Autor: Paco Nájera
Durante décadas y el esquinazo de levante, donde la mesa tabular del Calvario Viejo se asoma a la cabecera del Arroyo de la Alcubilla, se conservaron los hormazos mal pergeñados de la ermita de Santa Olalla. Erigida impenitente entre un hato de eras, como pica sobre luna vieja destripada en el llano, en buena y lejana hora se edificó donde el Camino del Hoyo y el cordel merino de Guarromán entraban en nupcias y continuaban como uno solo por el 'carril' de Mestanza, senda de evidente huella y memoria trashumante, hasta penetrar en el corazón de la 'Villa Vieja' de Baños. Como un servidor, hay quien, bajo su cuenta y riesgo, afirma que en su génesis y día la capilla fue torreón vigía y tuvo como encomienda, apoyándose visualmente en la atalaya que después sería ermita de Santo Domingo y guardiana sempiterna del Camino de San Lorenzo -llamado también como de la Celada o Zalá-, mediar entre la primitiva torre defensiva que hoy envuelve el Santuario de la Virgen de la Encina y el mismísimo castillo de Baños.
Lámina 1: Torreón del Santuario de Nuestra Señora de la Virgen de Encina. Siglo XIV.Con la desamortización del primer tercio decimonónico, perdió capellanías y santero, derramó sus piedras por la cuerda y acabó casi en nada. Los sillares buenos acabaron aplomando las esquinas de unas cuantas casuchas, los mampuestos de mayor tamaño enderezaron las corralizas vecinas y los ripios se utilizaron para gestar una de aquellas rechonchas eras de pan trillar, rueda de piedra, sudor y viento que se desparramaba a la sombra vespertina de la ruina.
En este punto, es necesario subrayar el carácter principal e histórico de ambos caminos, uno de herradura y el otro de carne, Hoyo y Guarromán (o de La Atalaya), pues durante siglos fueron los principales ejes de comunicación entre esta parte de la Sierra Morena de Jaén y la vertiente norte del macizo. El primero, que en ciertos tramos coincidía con otra calzada ganadera, la Cañada Real de la Plata por la Mojonera, salvaba las aguas del río Rumblar por el ‘Molino de Arriba’, justo por encima de la Junta de los Ríos (Grande y Pinto), y permitía los desplazamientos al Valle de Alcudia. Por su parte, aunque pudiera parecer que la función principal del Cordel de Guarromán era la de facilitar los desplazamientos de ganado transterminante entre Sierra Morena y las sierras orientales de la provincia (Segura), realmente era receptor y tramo final de otros dos importantes caminos mariánicos y honda raíz histórica: Baños a San Lorenzo (y Huertezuelas) y el Cordel Principal de la Plata (ganadero) que, como los anteriores del Hoyo y la Mojonera, en ciertos tramos se encontraban y caminaban como uno solo y tenían como destino la anchura del Campo de Calatrava. De la importancia de este camino nos dan referencia Corchado Soriano y Sánchez Sánchez[1], que lo citan del Puerto del Robledo. El primero lo identifica con la calzada romana que denomina como de ‘Toledo a Cástulo por Calatrava, Añavate y Baños’, una posible vía alternativa al paso del Muradal.
Posiblemente, durante Republica e Imperio sería utilizado para sacar la galena (plomo y plata) del área de El Centenillo y pondría en comunicación la ciudad de Oreto con las también oretanas de Viatia (Baeza) y Cástulo. En aquellos tiempos, llegando al camino al Mojón de la Legua se desviaba a levante de la senda principal, vadeaba el río Grande por el Friscalejo y salía al valle por la Fuente del Pilar y el lugar que ahora ocupa el Santuario de la Virgen de la Encina. Después, proseguiría por la cabecera del Guadiel, la misma cuenca que muchos siglos después controlaría la ‘Torre de Martín Malo’, y por San Bartolomé o la Magdalena de Castro hasta recalar en el principal oppidum del Guadalimar. Por otra parte, en el último tercio del siglo XVII el Padre Torres lo identifica como el ‘Camino de la Mancha por la Venta de Carvajal…’ y que va al Moral, lugar de la Mancha, por el castillo de ‘Bujalhame’ y ‘Nabagallina’[2] (fuente: manuscrito propiedad de la British Library, 1677).
