Y, como ya se significaba
en líneas anteriores, este pozo de la Vega se posiciona como principal lugar de
encuentro de caminos, como punto de abastecimiento al modo de una moderna estación
de servicio. De una parte, de levante, llegaban los carriles de la Huerta
Zambrana, que era continuación del camino de Majavieja, y Cascarrillo, que lo
era del de Enmedio o del Mesto. Ambos, antes de llegar al pozo, se encontraban
a la altura del arroyo de los Huertos, lo sorteaban como uno solo por el vado Cantalasrranas
y, tras alcanzar el hontanar de la Vega, continuaban a poniente para enlazar
con el arranque del camino ‘Romano’ y bifurcarse en diversas variantes: caminos
de Bailén y Andújar, vereda de Bailén y senda de Valdeloshuertos. De otro lado,
de norte a sur, abandonando Trinidad y tras superar el pozo, la calle tiene
continuidad por la vereda de la Argamasilla, también conocida bajo el apelativo
de camino de las Viñas. En la actualidad puede parecer extraño que este territorio,
que fue de tierra calma y hoy levita bajo la espada de Damocles de un olivar
crítico, también diera cobijo a parcelas de viña, pero así fue. De hecho, se
tiene constancia de producción de vinos hasta finales de la década de los 60
del siglo pasado, cuando la casa Alvear obtenía una parte de sus caldos en las
prensas de la casería del Salcedo, finca de su propiedad y localizada en
término bañusco. Algunos años después, en 2004, los vinos de la campiña fueron
reconocidos con la etiqueta de Indicación Geográfica Protegida bajo el
apelativo de ‘Vinos de la Tierra de Bailén’, pero, para entonces, en Baños de
la Encina no quedaba ni una sola cepa.
‘Y que / en los sittios
de el Burruncal, Marquesa / Aliseda, y Arilla, que son en los que se / halla,
el Planttio de Vides havra 130 fanegas / las 6 de 1ª Calidad y de ellas 4 de
riego; / 20 de 2ª 50 de 3ª y las restantes de / 4ª y que en la Campiñuela, y
sittios / que nominan, Caminos de Guadarro / man, y Argamasilla, Cerro de las /
heras, la Loma, de el Corzuno, Nazim(ient)o / del agua, Cortijo blanco, Cañada
Ancha, / Camino de las Viñas, Magarra, Al / Verquilla, El Mesto, los Lirios,
Pilar / de Santa María, los orcajos, Cañada / de Pedro Valera, hornillo de
Plomo, / Pizarrilla, Huerta de Doña Ysavel / y la Arilla, habra 850 fanegas,
las / 18 de 1ª Calidad 200 de 2ª 400 de 3ª / y las restantes de 4ª’
A todo esto y antes de abandonar la fuente, me viene a la memoria la
cruda historia de Eulogio, padre de otro Eulogio, legendario y excelente
persona, un señor muy pintoresco y de triste fallecimiento, que tenía la manía
de recordar a diario la onomástica y aniversarios de más de la mitad del
pueblo, sobre todo de los mayores. A cambio de aquello, el hombre, parroquiano
habitual de barras y tabernas, era premiado con un vasillo de vino. Pues
volviendo al padre, al primer Eulogio, el hombre trabajaba de jornalero con las
‘Viudas’, familia principal en el pueblo. A los quehaceres que precedían al
ángelus, siempre relacionados con las labores del campo y por si mal venía el
demonio, tenía por obligación, cada anochecer, de venir a la fuente acompañado
de sus dos borricos. El uno de cuatro serones y el otro, apodado Juanico y de
ancho lomo, de seis, lo que hacía un total de diez cántaros. El tipo, medio en
duermevela, uno a uno y hasta bien entrada la madrugada iba llenando con el
agua de la fuente cada uno de los tiestos, ración diaria que consumía la casa de
las susodichas en cuestión de limpieza, lavado, uso doméstico y abastecimiento de
señoras y personal. El hombre, no teniendo mala faena, era raro la noche que
llegaba a calentar el jergón debido al poco hilillo de agua que manaba de la
Cayetana.
