La
primera ocupación del Cerro del Cueto, uno de los dos montes que, junto a la
Calera, soportan al núcleo de población de Baños de la Encina, y sobre el que
se sitúa el castillo, nos remonta a los últimos latidos de la Edad del Cobre que,
en la zona, ofrece ciertos testimonios en Cerro Tambor (hace unos 4.000 años).
Desde este lugar la población ejercía el control de la mina de azurita y
malaquita (cobre) del Polígono-Contraminas, donde el valle se da de bruces con
las primeras estribaciones serranas, al pie del vecino cerro del Gólgota.
Asimismo, encontramos en el interior del castillo muros pertenecientes a la
Edad del Bronce y de la cultura Íbera, que también tienen amplia presencia
fuera de sus tapias deslizándose hacia el barranco de Valdeloshuertos por el
oeste y al llano por el sur.
Roma
plantó un mausoleo funerario, a modo de templo, en la corona artificialmente
amesetada de su cota más elevada. Una estela hallada durante las recientes
excavaciones arqueológicas, que parece directamente vinculada a este inmueble,
nos identifica a una tal “Ilicia” como el personaje reverenciado bajo esas
piedras, posiblemente una dama perteneciente a los notables publicani que regentaron la explotación minera de esta
parte de Sierra Morena durante el Alto Imperio.
El Castillo,
heredero de las clásicas fortalezas bizantinas que tuvieron su predecesor en
los campamentos castrenses de Roma y una amplia dispersión a una y otra margen
de la franja sahariana, es quizá su mejor testigo en toda Europa
De
rara forma ovalada -adaptándose a las curvas de nivel del cerro- y tabiyya como
principal componente, está organizado en quince torres cuadradas (una es
ligeramente pentagonal) que avanzan desde el lienzo de muralla. En su interior
presenta una complicada urbanística de época almohade (siglo XII) y
bajomedieval. La compleja trama urbana tenía como objetivo principal
desorientar y provocar el caos en un posible atacante, que consiguiera ultrajar
sus murallas defensivas una vez superada la entrada en codo de acceso al
castillo, de la que hoy apenas quedan contados y mudos testigos en la calleja que
nos lleva a la puerta del castillo y en las ruinas de la que fuera Santa María
del Cueto (cripta, que no aljibe, y ábside), que aprovechó para su construcción
parte de la propia estructura “codada”.
En el
interior, elevándose apenas sobre el laberinto urbano, un pequeño patio de
armas se asoma sobre la ruina del que fuera mausoleo romano organizando, en su
justa medida, el simulado desorden de las viviendas. La trama, salpicada de
calles pétreas que preconizan en el tiempo los empedrados que caracterizarían
la aldea bajomedieval de “Bannos”, va derramando pequeños detalles que nos
narran como eran las cosas en esta tierra de frontera. Las casonas cobijan
cuadras y molinas, alternan jaraiz con bodegas, trazan conducciones y registros
pluviales, pisan suelos de barro y cal, sientan goznes y trancos, y…, en fin,
viven en tiempos que fueron de guerra, pero también de encuentro con un
territorio que les era de nuevas. Ya bajo control castellano, la estructura
interna es alterada mediante la construcción de un reducido y bien defendido
castillete o alcazarejo de sillares medianamente regulares. Paralelamente, se
reviste de piedra el exterior de la torre cuadrada situada más al noreste, dando
lugar a una estructura cilíndrica que se eleva en altura sobre las demás: la
torre del homenaje o Almena Gorda. En una primera fase gana en robustez
logrando a duras penas doblegar bajo su mando al resto de hermanas; será
ya en el tránsito entre los siglos XIV y XV, posiblemente durante las luchas de
“banderías” que acaecieron en los estertores del reinado de Enrique IV y que
auparían al poder de Castilla a Isabel I, cuando la terraza superior, almenada,
muda en sala que cierra en bóveda apuntada y torna a mirar de frente a los
nuevos poderes emergentes (Plaza Mayor). Sobre la meseta central se sitúan los
aljibes, dos naves excavadas en la roca y cerradas en altura por una doble bóveda
de medio punto elaborada con ladrillo.
Los
muros laterales de los pozos están construidos con la técnica del “opus signinum”
(el mortero se realiza de una sola vez evitando la presencia de mechinales),
evitando así las filtraciones del agua embalsada; cada vez se suman más
investigadores que certifican un probable origen romano de este equipamiento
hídrico. Tierra roja libre de materia orgánica, chino de río, cal como aglutinante
y agua es la fórmula mágica que ha permitido que este coloso, después de muchos
siglos, siga perfectamente en pie. Sobre la cota del suelo, donde aparece un
mortero con alta presencia de ripios de piedra y considerable tamaño que
permite nivelar la irregular superficie, se van levantando sucesivas hiladas de
este calicanto, denominado por los musulmanes tabiyya o tapial. En realidad, no
es otro material que el “opus caementicium” heredado de la arquitectura romana.
En cada hilada de mortero se vertía el material sobre un molde rectangular de madera
o encofrado, a modo de cajón sin fondo ni tapa, que medía dos codos de altura y
entre cuatro y seis codos de longitud (el codo equivale a 42 centímetros).
Entre hiladas, se situaban pequeños maderos (agujas) que sostenían el encofrado
de madera y que, al pudrirse, funcionaban a modo de junta de dilatación. Podemos
apreciar la huella que dejaron estos maderos en la sucesión de agujeros o
mechinales que surcan todos los muros del castillo. El cajón se ayudaba de
otros elementos complementarios, como el costal o vara vertical que evitaba que
los cajones se abrieran; y el codal, que hacía lo propio impidiendo que se cerraran.
El material se vertía en tandas, que eran apelmazadas con un pesado pisón de
madera.
Acabados
los muros, se remataban con un enlucido rico en cal que protegía de las
inclemencias meteorológicas y que era decorado profusamente mediante excisión con
elementos vegetales muy esquemáticos (zigzag, espigas, ramificaciones, flores, etc.).
En 1626, la aldea de Baños se segrega del
concejo de Baeza constituyéndose como villa. El nuevo orden jurídico y civil, in
crescendo hasta la promulgación de las primeras ordenanzas municipales de
la villa (1742), pone una losa definitiva a la actividad vital del castillo. La
población y el poder se van derramando extramuros, alejándose del coloso que
acabará dando cobijo a la muerte.