Arrancaba uno de
aquellos noviembres preñado de amaneceres luminosos, de mañanas que llegaban arropadas de un frío más que
crudo y que sucedían a tardes oscuras, que creía monótonas ¡qué iluso! Las horas
avanzaban tras los visillos contando el tintineo de las gotas de agua que
rompían un silencio pausado y complaciente, o con una charla breve, casi
apagada, provechosa. Corría uno de aquellos noviembres en los que la vida aún
nos saludaba a diario.
Aún bien sentada
la noche, superando las blancas hiladas de las últimas casas, se abría un llano
ancho, limpio, infinito, terrizo, salpicado a tramos de eras empedradas aún
ajenas a mi cotidianidad, a las mañanas de trilla y a mis tardes de fútbol. La
avanzada nos puso por frente, apenas sugiriendo el horizonte, una delgada línea
de mampuestos que se aferraba a duras penas a la verticalidad y, ante la orden
de los mayores, un hato escaso y en exceso trajinado quedó arropado tras ella.
Algunos pasos por detrás, apenas a unos metros de la fuente de Marquitos, desde
donde me llovían órdenes y regaños, quedaba el hato mayor, con jaulas bien
ordenadas y un correoso morral pertrechado de canutillos de cañizo mal pintados
en verde, los espartos equitativamente cortados y una pringosa lata de liria,
veterana en mil vericuetos y batallas dominicales.
Mientras mi primo
izaba varios chaparros varados a la intemperie y que pugnaban por mantener su
verdor en ya clara decadencia, mi abuelo faenaba tras el muro de la Viña la
Tonta con una lumbre que se resistía sin razones y que empezaba a tostar unas
piedras ajenas a la situación, testigos mudos de cientos de aconteceres como el
de esa mañana. Haciendo equilibrios sobre el derruido muro, como empezaba a
hacerlo con el diario, recibí la orden de traer la lata de liria para que su
oscuro contenido, un helado amasijo de auténtico ajonje, pez rubio, aceite
frito y agua, volviera a la vida bajo el calor gestado al amparo de las piedras.
Junto a la fuente,
cuando apenas asomaba un hilo de luz por levante, los pájaros de reclamo eran
aupados sobre pequeños montículos de ripios a salvo de insectos desagradables,
dando así por finalizados los prolegómenos. Mi abuelo saludó el día hurgando en
el macuto e inaugurando una bota bien preñada. Yo, viendo como se desmoronaba
parte del muro bajo mis pies, tomé la decisiva opción, al menos por el momento,
de arrimarme al calor de la lumbre y esperar recomendaciones.
Todos tomamos
posiciones aunque al poco y a ratos, rebelde, volvía a auparme a la tapia
desmoronada.
Mi primo, arrimándose
por vez primera tras la hilera de piedras, traía por equipaje una tabla, larga
y vieja, algunos espartos y la destartalada lata de liria. Mi abuelo seguía
extrayendo y ordenando las pocas viandas del macuto sobre dos grandes piedras:
una talega con el pan mojado y oreado aquella noche, la cabeza de ajos, el
aceite,…y demás aperos para las migas de la mañana; y una buena tira de tocino
de veta y un buen cacho de queso curado que solventarían los honores de la
espera.
El vino, como las
decisiones de la vida, aún me era ajeno.
Dejando la tabla
sobre el muro y viéndome ocioso y pegado a la lumbre, con un ojo y un oído al
cielo, mi primo me alarga un manojillo de espartos y un palo, corto y de
estreno, con la cabeza apenas liada de pringoso ajonje y me ordena mirar y
seguir su hacienda: realizando un movimiento giratorio del esparto sobre el
filo de liria del palo y con una rapidez inusitada el hilacho de hierba seca
quedaba impregnado de aquel ungüento. A ratos, dediqué aquella primera mañana al
aprendizaje de estos menesteres, reponiendo espartos según capturas y evasiones.
Aunque la punta de los primeros quedó cabezolona y con un pegotillo colgando
que haría que, según caminaba mañana, la liria se corriera, puso los cimientos
de lo bueno y lo malo de otros encuentros matinales.
A poco que el día
clareó, la espera nos trajo a mi padre y tío aparejados de una ancha sartén. Al
duro trajín de la noche le sucedía ahora un rato de asueto amarrados a una
lumbre, unas migas y un puñado de pájaros en un día extraño, que me parecía
harto especial.
Con la llegada de
mi padre, dejé de manera definitiva las medias alturas de la tapia para
intentar oír a un hombre que hablaba poco, pero para escuchar a un padre que
comunicaba con su ejemplo. En días como aquellos tomaron posiciones en mi
cabeza ideas extravagantes sobre humanidad, sobre el valor de lo cotidiano,
empecé a duras penas a escuchar, y mucho, antes de actuar, a sopesar en su
justa medida el esfuerzo constante y diario, sin grandes alardes y dando un
paso atrás antes de volver al frente.
En aquellos
lejanos Santos había un encuentro con la tierra, de cómo enfrentarse a la vida
con las enseñanzas de la tradición de los mayores, algunas buenas y otras
malas. Aquellos Santos no eran hijos de los derroteros de la muerte instaurados
por el cristianismo en las postrimerías de una Roma decadente; aquellos Santos
no conmemoraban la muerte del ciclo estacional de la tierra como hicieran los
paganos del norte; aquellos Santos eran el encuentro con la vida, con sus
enseñanzas, tras un verano que había achicharrado todo hilo de ella de nuestras
sierras y campiñas, de Sierra Morena.
La tierra brotaba
en los pastos, en los pasos, en sus cosechas de invierno. Hoy, posiblemente,
ese espíritu se ha borrado y con él todo atisbo de enseñanza, campando la
muerte por doquier.
Vísperas de Santos de 2014
En la fotografía, mi tío Antonio, hermano mayor de mi padre. Autor: Antonio Miraves