viernes, 14 de junio de 2013

Los espacios naturales de la Sierra Morena Continental

La Sierra Morena Continental se eleva en la zona centro oriental de Andalucía dando forma a suaves lomas pobladas de encinas y alcornoques que se suceden interminablemente, a modo de colosales escalones que nos elevaran desde lo hondo del Valle del Guadalquivir hasta colonizar el otero manchego; siempre, sobre nuestras cabezas, el atento vuelo del águila imperial ibérica y el buitre leonado.
 
La sierra, una de las cordilleras más antiguas de la Península Ibérica, sustenta una gran variedad geológica, lo que ha condicionado el relieve y la presencia de una importante diversidad paisajística. Al norte dominan las cuarcitas que dan forma a un relieve abrupto, de encajados barrancos, como se pone de manifiesto en Despeñaperros o en la Cascada de la Cimbarra. Según descendemos, aparece un relieve de pizarra más suave, que atesorara gran parte de los filones metalíferos del histórico distrito minero Linares-La Carolina. Entre estas rocas se cuelan gigantescos bolos y canchales de granito que tienen su mejor exponente en la llanura Pedrocheña que ocupa el norte del parque natural de la Sierra de Cardeña y Montoro. Ya en contacto con el valle del Guadalquivir, la sierra da paso a solitarios cerros de arenisca, antiguos depósitos fluviales cuya piedra es usada tradicionalmente para los edificios monumentales de los municipios serranos y que también ha dado lugar a elementos geológicos de sumo interés, como el conjunto de huellas de dinosaurio (icnitas) de Santisteban del Puerto.
 
Los bosques de encina, en su mayoría adehesados, manchas mixtas de acebuches, quejigos y alcornoques, y, en las umbrías frescas y húmedas, bosquetes de roble melojo van a caracterizar la flora de estas sierras, dando lugar a una de las masas forestales mejor conservadas de la Península y a uno de los enclaves más singulares y de mayor valor ecológico de todo el territorio andaluz. El matorral noble es denso y diverso en las zonas menos alteradas, siendo las especies más frecuentes madroños, lentiscos, labiérnagos, aladiernos, espinos, mirtos y brezos y a los que se les unen coscojas. La vegetación de ribera, con presencia de sauces, fresnos, almeces y alisos, forma en ríos como el Yeguas o el Jándula algunos de los bosques de galería más auténticos de Andalucía.
 
Por sus agrestes laderas se mueve la población más numerosa de lince ibérico, uno de los carnívoros más amenazados, o el lobo, que encuentra en estas sierras su principal cobijo en Andalucía. Es de destacar la presencia de un número importante de grandes rapaces que pueden avistarse con facilidad desde los senderos señalizados, como son águila real, buitre negro o búho real, aunque el principal protagonista de esta sierra es el águila imperial ibérica. También se contabiliza una buena cantidad de parejas de cigüeña negra, cernícalo primilla y otras especies variopintas como nutria, meloncillo y un endemismo exclusivo de las aguas de los ríos Jándula y Rumblar: la Bogardilla. Las especies de caza mayor, como ciervo, jabalí y gamo, campean aquí por algunos de los cotos cinegéticos más prestigiosos de la Península.
 
La historia de estos lugares viene marcada por su carácter fronterizo entre la meseta y el valle del Guadalquivir, que los ha dotado de castillos, plazas fuertes monumentales y reconocidas batallas (Navas de Tolosa, Baecula y Bailén), pero también de caminos históricos, vías romanas y ventas bajomedievales. La minería ha sido otro de los componentes económicos que ha acompañado el devenir histórico de estas sierras, como ponen de manifiesto las minas de El Centenillo, el poblado argárico de Peñalosa o la ciudad íbero romana de Cástulo que, junto a las pinturas rupestres Patrimonio de la Humanidad que salpican todo el macizo, son los mejores exponentes de prehistoria de este territorio.
 