Lámina 2: Localización de caminos, ermitas y baluartes defensivos. Fuente: Mapa Cartográfico del Instituto Geográfico y Estadístico, hoja La Carolina, 1895. Elaboración propia.
Volviendo al enclave que nos traía, conocido no sin razones como Buenos Aires, coronaba la cota más alta del lugar y era, a juicio de los entendidos en vientos y muelas, el lugar más adecuado para levantar un molino al uso manchego. Y así, con decisión y olvidando el uso sacro que tuvo el promontorio, se elevó uno de estos ingenios con no pocos imprevistos y mucho gasto, pues la Iglesia, como la Benita, para la cosa de especular con sus rentas, aunque fuera con escombros, era aventajada y sagaz. Y después, por la condición de la ruina y por aprovechar los cimientos de la ermita, se erigió el artilugio como si se tratara de torre almenara o faro elevado sobre arrecife. De anchos muros de piedra arenisca conseguida en las cercanas canteras del Llano del Santo Cristo y del Cerro del Pilarejo, en la estrechura de su interior, recia y robusta como en casa fuerte pero ajustada como horma chica, se ayuntaba sin miramiento hacienda con morada, cuadra con granero y almacén con mentidero. El piso postrero, levantado según la jerga local con tapial de ‘barro colorao’ de las mismas canteras y mucho ventanuco para oler los vientos, se destinó a las faenas propias de la molienda.
Lámina 3: Canteras del Cerro del Pilarejo, años 50 del siglo XX. Fuente: Archivo particular de Diego Muñoz-Cobo Rosales. / Era de Bartolico Recena.
Pero, a todo
esto y con la industria en marcha, cuando el molino fondeaba en la plácida
quietud del mediodía, el cielo se tornó de un rojo vivo, como cuando los
últimos rescoldos del hogar se desperezan y avivan bajo el efecto del fuelle. Y
llegó la tarde. Cielo, tierra y ríos eran de color ceniza, y lo eran las
plantas, calles y viviendas, y la gente se vistió de gris. El intenso calor
sepultó los recuerdos y el viento, que andaba en calma chicha, se rebeló en un
instante. Cuando la negra oscuridad cubrió la noche, vino la lluvia, abundante,
y durante la madrugada no fue menos. Llegó aparejada de una tormenta de las que
desbarata cualquier plan premeditado. En un ataque de furia desmedida, el
vendaval elevó bruscamente las aspas del molino haciéndolas volar por los
aires. Con el mismo impulso, movió el eje y reventó el palo de gobierno
provocando que en medio de tanto estropicio se arruinara toda la techumbre y se
desencajara el fraile. Los estampó contra los corrales de enfrente. Con el
molino a descubierto, el trasiego del eje hizo añicos la rueda catalina, la
linterna y la tolva, que se derrumbaron sobre las muelas como si de un peso
muerto se tratara. Los empiedros se quedaron sin sustento y partieron las vigas
de los entresuelos, que cayeron envueltos en un estruendo atronador. Todo el
ingenio interior se vino abajo, maderas, herrajes, granos, haciendas y sueños.
Una hora, dos, el viento se calmó y la lluvia comenzó a deslizarse con
suavidad, caladera,
deshaciendo pacientemente los adobes de barro y las ambiciones del molinero[3].
El molino de viento se fue al garete. De ello, y con las palabras «Ruinas de un Molino», se dejó constancia en un callejero elaborado por el Instituto Geográfico y Estadístico cuando corría el año de Nuestro Señor de 1888. La enorme anchura de los muros, la presencia de un harinal o canalón de salida de harinas labrado en la pared de la planta baja, la ruina de sus muelas de granito, una de las cuales aún duerme en su interior (solera), y la memoria popular, que es sabia como pocas, hicieron otro tanto para recordar su origen legendario y trágico fin[4]
Y unos lustros después, cuando el molino ya era leyenda y la ermita olvido, finalizada siega y trilla y esperando las bondades de la media noche, en Buenos Aires se reunía buena tertulia, al modo de la que lustros atrás se armaba en casa del médico y maestro Ortega y Torres. Aquéllos debatían sobre olivos y la manera de extraer el mejor aceite al menor coste[5], mientras que estos, poco o nada seducidos por los avances tecnológicos y las bondades económicas, lo hacían sobre caminos, piedras y cualquier disparate que viniera a cuento. Al amparo del molino, a pie de era, olían los vientos por ver si el ábrego venía picando y podían ablentar la parva. Entre tanto, los compadres y una comadre andaban en cosa de ningún provecho, mano sobre mano y atinela por aprovechar cuando el viento soplara de abajo. Mientras, armaban debates de tal calibre que enmudecían cualquier sonido nocturno, ya fuera grillo, lechuza o búho. Aunque andaba el vino, como no querían meterse en finca ajena ni llegar a disputa, cada uno se apañaba con su cuartillo de manera que la cosa fuera por su cauce y no en barranquera.