A media calle
Cestería, un rincón agostado y acunado por unas maneras de hacer que no
entienden de prisas ni agobios, un gatucho
de pelo brillante se relame con parsimonia y manifiesta cierta desconfianza mientras
se encarama a un poyete de piedra. Y es que, a uno y otro lado de la calle,
junto a la puerta de las viviendas, apreciamos algunos mojinetes de piedra, a
modo de sencillos poyos cilíndricos o tambores de columna elaborados con la dura
arenisca color rosa salmón de las canteras locales. ¿Desempeñaban
alguna función específica? Pues, aunque pueda parecer extraño, estaban
directamente relacionados con la elaboración de pleitas de esparto, otrora tan válidas
para la elaboración de diversos útiles de la vieja vida cotidiana. Así es, la
fibra de esparto, que no era de producción local y se conseguía en Sierra
Mágina, una vez cocida bajo las aguas del río Rumblar o soterradas en estiércol
durante tres semanas, era majada o machacada sobre la superficie de estos
mojinetes mediante mazos de madera. Posteriormente, una vez domeñados los
manojos de esparto, se utilizaban para trenzar pleitas y tomizas con las que
fabricar serones, capazos, esparteñas, barjas, maromas… y también cestas, ¡por
supuesto! Como si de un testimonio pétreo se tratara, estas piezas siguen
salpicando la calzada y justificando el apelativo de la calle, que en origen no
era otro que Cestería pese al empeño de adornarla con el épico sobrenombre de la
Conquista.
Como opina
Patricio, del que llegados hasta aquí no deben sorprendernos sus dislates,
sopesando que la poca población de la aldea bajomedieval no daría para la
existencia de un gremio consolidado y jurídicamente constituido, hay quienes
sugieren que la designación viaria podría derivar de la presencia, más o menos
estable y coyuntural, de un número incierto de asalariados. Estos, pernoctando
en este enclave y cobijados en chozas o en las cuevas mencionadas en el
capítulo de más arriba, elaborarían el conjunto de la ‘industria vegetal’
necesaria, utilizada al por mayor, para la colosal construcción de San Mateo: maromas,
serones, esportones y esportillas, aguaderas, alpargatas, etc. Se baraja
también una segunda posibilidad, y es que fuera morada de gentes trashumantes y
en continua mudanza que, eventualmente y de manera cíclica, se instalarían en
el lugar. Este sería el caso de los gitanos canasteros —o cesteros—, pues no en
vano este oficio era una de sus principales dedicaciones laborales y el
apelativo de canastero, que solían recibir y los caracterizaba, derivaba de su constante
movimiento ambulante. Por entonces, en las postrimerías del siglo XV y
comienzos del XVI, esta etnia ya llevaba algunas décadas instalada en el Reino
de Jaén, al menos desde 1460, como nos confirma la crónica de los Hechos del Condestable D. Miguel Lucas de
Iranzo (1462) y nos refiere el blog de la Asociación Nacional Unión del
Pueblo Romaní:
«Al frente de la tropa figuraban Don Tomás y Don Martín junto con la
condesa Luisa. El documento de la época dice que los gitanos llegaron dirigidos
por ‘dos condes de la Pequeña Egipto y con fasta çient personas de ombres e
mugeres, sus naturales y vassallos’. La señora López de Meneses dice que el
Condestable los acogió ‘muy onorablemente e los mandó aposentar e facer grandes
onrras’ y con su cónyuge, la condesa Doña Teresa Torres, los sentó a su mesa y
los proveyó de ‘pan e vino e carne e aves e pescado e frutas e paja e çevada
abundantemente’ y les regaló ‘muchas telas e paños de que se vistiesen e copia
de enrriques’ (moneda en tiempos del rey Enrique IV)»
Distribuido en terrazas
que se sustentaban en laboriosos bancales, levantados con la técnica de la
piedra seca o a hueso, sus paredes luchaban por sujetar la vida vegetal a la
pendiente del cerro mientras suministraban un mínimo y mísero sustento a la
precaria economía familiar. En líneas generales, el paisaje, como conjunto, se
arma como un singular ingenio hídrico que, como si se tratara de un endemismo
cultural, parece atado a otro tiempo y a otros usos. Sin embargo, su origen no
es tan ancestral como podríamos desprender de su engañosa sencillez. La segunda
mitad del siglo XIX fue difícil para los vecinos de Baños de la Encina, pues,
tras aplicar las medidas impuestas por la desamortización civil de Madoz
(1855), se vieron obligados a abandonar las tierras del Común que venían
roturando desde tiempo inmemorial. Como respuesta y queriendo evitar una
hambruna generalizada, la vecindad tomó por las bravas diferentes parcelas del
interior de la dehesa del Santo Cristo, la más cercana al núcleo de población,
pero también de otras aledañas, caso de Corrales, Los Llanos, Garbancillares,
Marquihuelo, Atalaya, Doña Eva, Cuesta del Gatillo y La Parrilla.
