Cosas de los dioses de la cosas insignificantes

Decían que mientras los días dan la cara que pueden, no hay una noche mala. Hoyaron por nuestra tierra pueblos antiguos, de los que gozamos en incluir en la “barbarie”, que contaban que durante la noche, los dioses, a modo de demiurgo helénico, andaban en ordenar los desaires que el hombre iba sumando durante las horas que Helio colgaba del firmamento. Aquellos dioses, animistas, no representaban ni a la verdad ni a la mentira, ni a lo negro ni a lo blanco, ni tan siquiera a la justicia o a la venganza, formaban, eran agentes activos de la equidad y el equilibrio de las cosas insignificantes.

Así, con la bondad de los tiempos, asomaron dioses de la verdad, y con Ra y con Mitra el día creyó que era más necesario que la noche y el hombre fue sumando más, y más, y más…improperios y le faltaron horas al día para dar cobijo a sus acciones; y los dioses de las cosas insignificantes fueron palideciendo primero hasta caer en el abismo y desaparecer después ante el avance del hombre llamado civilizado, éste que necesita las horas de la noche y del día para sus cosas, sus grandes cosas.

El viernes 332 niños hicieron muchas cosas insignificantes, entre ellas sembrar más de 350 árboles sobre la escoria de las grandes logros de los hombres; cosas insignificantes con nombre, porque las cosas pequeñas también tienen nombre y memoria. Pero cayó la noche de los grandes dioses, esa en la que el hombre sigue con sus grandezas, y se entretuvo en dispersar las ilusiones de muchos de esos niños.

Cuando los niños llevaron a sus padres el domingo a que vieran su trabajo y su ilusión se encontraron un escenario desolador, hay que ser malnacido para levantarse por la mañana con la única meta de destrozar la ilusión y el trabajo de los que van generando cosas pequeñas.