Desconozco la causa, pero de muy chico siempre me pelaba en sábado
y en la Barbería de Ponaire.
¿La razón?, no sé. Quizá el motivo estaba en que era el
único día de la semana que mi padre me veía más allá de lo que era “un buenos
días y un adiós”… y aprovechaba la oportunidad para ordenarme la vida hasta
donde podía y le daba de sí el momento. Luego ya, cuando fui menos chico,
compartimos noche… cosas de infancias diferentes, ¿o quizá no?
La barbería, como el estanco de Paquito, la abacería de las
María Manuelas o la tienda del Obispillo, era uno de aquellos lugares que gestaron
lo que recuerdo de mi primera infancia, porque para olvidar ya tenía el
Cotanillo, el Corralón o la Casa de Joaquinito. Con razón, la barbería del
Maestro Ponaire estaba plantada a tiro de piedra del horno, calle abajo. Aunque
para mí, realmente, el negocio lo regentaba su hijo Pedro. Al maestro lo tenía por
un vejete delgado, camisa suelta y entrado en las pocas canas que le permitía
su escasa cabellera. Un señor que paseaba continuamente por la sala, jaula en
mano, contando en voz baja su mucho saber sobre las cosas de pájaros. Pedro,
por el contrario, entre tanto barullo y revuelo esgrimía una voz rotunda,
contundente, intentando poner un poco de orden y criterio entre tanta parroquia
desgañitada.
A media mañana, con enorme timidez y cabeza gacha saludaba
con un “quién es el último”. Luego ya, una vez que conocí al Nani, nieto y
sobrino, pasé a entrar con más soltura, como si fuera casa de visita diaria. Sábado
con sábado, el lugar era muy concurrido. Los muchos iban a pelarse y unos pocos
tenían por costumbre ir a afeitarse, pero la mayoría no tenía otra tarea que
encontrar un rato de charla y evitar taberna.
Nada más asomar la cabeza, se apreciaba que el lugar era
apretado para tanta parroquia. Estaba abierto a la diestra y flanqueado de
sillas de enea, dando vista a una frágil puertecilla de dos hojas acristaladas
mitad por mitad, un huequecico casi siempre hermético que abría a una salita-comedor
recatada donde la matriarca escuchaba en silencio, incrédula a las barbaridades
e improperios que se decían, como resignada a cuanto acontecía fuera de sus
dominios. Por frente, desplegado en horizontal y sazonado de botes y ungüentos de
todo pelaje, se extendía un desteñido y enorme espejo, o al menos así me lo
parecía, entonces. Por delante, le precedía un sillón gigantesco, fijado al
suelo y giratorio, principal, y una silleta de madera labrada donde el maestro ejercía
cátedra en momentos de máxima afluencia.
Era cruzar el umbral y te rodeaba un estruendo de supuestas
conversaciones, cada inquilino a su cuento. Con el tiempo, me veo de pie y
absorto, y recuerdo aquello como vieja película en blanco y negro donde todos los
actores gesticulan aceleradamente y nada se entiende sin la ayuda de
subtítulos. Pedía la vez y me sentaba, por guardar las formas, y veía como a mi
alrededor los compadres unas veces urdían tratos, que se cerraban con un apretón
de mano, y en otras ocasiones tejían trajines que de nada servían, nunca fueron
y nunca serían. Inmerso en aquella insoportable
atmósfera sonora, de cuando en cuando y de entre tanto revuelo, como si de un “mixto”
de colorín se tratara, se elevaba una pitada fortísima, insoportable, que nada contenía,
mientras los “castellanos”, enmudecidos, callaban.
Dejaba pasar unos minutos que se hacían interminables y,
calculando que la espera iba para largo, me levantaba con cautela, intentando
que nadie fuera consciente de la maniobra. Salía a la calle, a ventear compinches
de juegos y armar posibles trastadas. Puerta con puerta estaba el estanco y
abacería de Paquito Juan Rafael, aunque para los más chicos era kiosco de
chucherías y encurtidos algo avinagrados. A pesar de ser lo que era, a los
escalones del estanco les dábamos esquinazo, pues Paquito, sabiendo de nuestros
desmanes, desoyendo cantos de sirena y sabiendo de qué iba el cónclave, nos
espantaba con su voz ronca no nos fuéramos a ir con el esparto en la cola. Nos
dejábamos caer calle abajo, en la acera cemento liso y resbaladizo de los “Larilla”
o en la graílla de Marcelino del Moral. Allí, haciendo hora y lugar, nos
entreteníamos encandilados con los muchos dichos y chismes de Eusebio. El
hombre se salía a la calle cuando la falta de clientela se lo permitía y hacía
muestra de su trato afable y mucho ingenio. En una de aquellas, y viendo que siempre
rehuía la bulla del interior de la barbería, Eusebio me dice:
—Nene, ¿no te entretiene la charla de los mayores?
—Bueno, es que no hay demonios de que me entere de algo. Me
da que cada uno va a ver quien grita con más fuerza y aplomo.
—Sí, cosas de la vida. Cuando entres para pelarte, haz un
esfuerzo. Concéntrate y, entre tanto revuelo, intenta escuchar como cantan los
colorines del Maestro, están en el patio. Esfuérzate.
Y así procedí. Cuando me toco vez, subí al taburete que me plantaba
Pedro, a espaldas del elegante y reclinable sillón de barbero, como si de un
chaparrillo de liria se tratara. Cerré los ojos y puse oído. Me costó. Pero
antes de que Pedro me despidiera como era costumbre, con un “ya me pagará tu
padre”, por encima de tanto vocerío logré escuchar el hilo sonoro de los
colorines. Y, sábado con sábado, he hecho por donde escucharlos. Sobre el taburete
y cuando pude auparme al sillón de cuero y porcelana.
Ahora, con tanto barbero de diseño cada día me cuesta más.
No sé si será cosa de la edad, de que apenas quedan colorines o de que hay
mucho pájaro mixto.
Fotografía: Antonio Miravés. En la misma, mi tío Antonio.