Las tierras,
sustentadas en una geología pizarrosa, ofrecían una rentabilidad escasa, pero
los colonos, conocedores del terreno, pusieron en práctica una estrategia que,
sin proporcionarles frutos abundantes, les permitió el sustento necesario para
seguir con una vida llena de carencias. La intervención consistió en aterrazar
la caída de los barrancos mediante bancales de piedra seca, sobre todo aquellos
que presentaban un mínimo hilo de agua, como este de Miguelico o los del Tío Feo, el Lobo o la Bizca. El huerto resultante, en barranco y con una fuerte
pendiente, se complementaba con una porción de tierra de secano destinada a
grano, legumbres y aprovechamiento de los rastrojos, predio que era conocido
bajo el apelativo genérico de quiñón. Como era de esperar, los nuevos propietarios
de las fincas madres, que las habían adquirido en libre subasta, reclamaron
ante las autoridades, en este caso la Diputación Provincial. Esta, responsable
con sus obligaciones, pero forzada a evitar una posible revuelta social, fue
parcheando las soluciones que gestaron el paisaje que hoy conocemos mientras
daba legalidad a las roturaciones arbitrarias de la vecindad. Un primer Decreto
Real, de 29 de agosto de 1893, reconoció la titularidad de los colonos siempre
que se pudiera justificar que el terreno estaba destinado a uso agrario y se
demostrara la antigüedad de la ocupación, que en este caso era de un mínimo de 10
años. Por otra parte, se limitaba la extensión máxima de la parcela a 10
hectáreas y el título de propiedad se conseguía tras pagar a la Administración
de Hacienda un 60% de su tasación, es decir un 6% anual en un plazo de diez
años. Un segundo Decreto Real, de 25 de junio de 1897, ante la generalización
de los impagos, vino a suavizar las medidas propuestas reduciendo el pago al
40% y permitiendo parcelas de mayor calado, que ahora podrían superar las 10
hectáreas. En total se legalizaron unas 300 hectáreas.
Y
es ahora, cuando camino con paso cansado y nada me dicen los cantos de sirena, aún
menos el último iphone o la efímera gloria
de un trending topic, que me cautiva
un paseo sin rumbo o un vino con charla y voces. Es ahora, cuando la tarde se
derrumba irremisible, que me seduce el bronco sonido de la tormenta y me encandila
el rumor postrero del silencio. Es ahora, que llueve, cuando llama mi atención
algo tan sencillo, tan etéreo, como el soplo de aire frío que emerge de una
caverna. Y es ahora, que recuerdo la seca bocanada que desprende ese vientre
estéril, cuando me viene a la memoria que hay quién, erróneamente, nombra Cueva
de la Mona a esta despanzurrada, huera y angosta cata minera. En verdad, para
andar parejo a la realidad y sin engaños, el agujero responde al sustantivo de
La Niña Bonita. La primera, la que contrariamente y por llevar el pie cambiado
apela a un mico, anduvo medio oculta en el cerro de enfrente, el que tuvo por
montera un perezoso mastodonte pétreo conocido como Peñón Gordo. El ripio, en
realidad una enorme peña de piedra viva, fue otero y escondite, y alentaba las
travesuras de toda camarilla de críos y al amparo de la negra noche permitía un
beso robado. El siniestro socavón, que es lo que parecía, a la chita callando
se deslizaba monte abajo y a tiro de piedra de la vieja granja de los Gatos, de
antiguo un matadero desmantelado.