En la zona más oriental, sobre el Guadalquivir, a modo de atalaya que controla el importante cruce de caminos sobre el que se sitúa, Montoro es el máximo exponente monumental de este espacio: la Casa Ducal, las parroquias de Nuestra Señora del Carmen y San Bartolomé o el edificio de las Tercias, Museo del Olivo, son solo una muestra que se complementa con la arquitectura popular de las aldeas, como Venta el Charco, y las molinas, viejas almazaras levantadas sobre una roja piedra local, la molinaza. Hay también artesanos que siguen haciendo de lo que da la tierra una obra de arte; así aparecen maestros de la miel, mazapán, esparto, corcho,…, y hasta del calzado más artesano.
 
La presencia de suaves pendientes determina un escenario excelente para la práctica del senderismo, pero también para realizar rutas ecuestres y de cicloturismo aprovechando en su caso puentes, como el de las Donadas, o viejas calzadas romanas que surcan estas tierras. Según ascendemos, donde el control de los caminos es fundamental, la historia ha ido moteando de bastiones los oteros, como es el caso del castillo de Azuel o las atalayas de las Mañuelas y El Escorial. Pero es la arquitectura menor, como herramienta de la economía, la que identifica a la dehesa, apareciendo por doquier abrevaderos, vallas y bardales realizados con la dura materia prima que la soporta: el granito.
 
El pantano de las Tejoneras, a poco más de seis kilómetros de Cardeña, permite que los aficionados a la observación de las aves encuentren aquí un enclave de sumo interés. Para los que buscan sosiego, el tránsito otoño-invierno es interesante por la recogida de setas o la observación de la berrea, que el amante de las tradiciones puede combinar con la apreciación de la cría del cerdo ibérico en la dehesa y la visita a un centro de transformación de sus carnes.
 
En la zona central, al este del Yeguas y en el parque natural de las Sierras de Andújar, aparecen repartidos por toda su geografía senderos, uno de ellos señalizado como de Gran Recorrido (GR-48 de Sierra Morena), miradores, áreas recreativas y un jardín botánico que permiten que el turista disfrute de uno de los bosques mediterráneos mejor conservados de la Península. Un escenario idóneo para la práctica de actividades de bajo impacto ambiental, como el senderismo o la caza fotográfica. La existencia de una calzada de tierra que une el centro de visitantes de las Viñas de Peñallana, puerta del parque natural, con el poblado de El Centenillo, permite observar la disparidad paisajística de las fincas donde pasta el toro de lidia y las dedicadas a la caza. Así mismo ofrece un entorno idóneo para la observación de fauna salvaje: durante el tránsito del verano al otoño es escenario excepcional para apreciar la “berrea” del ciervo. Sus embalses, tanto el del Encinarejo como el Rumblar, conforman un litoral interior que favorece la práctica náutica (canoa) y el avistamiento de avifauna.
 
Con seguridad el patrimonio cultural es otra de las grandes bazas de este espacio. A la monumentalidad de sus municipios -Baños de la Encina y Andújar- se suma un patrimonio arqueológico y etnográfico nada desdeñable representado entre otros por yacimientos prehistóricos como Peñalosa, los castilletes íbero romanos de Los Escoriales y Salas Galiarda o el poblado minero y decimonónico de El Centenillo, edificado a la usanza británica. El Santuario de la Virgen de la Cabeza acoge anualmente la romería en honor a la patrona de los monteros, posiblemente la más antigua de España.
 
Ajeno al ajetreo motorizado que supone la autovía A4, podemos encontrar un verdadero paraíso para los amantes del senderismo y el cicloturismo: el parque natural de Despeñaperros. De los senderos que ofrece el espacio protegido, el de la Cueva de los Muñecos profundiza en el legado histórico -santuario ibérico- y el del Barranco de Valdeazores ofrece un destacada riqueza botánica y unos privilegiados enclaves para observar la fauna: desde el mirador del Collado de la Aviación se puede avistar al buitre leonado o al águila real sobrevolando el monumento natural de Los Órganos.
 
