La efímera bonanza económica había elevado considerablemente
la altura de las casuchas linderas, vaciando cámaras y mudándolas a alcobas, pero
aún así los primeros rayos del día seguían saludando prematuramente al desordenado
herbazal que coronaba el Corralón. Se trataba de una vieja casona venida a menos
cuya memoria dormía bajo sus escombros, por entonces un privilegiado otero que ya
sólo era refugio de las travesuras infantiles. La solería, de tierra apisonada y
salpicada de hoyos, se alzaba poco más de dos metros sobre la calle principal,
la Amargura, cuando su empinada cuesta se convertía en altozano. En lo esquivo
de tan inhóspito escondrijo, los chiquillos encontraban el lugar idóneo para
evadirse de la tutela de los mayores y plantar sus disparates.
Por poniente, cerraba con el Cotanillo, apenas calleja apretada
entre paredones de ripios de arenisca calzados con lajas de pizarra, una vereda
olvidada que se perdía en un escenario tabicado de ruinas.
El Cotanillo daba paso a portillos y portones, a cuadras y pajares, a traseras de casuchas otrora influyentes y ahora ennoviadas con el abandono, presas fáciles de zagales arrimados a la aventura y de una imaginación volátil. La de la Moscarra, el Prisco o la Ratilla… pero también las había con lustre e historia, como la de Joaquinito, casona que, como el resto, volcaba sus mejores prendas a la calle Mestanza, un eje viario muy principal.