Aunque
algunos juraron y perjuraron que la mísera gruta, la de la Niña Bonita, se usó
como lazareto de leprosos y otros dieron a entender que fue refugio durante la
Guerra Civil, son mayoría los que piensan que se trataba de una estrecha e
ignominiosa galería que horadaron los moros. En caso de verse obligados, huirían
del castillo por este corredor y con unas mínimas garantías. Para tan memorable
arreglo se dice que bajo el alcázar socavaron una galería, primero rompiendo la
rojiza arenisca que cimenta la fortaleza para, después, perderse en un oscuro
precipicio de pizarra. En aquella desnortada negrura pétrea, la de la pizarra, se
presupone que el hilo de esperanza giraba a poniente buscando faro que lo
alumbrara. El túnel, tras navegar bajo las torrentosas aguas del Rumblar, galopaba
sin rumbo cierto y en tortuoso ascenso por el barranco de la Plata. Finalmente,
tras mucha zozobra, como la misma vida, asomaba sin ganar luz en la sorda
penumbra del vientre de las Salas de Galiarda, un castillete con nombre de dama
goda y piedras romanas cuya memoria se pierde en la oscuridad de los tiempos. Se
cuenta que allí, en las desoladas entrañas del macizo de la Navamorquina, pululaban sin sentido ni
orden unos penitentes que se decían eran mudos y ocultaban su rostro bajo
capucha. Algunos de ellos, emparentados entre sí, no eran conscientes de su verdadera
tragedia. Por otra parte, imaginando desvaríos cuando no inventándolos, hay
quien asegura que el lugar, su silencio, oculta pecados y el misterio de sus
piedras esconde enormes milongas. Hay quien habla de tesoros perdidos, riquezas
que los agarenos habrían abandonado en su precipitada huida…, pero lo más posible
es que nunca hubiera fuga, pasadizo ni claustro subterráneo.
En
realidad, teniendo todo una explicación mucho más sencilla y poco metafísica,
aunque no menos legendaria, parece ser que el origen está en un relato que se
pierde en dichos y diretes a caballo entre los siglos XIX y XX. Se cuenta que
un rico ingeniero, propietario de minas, casó con una moza lozana, la más hermosa
del pueblo. De aquellos polvos lo de ‘bonita’. La mujer, de nombre Agustina
Jódar Gutiérrez, era una señora bien puesta donde las hubiese. Enviudada, se
echó a las espaldas el negocio del consorte, la mina que llaman de la ‘Niña
Agustina’ río Grande arriba, y lo llevó con un rumbo económico impecable. Y, si
con ello no fuera suficiente, tenía en propiedad un corazón enorme y piadoso.
Pero volviendo a lo que nos llevaba, la señora, que tenía dos hermanos bastante
parados y de poco beneficio, queriendo darles oficio, convenció al marido para
que los contratara. Este, barajando qué utilidad dar a los cuñados, les
encomendó abrir minado a media ladera del cerro del castillo, donde ahora está
la susodicha galería. Con aquel asunto esperaba localizar un filón de galena
argentífera, una veta metálica de plomo y plata que intuía orientada con la
vecina trinchera minera del Polígono-Contraminas. Pasado el tiempo y sin
ganancia, aunque hay quienes cuentan que sí dieron con algún tesoro moruno,
quizá con cuatro dírhams mal contados y alguna flecha, la hacienda quedó en
agua de borrajas y la cueva como firme testigo de un poder tan enorme como
efímero, que lo es tanto o más que la propia juventud: la belleza.
Pero lo
cierto es que un servidor, a sus años, cuando en mi interior intuyo sombras que
danzan con movimientos electrizantes, confusas, imagino la gruta como un
resquicio de luz en medio de la amnesia, un rincón pestilente que unos días sabe
a greda polvorienta y otros huele a tierra mojada. Es entonces que la negra
oscuridad del agujero me envuelve con una plácida y muda inmensidad, rota en
ocasiones por la lenta cadencia de un goteo, un soniquete de memoria que se
pierde en la eternidad del tiempo. En realidad, ajeno a todo este perogrullo, a
la caducidad de la existencia, la cueva y su entorno son recuerdo de cuando
crío, de cuando sisabas un brazado de habas verdes del quiñón de arriba y
corrías, corrías sin tino, sin intuir que la vereda tenía fin cuando menos lo creías.