Andábamos mi buen amigo José Adolfo y un servidor por la vieja EGB cuando la chispa de la historia entró a raudales por todos los poros de nuestro cuerpo al conocer que cercano a nuestro pueblo, junto al pantano, estaba localizado un yacimiento arqueológico: Peñalosa.
La memoria me trae noticias vagas en exceso de cómo tuvimos conocimiento de la nueva, pero mucho más claras de las expectativas que nos creo la posibilidad de visitarlo, de patear las entrañas de una Historia que hasta entonces nos era ajena pese a la presencia, frente a nuestras narices, del coloso del castillo.
Una buena mañana de sábado, tras realizar las pesquisas necesarias para ubicar la meta de nuestra aventura y cargados tan sólo con el avío de la imaginación, cogimos la traza del Camino Ancho buscando por el cercano desvío del Camino Romano lo hondo de los Charcones. A nuestra siniestra iban quedando varias eras, como la de Casa, la mayor, solares empedrados que albergaban grandes tardes de fútbol en los que hoy campa la ruina a sus anchas. Ya en los Charcones, parada más que obligatoria, con la excusa de correr ranas bajo el puente romano o en los pozos, entre idas y venidas nuestras y gritos del “Tuerto”, hombre de campo, autodidacta y sabio que pocos comprendimos, le sisábamos alguna verdina: habas, lechugas, granás o membrillos, según tiempo; la tropelía nos llevó en andas y de inmediato, por la “zanja”, a coger la calzada del pantano, dirección a la Presa y a la sierra.
Rumiando lo extraído, el camino asfaltado nos acercó hasta la portera de la Casilla de los Pastores. De la poca información que a hurtadillas sacamos de nuestros mayores y de los propios y cortos saberes en orientación local, entendimos que Peñalosa se encontraba junto al barranco de la Salsipuedes. Acordamos que la opción más idónea para llegar hasta allí, obviando seguir la “verea de las aguas” por la Cola, a ras de agua, era bajar por el arroyo de la Rumblosa y que la mejor manera de alcanzar éste era saltar la portera mencionada y dejarnos caer a la derecha de la loma hasta toparnos con los arranques del arroyo y seguir aguas abajo por la propia fuente de la Rumblosa, dejando el chozo y era de Valhondo a nuestra derecha y alcanzar, a poco, el barranco de la fuente de la Salsipuedes. El único problema fue que seguir el hilo del arroyo para no despistarnos de nuestro cometido llevaba parejo alternar con un monte de chaparreras y jaras impenetrables y vadear escalones de pizarra de espanto. Algo magullados y gacha la moral llegamos finalmente a la lengua de agua embalsada que penetraba ocultando en sus entrañas el barranco de la Salsipuedes y la fuente de aguas cobrizas del mismo nombre.
Estando entonces ajenos a estas cosas de la arqueología, no dimos con otra cosa que con pizarras y desaliento, alguna trinchera que nos certificaba la presencia del yacimiento y la identificación de la Peña de Peñalosa, un pizarrón gigantesco que albergaba un nido de búho real presa de nuevas aventuras. En esas, José Adolfo se topó con un buen trozo de material que parecía arcilloso y que mostraba un punteado de pequeñísimos trozos de cuarzo, de formas algo redondeadas y de un color negro arroalado; -cerámica de Peñalosa-, afirmó rotundo. Siguiendo su ejemplo puse más atención y empecé a localizar trozos similares, más pequeños, y fui acopiándome de ellos en el hueco de mi jersey vuelto hacia arriba. José Adolfo imitó la labor. En poco tiempo, aupados ahora por la ligereza de ánimo, conseguimos una buena y pesada presa. En un momento concreto creo que enfrentamos la mirada y nuestro pensamiento, en común, valoró la vuelta a casa con la susodicha carga, y nos vimos a una mano y sujetando las cerámicas en el ascenso aguas arriba. De inmediato volcamos la presa y nuestra justificación fue unánime: “toda esta cantidad hallada no puede ser cerámica prehistórica”. Afilada la vista, los trozos de arcilla cocida aparecían ahora por doquier castigando nuestra decisión.
Ya ligeros de peso, decidimos volver por la linde del agua de la Cola del pantano, superando la fuente Cayetana, lugar de encuentros pasados, y accediendo al pueblo por la cueva del Grajo, el pozo Luzonas y los Turrumbetes siguiendo el hilo del camino labrado sobre pizarra de la propia Cayetana. Aunque dejamos apilada en dos montones nuestra ilusión de esa mañana, yo traje en el bolsillo un pequeño trozo de aquella hacienda que ha mantenido encendido mi cariño por ese yacimiento, por la arqueología y por historia como herramienta para participar de un proyecto social mejor. ¡Creo que José Adolfo estuvo en las mismas!
Pasaron los años, arribaron los arqueólogos estando ya cursando bachiller, por entonces era un estudiante de instituto de pueblo que veía a aquéllos como desembarcando de una película de aventuras. Pasaron más años aún y llegué a trabajar con aquel equipo de la Universidad de Granada, dos campañas como alumno de prácticas en la excavación y una de consolidación en el ’91. De entonces, recuerdo anocheceres espectaculares volviendo en barca de flotar material con el “Susi”, el rumor del agua se mezclaba con todo tipo de sonidos nocturnos. Cuando acabé los estudios mis derroteros profesionales me llevaron por otros lares, pero seguí muy atado a esas piedras y a esa gente.
En aquellos primeros años de estudiante fue creciendo en mi cabeza un proyecto, que consideraba utópico, y que permitiera que los saberes rescatados del pasado llegaran al máximo de gente. Estaba orgulloso de unas gentes que me precedieron y que supieron hacer un uso racional de aquellas tierras. Comenzaron a bullir en mi interior proyectos de restauración, de senderos señalizados, de equipamientos de interpretación, de nuevos usos de las viejas artesanías,…; y se ha ido haciendo lo que se ha podido.
En unas semanas, en un encuentro de viejos compañeros de estudios, posiblemente los acompañe a conocer esas piedras cargadas de saberes y raídas por el paso del tiempo y las aguas del embalse, aunque intentaré, si se puede, que no sea por el arroyo de la Rumblosa. Les contaré bastantes argumentos de aquella cultura, de sus gentes y de la forma de organizar y desenvolverse en éste, su territorio; pero, con seguridad, les estaré narrando muchas de las ilusiones que fui forjando durante mi vida y que nacieron de días que compartí con ellos.