Con la llegada del otoño y las primeras aguas, es también una zona de interés para escuchar la berrea del ciervo o recoger níscalos; pero sin lugar a dudas es un espacio en el que se puede conocer con profundidad el arte rupestre esquemático -Cueva del Santo o Vacas del Retamoso-, Patrimonio de la Humanidad, pues a la cantidad de recursos presentes se une la posibilidad de realizar visitas guiadas con personal formado. En este sentido, es interesante desplazarse a la vecina localidad de Aldeaquemada, al paraje natural de la Cascada de la Cimbarra, donde un escenario natural impresionante cobija un número más que notable del mejor arte rupestre.
 
Pero es y ha sido el eje viario hacia la llanura manchega, de ahí que aún encontremos un legado más que interesante vinculado a esa mudanza: calzada romana del Empedraíllo, Venta Nueva (siglo XVIII), la Estación ferroviaria de Santa Elena o los castillos de Castro Ferral y las Navas. Es interesante también conocer sus aldeas, como la Aliseda, que concentró uno de los balnearios más destacados del siglo XIX; o la de Magaña, de un valor etnográfico más que sobresaliente. Estos mismos barrancos fueron escenario de acontecimientos bélicos de primer orden, como la Batalla de las Navas de Tolosa (1212).
 
Ajeno a los espacios protegidos, la comarca del Condado, en la zona más oriental de la Sierra Morena de Jaén y lindera con la Sierras de Segura y el manchego Campo de Montiel, se eleva hogaño como un verdadero territorio museo. Opidum como el de Giribaile (Vilches), cascos históricos como los de Vilches, Santisteban del Puerto, Castellar y la bella atalaya de Chiclana de Segura, núcleos ilustrados como Arquillos o el santuario ibérico de La Lobera en Castellar son solo la aguja de un pajar por aún explorar.


Fotografía: Alex Casas.


Fotografía: Cati Sabalete.

Fotografía: Proyecto Peñalosa.

Fotografía: Cati Sabalete.



Fotografía: Cati Sabalete.

jueves, 13 de junio de 2013

La memoria despedazada

(Fotografías: Juan Manuel Ortiz).
 
Aunque la reciente bonanza económica había elevado de manera considerable la altura de las casas linderas, tornando cámaras en alcobas individuales, los primeros hilos de luz del día seguían saludando prematuramente al herbazal desordenado que corona el Corralón, un altillo de amapoles y jaramagos. Éste, una vieja casona venida a menos cuyas historias de antaño yacen bajo los escombros, es hoy un otero que cobija las travesuras de la chiquillería. La solería, de tierra apisonada e irregular, se alza poco más de dos metros sobre la calle principal, la de la empinada Amargura cuando está se torna ya altozano, quedando el lugar al suficiente resguardo para evadir juegos y triquiñuelas de la mirada atenta de los mayores. Al lado de occidente cierra por el Cotanillo, apenas calleja, sin luz, sucia y apretada entre paredes de ripios de piedra calzados con pizarra que se pierden en un fondo tabicado de ruinas.
 
Aquella mañana de sábado, como desde siempre, iría llenando de carreras y voceríos el solar del Corralón mientras las madres abrían de par en par ventanas y puertas para hacer sábado, la limpieza general de la semana. Los primeros llegados recibían un sol apenas templado de una primavera aún infante; los más rezagados lo sufrían bien entrada la mañana. Pero aquel día, por esperado, era bastante especial. La calleja del Cotanillo daba paso a portillos y portones, a cuadras y pajares, a traseras de casonas otrora influyentes y hogaño volcadas al abandono, presas fáciles de zagales muy arrimados a la aventura y de imaginación ligera. La de la moscarra, la de la ratilla,… eran historia, poca cosa, aquella mañana venía cargada de traje de domingo: la presa sería la Casa de Joaquinito, una de las más importantes haciendas del siglo XVIII que, como el resto, volcaba sus mejores prendas a la calle Mestanza, eje viario muy principal. ¡Aquello eran palabras mayores!
 


