viernes, 13 de agosto de 2010

guion visita teatralizada al castillo (1)

Cambiamos de rumbo, subimos directamente hasta los aljibes. Aquí el guía debe provocar que los asistentes, en un momento dado, miren hacia el alcazarejo, ese preciso instante debe ser aprovechado para que, a espaldas del público y creando gran revuelo, se cuele Charún, rey de las almas perdidas.

Como lleva en la cintura dos cencerros, se cuela inquieto entre la gente provocando gran estruendo.

Charún.- ¡Ilicia!, ¡Ilicia!, ¿dónde escondes tu negra alma?, ¿dónde tu sucia sangre? (mirando de manera inquietante, nerviosa, uno a uno a todos los asistentes).

Guía.- ¡Qué nadie se mueva!, sus ojos están acostumbrados a la oscuridad y sólo puede dar cuenta de nuestra presencia cuando nuestras sombras se agitan. ¡Qué nadie se mueva!

Es Charún -afirma el guía-, rey de las almas perdidas, servidor de Hécate, diosa de los muertos, de los fantasmas y de las brujas. Se alimenta de la sangre de los moribundos y su trabajo consiste en hallar las almas en pena para dirigirlas al cruento infierno.

No os preocupéis, siempre vengo preparada con una rama de álamo negro que está consagrada a Hécate, la que nos vigila desde el cielo -el guía indica a la luna, representación de la diosa Hécate-. Ningún mal puede hacernos si estamos callados y andamos sigilosos.

Ilicia.- (introduciéndose sigilosamente entre los visitantes a los que muestra una cara pálida y llena de desaliento). ¿Es a mí a quién buscas negra vieja? ¿Es qué nunca te darás cuenta que mi alma es como el viento: libre, cambiante, imprevisible? ¡Nunca me atraparás!

¿Quiénes son ustedes? (dirigiéndose a la guía), ¿es qué no saben que cuando va cayendo la noche entre estas ruinas se reúnen demonios y brujas, viejos satánicos y seguidores de Hécate que no cesan de inquietar hasta haber saciado su maldad? Muchas son las almas que caen en el pozo de los infiernos en noches como ésta, cuando despistados facilones se dejan engatusar por la algarabía de estos escandalosos cencerros que, con su estruendo, rompen la quietud y el silencio de la noche.

Guía.- ¿Es usted Ilicia, la joven patricia romana muerta en circunstancias extrañas de la que hablan las crónicas de este castillo?

Ilicia.- La misma, hija del publicano Mario. Mi padre llegó a tener la concesión de todas las minas de Sierra Morena, desde Cástulo a Sisapo -contesta cogiéndole a la guía la rama de álamo y golpeando a Charún, que huye entre un gran estruendo de cencerros y espantos-.

Guía.- ¿Y cómo fue su trágica muerte?

Ilicia.- Como todas las muertes injustas. Mi padre, hombre cabal, de cuentas claras con el César y con los Dioses, viendo que los caminos que llevaban a las minas iban a peor tras sucesivos inviernos de abundantes lluvias, pidió al procurador del César, Othorio, que los arreglara, pues las pérdidas económicas, para él y para las arcas del Emperador, crecían día a día.

El malvado Othorio accedió pero con la condición de que mi padre me entregará a él en matrimonio, aún sabiendo que yo era contraria, no había cumplido todavía los quince años. Mi padre, con gran dolor por su parte, me entregó al procurador creyendo que me colmaría de bondades y riquezas. Othorio, por su parte, como hombre de palabra, cumplió su promesa de arreglar los caminos, puentes y fuentes de la Sierra.

Pero enn pocos meses fui consciente de la maldad que entrañaba su corazón y su mente. Su ambición era insaciable tanto en tesoros como en amores, en nada de tiempo, una vez que caí en sus brazos, pasé a ser una más de las esclavas que ocultaba en sus habitaciones privadas.

Guía.- Pero, ¿Othorio no la amaba?

Ilicia.- Othorio sólo amaba a su persona y a su ambición.

Resignada de la vida, durante una de las visitas que mi esposo hizo a las dependencias administrativas que mi padre poseía en el interior de la Sierra, a los pies del Cerro sagrado del Navamorquín, y en la que lo acompañé, logré escapar. Fui perseguida hasta la extenuación y, finalmente, viéndome acorralada, me lance al fondo del aljibe que se sitúa en el interior del castillo del Navamorquín.

Llena de lágrimas y según caía a las negras entrañas de la tierra, pude escuchar que uno de los legionarios que corría tras de mí decía: “aquí muere Ilicia, mujer de gran gallardía”; desde entonces este castillo es llamado de “Gallarda o Galiarda”.

Recogieron mis restos y quemaron el destrozado envoltorio en que se había transformado mi cuerpo, quedando mi alma errante, como podéis apreciar. Posteriormente las cenizas fueron enterradas en un templo que mi padre alzó en mi honor, aquí donde posáis vuestros pies, en lo más alto del Cueto, colocando una estela con el desgraciado nombre de esta sirviente de la muerte.

(Ilicia marcha callada y cabizbaja por la escalinata, muy despacio, hasta esconderse en una torre).

Fotografía: www.bdelaencina.com

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