Se tira uno toda la vida peleando para que sus hijos le
acompañen a lugares a los que siempre se ha querido volver, a otros que no
visitó pero que pretende descubrir de su mano,…, y un día van ellos y te dicen
que andando…
El domingo, a uno hora medio decente que no estaba la
cuestión para empezar con mal pie, armados con un bocadillo de jamón, la
naranja correspondiente, zumo y agua enganchamos carretera buscando un buen
sendero para pasar la mañana. Nos vino que al pelo el Camino de Vuelcacarretas,
junto a la aldea de Venta del Charco, Cardeña, en el parque natural de
Cardeña-Montoro.
A la altura de Marmolejo dejamos la autovía, ese hilo que ha
achicado tanto este mundo que ahora parece que un buen número de mortales
sobramos, para engarzar la calzada que desde este municipio lleva a Cardeña,
Pozoblanco y Belalcázar para morir en los lejanos extremos del Duero. En poco
más de uno hora, casi a los pies de la Venta, arribamos junto al achaparrado
cementerio de San Rafael, saludándonos antes la muerte que la vida. En su
flanco derecho se abre la arrancada del sendero entre pétreos y bellos muros
ganaderos. Por delante nos esperan doce kilómetros, entre ida y vuelta.
Los primeros metros discurren por los albores de la dehesa
pedrocheña, zigzagueando entre la apretada y hermosa estrechez muraría para dar
paso, en breve, a una ligera bajada que nos da de bruces con la amplia llanura
de encinas y quejigos que dominarán en gran medida todo el recorrido. Atrás y
por nuestra siniestra dejamos el pequeño cementerio de la aldea que simula ser
una prolongación de la dehesa y sus viejos muros merinos, dando paso a una
sucesión de ingeniosas parideras de lata que igual cobijan borregos que cerdo
negro.
Las piedras ceden lugar al hierro y al cemento, poniendo en evidencia
que las malas formas toman cobijo en cualquier
lugar. La primera mitad del recorrido, hasta que baja suavemente buscando el
cortijo de Valdecañas, está dominada por la encina, esbelta, dueña de su
espacio, forzando un paisaje de tonos verdes oscuros escasamente amarilleado por
la presencia de un número mal contado de quejigos. Testimonialmente, canchales
de granito, vacas cárdenas, un mulo y algunos individuos de roble melojo
destacan en un paisaje en exceso ortodoxo.
Según avanzamos, empieza a flanquearnos un cada vez más
numeroso sotobosque mediterráneo apretado entre el camino y la ancha dehesa,
marginado entre mallas de alambre y al amparo de la delimitación legal de la
cañada de Fuencaliente a Marmolejo. Aunque en sus comienzos está
testimonialmente representado por un raquítico monte de jara pringosa, retama y
cantueso, en breve, cuando se dé de bruces contra los dominios del cortijo de
Valdecañas, dará paso a todo un elenco botánico con presencia de labiérnago,
jara estepa, torvisco, esparraguera blanca, un excepcional piruétano y alguna que
otra coscoja que agachada clarea entre el áspero monte.
Superando por nuestra izquierda los inmuebles del cortijo y
un pequeño pantanillo, la traza se va elevando hasta llevarnos al alto de
Vuelcarretas donde domina un altivo pinar de repoblación. Atrás, en la umbría,
dejamos dos hileras de zarza que flanquean el camino y una muestra bella y excepcional
de durillo, el llamado laurel silvestre. Arriba el horizonte se abre a nuestros
pies para ofrecernos por el norte una desgarrada Sierra Madrona, mientras
alarga nuestra mirada por el sur haciendo asomar los picos de la subbética por
encima de la bruma que ocupa el valle del Guadalquivir. Por el camino hemos
dejado las primeras piaras de cerdo ibérico, a nuestra diestra, un tránsito
geológico que da pie a conglomerados y areniscas que sustituyen al granito
pedrocheño y un monte cada vez más cerrado que va cercenando la dehesa mientras
nos presenta los primeros ejemplares de lentisco, un número creciente de
alcornoques y quejigos,……. y, avanzando ya en el descenso, una buena
representación de madroños en flor: nos
adentramos en el corazón del más característico monte mediterráneo continental.
Llaneamos durante un buen rato bajo el rumor de los
arrendajos, el vuelo del rabilargo y la atenta mirada de alguna urraca. A
nuestra izquierda se suceden dos largas y estrechas hileras de pinos que
esconden tras su espesura la más bella estampa de Sierra Madrona, dando paso a
sus espaldas a la llanura manchega del Valle de Alcudia. ¡Buen lugar para el
bocadillo!, a la vuelta.
Por la siniestra el pinar da pie a un extenso jaral escasamente
salpicado de encinas y pinos, evidencia clara de un pasado proceso de humanización ahora
sepultado por el afán de una naturaleza incansable.
A la derecha, un quejigo de
cuento nos avisa de la presencia del cortijo del Socor y un obligado giro a la
derecha, en bajada, que nos lleva a los dominios del cortijo de Fimia.
Ahora la mano del hombre vuelve a hacer acto
de presencia como así ponen de
manifiesto la elevación de varios muros pétreos, un oscuro y derruido pozo y los
pies de un viejo olivar, olvidado, decadente, que asciende por la ladera de la
izquierda.
El rumor de un pequeño arroyete campa por sus fueros dando paso a
una bucólica llanura, adehesada, que se extiende a los pies de la cortijada de
Fimia. Intentando cobijarse tras los muros de zarza y piedra, un rebaño de
ovejas completa la postal que pone punto y final a la senda del día.
Solo queda volver sobre nuestros pasos y disfrutar de lo que
resta de esta espléndida mañana pedrocheña que nos ha deparado los rastros del principal
personaje de este parque natural.