 
Separado del Corralón por una decrépita y reducida tapia de triples, hundido apenas unos tres metros por debajo de éste y a espaldas de la casona principal de la travesía Amargura, el corral de las vacas de Juan Manuel “el de la tonta” era lugar principal de encuentros, juegos y algún que otro desvarío de chiquillos. Y su pajar centro neurálgico para planificar escaramuzas y bravatas, como aquélla que nos traía entre manos: desvirgar el casón del piano, hasta entonces harto impenetrable.
 
Ya conocíamos cuadras y pajares, pozos y empiedros, pero el patio de la casa principal, que daba acceso a los bajos nobles, nos era rebelde un día sí y otro también; pues el desnivel entre los corrales de servicio, los que daban al Cotanillo, y el principal era grande en exceso. Aún salvando la altura y llegando al patio central, donde pozo y emparrado lucían bellas estructuras de hierro, los portones se alzaban como molinos henchidos de poder trazando puertas inexpugnables al campo de nuestra curiosidad. Semanas atrás, saltando no sin poco riesgo entre bardales y tejados, tocamos pelo. Hasta ahí llegó la cosa, no más, menguando en parte nuestra ilusión.
 



 
Pero la paciencia, un arte que no se aprende y que la mayoría de las veces es hija de la persistencia, nos regaló sus dones. Algunos días atrás, con la corta, la casona se hizo acopio de abundante leña de la que fuimos atentos espectadores. En esas, aprovechamos un resquicio de los empleados para violar la intimidad de los portales, lo que nos permitió deambular por los bajos y memorizar cada una de las estancias pudiendo apreciar que, entre la cocina y el patio, la leña ocultaba un reciente derrumbe que nos permitiría el paso desde el corral de las parras a través del boquete.
 
El descuido de los empleados dio paso al entusiasmo de los intrigantes, que nos quedamos de piedra al toparnos de una con el codiciado piano. La ambición no tiene medida y es madre del atrevimiento, así que ni cortos ni perezosos le martilleamos unas estrepitosas notas al botín que pusieron en aviso al guardián de la casona, Pedro, que nos entonó con unos bien merecidos correazos. Los cardenales nos alentaron para programar con celeridad el definitivo asalto para la mañana del sábado siguiente;…y en esas estábamos.
 




 
Con los años, todo ese mundo de la infancia, de la mía y de la de los muchos que me precedieron, fue extinguiéndose a zarpazos hasta quedar como un recuerdo endémico sepultado por una modernidad global que cada vez entiendo menos. Pero aún queda el escenario donde dormían aquellos recuerdos, y quedamos nosotros, los chiquillos de antaño, memoria con fecha de caducidad.
 


 
O eso creía. Pero el Corralón recientemente ha finado. Del Cotanillo, del corral de las vacas, las cuadras y el pajar queda poco menos que la impronta; y la mole de Joaquinito, perdidos emparrados y parras, puertas y alacenas... y hasta Pedro, y el piano, se derrumba, por ahora despacio, pero su caída es inminente.
 
Que cada cual descanse como pueda.
 



 

domingo, 9 de junio de 2013

Los espacios naturales de la Sierra Morena Atlántica


Estas tierras al noroeste la Comunidad Andaluza, situadas en la zona centro-occidental del macizo de Sierra Morena, a modo de barrera que engulle los vientos húmedos provenientes del Atlántico, dan cobijo a la más bella fusión entre cultura y el marco natural que le da abrigo. Pueblos de calles empedradas motean de blanco amplias dehesas de encinas y alcornoques por las que campan a sus anchas piaras de cerdos ibéricos, venados y jabalíes; olivares ecológicos salpicados de huertas, castaños y viñedos derraman por estas sierras la más bella luz del atlántico.
 
