Cuando chico, no era ni con la rosa ni con el azahar los aromas con los que identificaba la primavera ¡ca!, era con la “pringe desahumá”.
En los primeros tiempos lo argumentaba como una excitante aventura. Ya el Viernes de Dolores dejaba a un lado a mis amigos de diario para convertirme en el anfitrión de una chiquillería que llegaba al horno entre alegre algarabía y canastas sobre la cabeza. Con el alba, apenas despuntando las primeras luces, y aún sin ellas, el Cotanillo se convertía en un ir y venir, en un trasiego de aceites desahumados, naranja rallada, matalahúga y canela que llenaban de un olor especial nuestra primavera, impregnando unas callejas en breve tomadas por el vuelo rasante y el gorgojeo de las primeras golondrinas. A poco, tras los saludos de rigor, la primera batalla campal por conseguir una latas de más de las que luego algunas quedarían olvidadas a espaldas de una caja de cartón, una canasta o simplemente despanzurrada sobre el suelo de terrazo.
Mi padre, en su papel de alquimista, repartía equitativamente, según volumen y pretensiones, la sal, el agua y la levadura. Pocas, muy pocas, siguiendo una vieja tradición, las señoras hacían acopio de masa de pan y saltaban éste primer trámite. Ahora, ya en el corte, un ejército de amazonas, brazo arremangado, metían en faena el lebrillo de barro con la modernidad mudado a simple barreño de plástico. Mi tío, en su papel, comenzaba a agitar en exceso el rabo de la pala intentando sentar terreno, pero a sabiendas que a la postre serán intentos vanos. Finalmente, entre la algarabía de señoras, las carreras de la chiquillería y sus votos, el rabo acabaría en la espalda de alguno nivelando las aguas hasta nuevo envite.
De aquellos primeros momentos recuerdo épicas batallas a pedradas con el “tetes” el de la “rabiosa”, siempre con la compaña del bueno de Ramonchi, el de la autoescuela, y buscando el cobijo de la ancha y muy heroica ventana de mi chacho “laruta”. Un mal día tuve el desafortunado atino de arrearle bien en toda la cabeza y, tras un fuerte raspapolvos, ¡cómo si su intención no fuera la misma!, se acabaron las correrías y los desatinos.
La faena mudó a obligación. En principio mis deberes se limitaban a descongestionar, a dar fluidez a los trabajos rebajando así los malos y justos humos de mi tío. Igual enderezaba la redondez de las tortas multiformes que remataba una masa que no acababa de despegarse de los brazos de señoras bisoñas en este menester. Con la modernidad y sus adelantos llegaron los hornos de cocción por aire caliente y quedé de custodio del carro de las latas. No era extraño que a una señora, pendiente de sus menesteres, agachada colocando una lata en la parte inferior del carro le viniera encima una cascada de magdalenas crudas que asomaban por las alturas. Y ahí estaba yo para impedir desaguisados cuando tenía la cabeza en su sitio, ¡las menos!. Finalmente, acallados bajo el peso de las tecnologías los aspavientos de mi tío con el rabo de la pala, pasé a controlar aquella máquina de los infiernos.
Allí recibí malas noticias, como la accidentada y trágica muerte de dos amigos.
Finalmente, quedé de único anfitrión bajo la mirada tutelar de mi padre. La verdad que era demasiado dominante: alquimista, reparto equitativo de latas según kilos de aceite, seguía rematando redondeces, jefe de máquinas y sucesor de Vulcano. A poco llegué a controlar los ingredientes de las masas, nada quedaba a la improvisación femenina, todo andaba bajo el mismo molde. Entendí que era la forma de no errar. De fondo, sempiterno y acallado por la algarabía, mi destartalado radio casete anclado sin remisión en Radio3 junto a un estridente y estrambótico reloj de alarma. Fueron tiempos de tribulaciones y peleas en broma con Rita y Cándida; de experimentos, como aquellas tortas de chicharrones hechas al azar; de los intentos de la fructosa y la negra huella que ésta dejaba en las magdalenas; de buenas amistades con gente que era mayor que yo, como Antonia “la triguera”; de magdalenas hechas según la más antigua tradición de mi familia materna, como las que hice con la buena de mi tía Lola, la del “cuco”, cuyos pasos no apunté y se fueron como aquellos aromas de la vieja primavera; de las galletas de máquina y otras extrañas y raras especulaciones; de magdalenas que quemaban el gaznate; de las miles de tirillas de los hornazos; …; fueron ratos con muy buenos momentos.
Según iba avanzando Lug en el firmamento el rumor se iba acallando, las conversaciones se hacían más nítidas y el aroma se endulzada hasta casi desaparecer bajo el peso de las calores. Hoy echó en falta el olor de aquellas largas mañanas.
Yo también echo de menos esas canastas de magdalenas, tortas y hornazos, con aquellos trapos para taparlas bordados y con ganchillo guardados hoy en un rincón del cajón.
ResponderEliminarBuenos tiempos aquellos
Frase a frase he vuelto a vivir esos momentos, alguna lágrima a estado punto de brotar cuando en tu magnifico relato he recordado a mi madre con su delantal y como tú bien dices remangada, introduciendo en la masa de pan todo lo necesario para que se transformase en aquellas exquisitas tortas; sus enérgicos puños se afanaban en ser una de las primeras en acabar. Mi madre señalaba las latas para el horno con un puñado de habas secas “¡Las habas son de Ana Pepa!” cada madre señalaba las suyas, no se podía repetir esta señal, y distintas composiciones adornaban las torta: garbanzos, cascarones de huecos, alubias, incluso mezclas ya que no había más elementos disponibles que pudiesen entrar en el horno. Después había que esperar el reposo. Recuerdo como miraba entusiasmada como iba creciendo la torta. Se tenía muy en cuenta la cantidad de latas para estar atentas cuando salían del horno, algo que mi madre dejaba a mi responsabilidad.
ResponderEliminarMientras tanto ELLA iba batiendo las claras de los huevos a punto de nieve para las magdalenas, una montaña de un soso merengue donde no te dejaban meter el dedo, luego mezclaban las yemas. Recuerdo perfectamente, un kilo de todo: aceite, azúcar y harina, los papelillos del lobo una caja por kilo, canela y raspadura de limón al gusto.
Los chiquillos un verdadero incordio “Ya no vienes más” decía mi madre un tanto disgustada, pero al año siguiente en plena madrugada íbamos Cotanillo abajo.
El Cotanillo siempre formó parte de nuestra niñez, por distintas razones siempre estábamos por allí.
Ahora hago las magdalenas en el horno de mi cocina, una de mis manías es que al horno no voy sin ELLA.
Muy buen post, muchas gracias por compartirlo.
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