baja del pueblo, las de ‘Casa’. Sobre el terreno, la principal peculiaridad de esta manzana es que las almazaras tenían un protagonismo urbano más que notable, pues eran muy numerosas y sus testimonios aún son más que notables. En este asunto, en la ubicación junto a los accesos y en los arrabales, encontramos la primera coincidencia con los hospitales trinitarios. Por otra parte, como el tamaño de nuestro dispensario era muy reducido, no era la Orden quién directamente gestionaba el hospital. Por el contrario y como hemos visto más arriba, estaba administrado por un clérigo, posiblemente profesante de la Orden, lo mismo que debía ocurrir con los laicos que llevarían el trámite diario: curas, limpieza, atención del peregrino, etc. En este tema, en la colaboración activa de cofrades y terciarios, participando como empleados del hospital, volvemos a encontrar nuevas coincidencias con el modelo asistencial que desarrollaron los trinitarios.

A modo de epílogo, mediado el siglo XVIII, el Catastro de Ensenada nos dice que se desconocen los tiempos y la persona que llevó a buen término la fundación de nuestro hospital. Pero hay tres aspectos que nos indican la posibilidad que existiera una cofradía vinculada con los trinitarios, un grupo de personas respetuosas con los fines y regla de la Orden que gestionaría la rutina diaria del dispensario y que, por tanto, nos indicaría el origen trinitario de nuestra casa de misericordia. En primer lugar, y como nos recordaba en su blog nuestro ilustre paisano Diego Muñoz-Cobo Rosales, tenemos el testamento de Elvira Galindo, que falleció en Baños en 1708 y lo tenía otorgado en 1696. En él, entre otras disposiciones, nos viene a decir que ‘el primer fruto de aceituna de las fincas que dejaba para tal fin, se saque a almoneda o subasta al mayor postor y el producto se ponga a censo y sus rentas sean para la Esclavitud del Santo Christo del Llano, como ayuda a las fiestas y demás gastos de dicha entidad’. Este legado nos confirma la antigüedad de la cofradía y la consideración de ilustre que ya tenía en 1752, fecha del mencionado catastro elaborado en tiempos de Fernando VI.

En segundo lugar, nos llama la atención que el apelativo ‘esclavitud’ tenga especial protagonismo en el nombre de dicha cofradía, más aún cuando el rescate o redención de esclavos en poder de los berberiscos (cautivos) era una de las principales dedicaciones de la Orden (véase el caso de Cervantes en Argel). Paralelamente, en las disposiciones de Elvira Galindo se hace mención expresa de las ‘fiestas’, cuando más arriba veíamos que es por esta época cuando se popularizaron las procesiones penitenciales, principalmente las de Jesús del Rescate y Cautivo, que en la mayoría de las ocasiones venían de la mano de las cofradías de la Orden.

Por último, es muy interesante la presencia de numerosas cruces de la Orden blasonando los dinteles de diversas casonas del conjunto histórico. De cruz griega, muy similar a la paté o patada de la Orden Hospitalaria del Temple, aunque con unas ligeras diferencias, las tenemos identificadas en más de una decena de viviendas. Así sucede con las labradas en la propia manzana de Trinidad, donde hay hasta tres; pero también están presentes en Industria (Becerrá), de la Cruz (del Potro), Visitación (Chacona), de la Amargura, Fugitivos o Isidoro Bodson, antigua Donosa, entre otras. A destacar una de las que hay en Donosa, en el reutilizado dintel que da acceso a los domicilios de Unicaja, cuya cruz no responde al tipo paté. Por el contrario, representa la primitiva cruz de la Orden, la versión formada por dos franjas sencillas.

Estos testimonios, más que significativos, nos podrían confirmar la presencia y la actividad de la Orden en Baños, primero cuando fue colación (aldea) y después siendo villa. Y todo ello nos lleva a considerar que el hospital de la Sangre de Christo, como la vieja cofradía que promocionó la fiesta de los ‘Esclavos’, debieron ser consecuencia directa de la actividad desarrollada por los acólitos que la Orden Hospitalaria de la Santísima Trinidad tenía en nuestro pueblo.

Manuela, mirándome de arriba abajo, me dice que escucho algo en lo más profundo de las piedras, quizá raro o singular, como si quisiera descubrir en su duro interior el corazón y el pensamiento de las personas que las tallaron. Sonríe, echa la llave a la destartalada puerta y me emplaza para otra tarde.