Son sierras donde dominan materiales fácilmente erosionables, como pizarra, cuarcita o esquisto, que dan lugar a un relieve suave, en el que alternan anchos valles adehesados con cimas de bosques cerrados y barrancos encajados por los que discurren los principales ríos (Ribera del Chanza, Múrtigas, Ribera de Huelva, Huéznar o Bembézar). En las cotas más elevadas mármoles y dolomías, cuya erosión se produce por disolución de la roca, son causa de la existencia de elementos geológicos de gran interés como la Gruta de las Maravillas, los travertinos de Alájar y Zufre, el Cerro del Hierro o las Cascadas del Huésna. Hay también presencia de rocas de origen ígneo, principalmente granito (como los batolitos de las Peñas de Aroche o de El Pedroso), cuya existencia está vinculada a ricos filones metálicos que han condicionado la intensa e histórica actividad minera que ha caracterizado a estas comarcas.
 
La influencia del océano Atlántico determina un clima de moderadas temperaturas y elevada pluviosidad, idóneo para el desarrollo de la exuberante vegetación que se extiende sobre el conjunto de cadenas montañosas que conforman su relieve. El respeto por los usos tradicionales de este bosque ha favorecido el desarrollo de excepcionales dehesas hoy declaradas como Reserva de la Biosfera por el Programa MAB de la UNESCO. Las casi 450.000 hectáreas de la Reserva de la Biosfera Dehesas de Sierra Morena engloban, además de las típicas formaciones abiertas de encinas y alcornoques, castañares, quejigares, rebollares, manchas de matorral noble, bosques de ribera, campos de cultivo y recogidos asentamientos humanos.
 
La diversidad de hábitats y su estado de conservación permite la presencia de la mayoría de especies  emblemáticas de la fauna andaluza. Así, las zonas más densas del bosque mediterráneo dan cobijo al gato montes, el tejón, el meloncillo, la garduña, el turón y esporádicamente al lince ibérico, además de especies cinegéticas como el jabalí y el ciervo. Asociados a los cursos de agua y protegidos por una densa vegetación de ribera encontramos gran diversidad de anfibios y especies esquivas como la nutria y la cigüeña negra. En los ambientes rocosos destacan el águila real y el águila perdicera, además de alimoches y buitres leonados. En las dehesas y bosques aclarados son más frecuentes la gineta, la comadreja, el zorro y aves como el águila imperial, el ratonero, el milano real, el águila calzada, el águila culebrera o el buitre negro. Esta última especie tiene en el paraje natural Sierra Pelada y Rivera del Aserrador la mayor colonia nidificante de Europa.
 
La Sierra Morena Atlántica conserva además de los valores naturales mencionados un patrimonio cultural de gran valor. Al oeste, el carácter fronterizo de la comarca de Aracena y Picos de Aroche, primero con las tierras Andalusíes y después con la raya de Portugal, marcó en gran manera la talla del territorio. Pero ha sido el quehacer cotidiano, en perfecto entendimiento con el marco natural, lo que ha permitido que este espacio protegido sea un cúmulo de elementos paisajísticos de sobresaliente valor.
 
De lo primero es fiel testigo la infinidad de castillos y fortalezas, algunas mudadas a día de hoy a cosos taurinos, que coronan atalayas y altozanos y que fueron germen de gran número de los pueblos de la sierra: Aracena, Almonaster la Real, Aroche, Cortegana, Cumbres de San Bartolomé, Cumbres Mayores, Cala y Santa Olalla de Cala. De lo segundo, son más que una muestra los cientos de kilómetros de hilo enhebrado en piedra que surcan la dehesa a modo de cañadas y sendas arrieras; pero también lo son los molinos que salpican ríos y arroyos, como los de Atanasio y Rivera de Mari Prado (Arroyomolinos de León) o la Rivera del Hierro; las fuentes y lavaderos que llevan riqueza a huertas y ruedos (Doce Caños en Fuenteheridos, Redonda en Cañaveral de León, del Carmen en Galaroza, Plaza de Toros en Castaño del Robledo, Vieja en Linares de la Sierra, Tres Caños en Santa Ana la Real, del Concejo en Zufre, o de la Corte y Puerto Gil en sendas aldeas de Corteconcepción); minas, como las de La Sultana, Cala o Teuler; …o la presencia de diez municipios catalogados como Bien de Interés Cultural por el valor patrimonial de sus conjuntos históricos.
 
