miércoles, 26 de diciembre de 2012

Sendero de Vuelcacarretas, p. n. de Cardeña y Montoro

Se tira uno toda la vida peleando para que sus hijos le acompañen a lugares a los que siempre se ha querido volver, a otros que no visitó pero que pretende descubrir de su mano,…, y un día van ellos y te dicen que andando…


El domingo, a uno hora medio decente que no estaba la cuestión para empezar con mal pie, armados con un bocadillo de jamón, la naranja correspondiente, zumo y agua enganchamos carretera buscando un buen sendero para pasar la mañana. Nos vino que al pelo el Camino de Vuelcacarretas, junto a la aldea de Venta del Charco, Cardeña, en el parque natural de Cardeña-Montoro.

A la altura de Marmolejo dejamos la autovía, ese hilo que ha achicado tanto este mundo que ahora parece que un buen número de mortales sobramos, para engarzar la calzada que desde este municipio lleva a Cardeña, Pozoblanco y Belalcázar para morir en los lejanos extremos del Duero. En poco más de uno hora, casi a los pies de la Venta, arribamos junto al achaparrado cementerio de San Rafael, saludándonos antes la muerte que la vida. En su flanco derecho se abre la arrancada del sendero entre pétreos y bellos muros ganaderos. Por delante nos esperan doce kilómetros, entre ida y vuelta.

Los primeros metros discurren por los albores de la dehesa pedrocheña, zigzagueando entre la apretada y hermosa estrechez muraría para dar paso, en breve, a una ligera bajada que nos da de bruces con la amplia llanura de encinas y quejigos que dominarán en gran medida todo el recorrido. Atrás y por nuestra siniestra dejamos el pequeño cementerio de la aldea que simula ser una prolongación de la dehesa y sus viejos muros merinos, dando paso a una sucesión de ingeniosas parideras de lata que igual cobijan borregos que cerdo negro.



Las piedras ceden lugar al hierro y al cemento, poniendo en evidencia que las malas formas  toman cobijo en cualquier lugar. La primera mitad del recorrido, hasta que baja suavemente buscando el cortijo de Valdecañas, está dominada por la encina, esbelta, dueña de su espacio, forzando un paisaje de tonos verdes oscuros escasamente amarilleado por la presencia de un número mal contado de quejigos. Testimonialmente, canchales de granito, vacas cárdenas, un mulo y algunos individuos de roble melojo destacan en un paisaje en exceso ortodoxo.



Según avanzamos, empieza a flanquearnos un cada vez más numeroso sotobosque mediterráneo apretado entre el camino y la ancha dehesa, marginado entre mallas de alambre y al amparo de la delimitación legal de la cañada de Fuencaliente a Marmolejo. Aunque en sus comienzos está testimonialmente representado por un raquítico monte de jara pringosa, retama y cantueso, en  breve, cuando se dé de  bruces contra los dominios del cortijo de Valdecañas, dará paso a todo un elenco botánico con presencia de labiérnago, jara estepa, torvisco, esparraguera blanca, un excepcional piruétano y alguna que otra coscoja que agachada clarea entre el áspero monte.



Superando por nuestra izquierda los inmuebles del cortijo y un pequeño pantanillo, la traza se va elevando hasta llevarnos al alto de Vuelcarretas donde domina un altivo pinar de repoblación. Atrás, en la umbría, dejamos dos hileras de zarza que flanquean el camino y una muestra bella y excepcional de durillo, el llamado laurel silvestre. Arriba el horizonte se abre a nuestros pies para ofrecernos por el norte una desgarrada Sierra Madrona, mientras alarga nuestra mirada por el sur haciendo asomar los picos de la subbética por encima de la bruma que ocupa el valle del Guadalquivir. Por el camino hemos dejado las primeras piaras de cerdo ibérico, a nuestra diestra, un tránsito geológico que da pie a conglomerados y areniscas que sustituyen al granito pedrocheño y un monte cada vez más cerrado que va cercenando la dehesa mientras nos presenta los primeros ejemplares de lentisco, un número creciente de alcornoques y quejigos,……. y, avanzando ya en el descenso, una buena representación de  madroños en flor: nos adentramos en el corazón del más característico monte mediterráneo continental.




 
 
Llaneamos durante un buen rato bajo el rumor de los arrendajos, el vuelo del rabilargo y la atenta mirada de alguna urraca. A nuestra izquierda se suceden dos largas y estrechas hileras de pinos que esconden tras su espesura la más bella estampa de Sierra Madrona, dando paso a sus espaldas a la llanura manchega del Valle de Alcudia. ¡Buen lugar para el bocadillo!, a la vuelta.

 
 
Por la siniestra el pinar da pie a un extenso jaral escasamente salpicado de encinas y pinos, evidencia clara de un pasado proceso de humanización ahora sepultado por el afán de una naturaleza incansable.


A la derecha, un quejigo de cuento nos avisa de la presencia del cortijo del Socor y un obligado giro a la derecha, en bajada, que nos lleva a los dominios del cortijo de Fimia.
 
 
Ahora la mano del hombre vuelve a hacer acto de presencia como  así ponen de manifiesto la elevación de varios muros pétreos, un oscuro y derruido pozo y los pies de un viejo olivar, olvidado, decadente, que asciende por la ladera de la izquierda.



El rumor de un pequeño arroyete campa por sus fueros dando paso a una bucólica llanura, adehesada, que se extiende a los pies de la cortijada de Fimia. Intentando cobijarse tras los muros de zarza y piedra, un rebaño de ovejas completa la postal que pone punto y final a la senda del día.
 
 

Solo queda volver sobre nuestros pasos y disfrutar de lo que resta de esta espléndida mañana pedrocheña que nos ha deparado los rastros del principal personaje de este parque natural.
 
 
 
 


1 comentario:

  1. Muy agradable relato de una jornada que puedo imaginar y disfrutar como si la estuviera haciendo. Además interesante ensayo toponímico y botánico...bien pareciera que fueras acompañado de tu paisano Paco. Un abrazo muy fuerte y Feliz Año Nuevo.

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