Y de un día para otro parece que se nos ha caído el sombrajo
encima, y es que ahora hay demasiados puntos calientes que enfriar.
Andaban otros tiempos, hace ya más de dos días. Por
entonces, cada tarde después de la escuela, tenía entre mis obligaciones
preparar la carga de leña que necesitaba el horno para echar la noche. Aunque
parte del avío anual se almacenaba en la vieja leñera, ahora techada, una parte
importante era amontonada en el hueco que había entre la cuadra de ordeñar las
vacas y el corral de Juan Manuel el de la tonta, bajo la pasarela del pajar;
Cotanillo arriba. Aunque solo eran dos carrillos de mano, para un chiquillo de
mis años y hechuras era un buen rato que restaba tiempo a las andanzas con mis
compañeros, que no a mis deberes de escuela.
De un buen día para otro, durante un nefasto verano, el buen
horno, en aras de la modernidad, dejó paso a un extraño vacío. Ahora había
mucha más amplitud, todo era mucho más aséptico, ¡teníamos huecos por doquier!
Sobraban los gigantescos armarios, ahora mudados a ligeros carros
de acero.
Sobraba la larga pala, y su amplio campo de acción.
Sobraba la vasta leñera y los anejos del Cotanillo.
Y sobraban quiénes traían el carburante. La leña mudó de ser
un valor añadido de la corta a una carga, sin saber qué hacer con ella.
Poco metido en asuntos de mundo lo acepté sin más trauma,
pero me quedó el pellizco cuando cada lunes, sin falta, veía venir el camión
del gasoil. Bajo el polvo quedaron los trajines de mi tío Dioni y su pascuali,
con aquellas cargas de leña que llenaban de tumulto las tardes de marzo y
abril.
Los tiempos que habían traído el gasóleo no tardaron en arrastrar
cargas novedosas.
Los dulces más delicados, los que se vendían en la aceituna,
para los que no había noche en la panadería por su compleja elaboración,
dejaron de venir de Guarromán, de Bermúdez. Se vieron arrastrados por Cropán, Phosquitos,
Martínez,… También aparecieron los sustitutos de la harina del bizcocho, del
huevo y hasta de la levadura madre.
Paralelamente, por el bien de una comunidad aséptica,
apareció la normativa de “puntos críticos” que venía a machacar con modernidad
a las tahonas y pastelerías de pueblos. De camino se llevó por delante a los pequeños
mataderos, como el de Baños, si total era utilizado por dos matachivos. Un
detalle sin importancia que derrumbó definitivamente el poblamiento en la sierra
y acabó con una tradición culinaria, que desde siglos había hecho del choto la
carne más utilizada en esta villa.
Los precongelados, que llegaron de la mano de la dulzaina no
tardaron en traer en andas a las muy modernas y estilosas baguettes. Solo
vinieron a marcar una traza que ya estaba más que definida.
Posiblemente sean los puntos calientes la
metáfora que mejor expresa el caos socioeconómico que rige en nuestro medio
rural, donde una economía vaciada hasta lo más hondo deambula perdida. Pero
todo sea por el bien de la globalidad que hasta hace bien poco tanto nos
atraía.
Fotografía: Dietmar Roth.
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