En el plano monumental no podemos obviar la presencia de elementos tan notables como los menhires y dólmenes de Aroche también conocidos como Piedras del Diablo, la ciudad hispano romana de Turobriga, situada junto a la ermita de San Mamés, la mezquita de Almonaster (siglo X) o la espléndida arquitectura historicista desarrollada por Aníbal González en Aracena y su entorno más inmediato.
 
Al norte de la provincia de Sevilla y dando cobijo a la Vía de la Plata, el perfecto y continuo entendimiento entre este territorio y sus gentes ha condicionado que el patrimonio que alberga sea más que sobresaliente. En este sentido, tenemos los enterramientos de la Cueva de Santiago en Cazalla de la Sierra (Sevilla) o los monumentos declarados como bien de interés cultural que ascienden a veintiséis, de entre estos destacan los de materia religiosa, como Santa María de las Nieves (Alanís), Ntra. Sra. de la Consolación (Cazalla de la Sierra), Santa María de la Encarnación (Constantina), Santa Ana y Santa María de la Asunción (Guadalcanal) y Ntra. Sra. de la Consolación (El Pedroso); los vinculados a la defensa, como los castillos de Almadén, El Real de la Jara, Puebla de los Infantes, Ventosilla y Monforte en Guadalcanal; y los conjuntos monumentales: Cazalla de la Sierra, Constantina y Guadalcanal.
 
Pero la historia ha querido que la actividad cotidiana se elevara a modo de monumento al trabajo de sus gentes. Así, por doquier, encontramos ejemplos de retazos vinculados a las actividades que el hombre ha venido desarrollando en dehesas y cultivos, topándonos con haciendas, cortijos (Los Aguado en El Real de la Jara), lagares y tribunas (relacionados con la producción de vino), destilerías de anís o cazalla (El Clavel, La Violetera o Miura entre otros) y almonas -almacén- (Guadalcanal, siglo XIII). Otros ligados a los usos y domesticación del agua, como batanes, molinos (Molino del Corcho, siglo XV), fábricas de luz (La Sevillana y el Martinete), pozos de nieve (Constantina, siglo XVII), puentes (el romano de Guadalcanal), fuentes, pilares y lavaderos. O apegados a la explotación del subsuelo como la Mina del Cerro del Hierro y sus poblados (tanto el de los trabajadores como el de la Administración inglesa), las canteras de Almadén o la fundición de El Pedroso, uno de los primeros altos hornos de España que estuvo situado en la confluencia del arroyo San Pedro con el Huéznar.
 
Ya en la zona más oriental, en el parque natural de Hornachuelos, la bipolaridad del relieve invita a la práctica de senderismo, tanto para el amante de la naturaleza como para el que gusta de comprender la relación histórica entre el hombre y su medio; pues la sierra, abrupta y cortada, rica en filones mineros, ha favorecido actividades como la minería -complejo de La Plata-, los caleros -Huerta del Rey-, la apicultura, la cría de cerdo ibérico, la caza o el “retiro místico”, que tiene como mejor exponente el monasterio franciscano de Nuestra Señora de los Ángeles. Por otra parte, podemos apreciar por doquier restos de la cultura del agua: molinos -de la Paloma-, puentes, norias -Escalonías-, fuentes -del Barranco del Caño de Hierro-, canales y presas. Este contraste territorial es también causa de la riqueza cinegética de estos pagos, tanto menor como mayor, siendo también soporte de otras actividades menos agresivas con el medio como la caza fotográfica o la observación de la berrea del ciervo.
 
La vega, con buenas comunicaciones y codiciada históricamente por su riqueza agrícola, fue ocupada desde muy pronto por comunidades humanas, como así dejan entrever los dólmenes de la Sierrezuela, en Posadas. Esta doble condición provocó la presencia calzadas romanas, cañadas ganaderas y castillos, como Hornachuelos, el magnífico de la Floresta en Almodóvar del Río o el de Moratalla, transformado durante el siglo XIX en espectacular y cinegético palacio.
 
Por otra parte, los embalses presentan una oferta en materia de educación ambiental, aventura y deportes náuticos (como esquí acuático) muy consolidada, que se suma a la riqueza agroalimentaria: la carne de caza, las chacinas de cerdo ibérico, miel y polen, naranjas y la repostería artesana que elaboran las “descalzas” de la aldea de San Calixto son manjares que debe degustar el viajero a su paso por estar tierras.

Cañada ganadera de la Sierra de Aracena

Gruta de las Maravillas en Aracena

Embalse del Pintado

Cerro del Hierro en San Nicolás del Puerto

Hornachuelos

Castillo de Almodóvar

domingo, 2 de junio de 2013

De puntos calientes...


Y de un día para otro parece que se nos ha caído el sombrajo encima, y es que ahora hay demasiados puntos calientes que enfriar.
 
Andaban otros tiempos, hace ya más de dos días. Por entonces, cada tarde después de la escuela, tenía entre mis obligaciones preparar la carga de leña que necesitaba el horno para echar la noche. Aunque parte del avío anual se almacenaba en la vieja leñera, ahora techada, una parte importante era amontonada en el hueco que había entre la cuadra de ordeñar las vacas y el corral de Juan Manuel el de la tonta, bajo la pasarela del pajar; Cotanillo arriba. Aunque solo eran dos carrillos de mano, para un chiquillo de mis años y hechuras era un buen rato que restaba tiempo a las andanzas con mis compañeros, que no a mis deberes de escuela.
 
De un buen día para otro, durante un nefasto verano, el buen horno, en aras de la modernidad, dejó paso a un extraño vacío. Ahora había mucha más amplitud, todo era mucho más aséptico, ¡teníamos huecos por doquier!
 
Sobraban los gigantescos armarios, ahora mudados a ligeros carros de acero.
 
Sobraba la larga pala, y su amplio campo de acción.
 
Sobraba la vasta leñera y los anejos del Cotanillo.
 
Y sobraban quiénes traían el carburante. La leña mudó de ser un valor añadido de la corta a una carga, sin saber qué hacer con ella.
 
Poco metido en asuntos de mundo lo acepté sin más trauma, pero me quedó el pellizco cuando cada lunes, sin falta, veía venir el camión del gasoil. Bajo el polvo quedaron los trajines de mi tío Dioni y su pascuali, con aquellas cargas de leña que llenaban de tumulto las tardes de marzo y abril.
 
Los tiempos que habían traído el gasóleo no tardaron en arrastrar cargas novedosas.
 
Los dulces más delicados, los que se vendían en la aceituna, para los que no había noche en la panadería por su compleja elaboración, dejaron de venir de Guarromán, de Bermúdez. Se vieron arrastrados por Cropán, Phosquitos, Martínez,… También aparecieron los sustitutos de la harina del bizcocho, del huevo y hasta de la levadura madre.
 
Paralelamente, por el bien de una comunidad aséptica, apareció la normativa de “puntos críticos” que venía a machacar con modernidad a las tahonas y pastelerías de pueblos. De camino se llevó por delante a los pequeños mataderos, como el de Baños, si total era utilizado por dos matachivos. Un detalle sin importancia que derrumbó definitivamente el poblamiento en la sierra y acabó con una tradición culinaria, que desde siglos había hecho del choto la carne más utilizada en esta villa.
 
Los precongelados, que llegaron de la mano de la dulzaina no tardaron en traer en andas a las muy modernas y estilosas baguettes. Solo vinieron a marcar una traza que ya estaba más que definida.
 
Posiblemente sean los puntos calientes la metáfora que mejor expresa el caos socioeconómico que rige en nuestro medio rural, donde una economía vaciada hasta lo más hondo deambula perdida. Pero todo sea por el bien de la globalidad que hasta hace bien poco tanto nos atraía.
 
Fotografía: Dietmar Roth.