Lámina 5: Molino de viento del Santo Cristo, ruinas (años cincuenta, siglo XX). A la izquierda de la puerta se puede apreciar la muela volandera. Fuente: Archivo particular de Diego Muñoz-Cobo Rosales. El molino fue restaurado en 2001.
Y allí, apoyado contra los sillares del harinal, por controlar cualquier sombra que se dejara caer por el llano, estaba sentado el interesado, Martín Esteban, que siendo cabrero también tenía unas pocas fanegas de tierra calma y buena cosecha. Era hombre de poco vacilar y dormir un instante, como burro y a cabezadas. Digamos que era un tunante de morder aquí y allá, como las hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si fuese menester. Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo y por su mucho bullir lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. Contrariamente, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Haciendo las mayores cábalas monetarias, por momentos se le resecaba un poquito el alma. Por frente de éste y sobre las desbaratadas piedras de moler, por echar una mano, aunque también por pillar un cuscurro con aceite y estar al día de cotilleos, se repartían el resto de contertulios. De una mano Patricio, hortelano de siempre, enjuto y pensativo, callado como muerto; de la otra, Braulio, dejado caer sobre la solera mayor y espantando musarañas. Inquieto como crío chico, era hombre de oficio poco declarado pero mucho trajín. En el umbral de la puerta y recortada en la media penumbra, de pie sobre los escombros de la otra muela y concentrada en la hacienda que les traía, La Chacona murmuraba por lo bajo el poco interés que los otros ponían por barruntar los aires y el mucho en tirar del porrón. Cristianizada con el nombre de Benita, la mujer, por ser muy echada para adelante e ir por camino propio, era considerada por muchos como puta y bruja. En verdad se ganaba la vida moliendo el chocolate de los demás, aunque lo mismo te aventuraba el porvenir con una docena de habas secas que te destripaba unas semillas de cacao en el metate. Los que más sabían de ella, que eran los contados, la tenían por señora de muy buen criterio y conversación, aunque en ocasiones su oratoria era lindera con la mentira y el engaño, una manera como otra de ganarse la vida. Y es que, a sus años, visto mucho y corrido más, se dejaba llevar por el regato de la vida con el menor daño posible. Era La Chacona mujer de ciertas carnes, aunque no suficientes para los que mal suponían su oficio, y, pese a que era yerma, su sombra olía a tierra mojada. Pero si en ella había un rasgo que llamaba la atención era su irónica sonrisa, como de importarle todo un carajo.
Por rascar en sarna, pero sin otra intención que reírse un rato, arrancaron la conversación metiéndose con la Benita. Decían que se había echado un novio, un agrimensor o cesionista de los muchos que caía por el pueblo con tanta desamortización, para tasar y mal subastar las cuatro fanegas del Común. Que le habían puesto mesa y cama y que era de los que entraban de vacío para llenar el saco. Pues, como todos, llegaba diciendo ser ecuánime, de no ir por una vereda ni por la otra, que ni siquiera miraba por llenar la bolsa de la reina frente al mísero sustento de los comunes[6]. Pero como hacían todos, cuando se fuera con el cuento a otra parte, se iría con la mejor tajada entre los dientes. La Chacona, que como de costumbre no estaba de ningún humor y ardía con la chusca de un mechero de pescozón, cortó por lo sano y de una dentellada. Tras unos instantes de incómodo y chirriante silencio, porque corriera el tiempo y no el vino, aunque también por provocar algún que otro dislate de Braulio y conseguir las risas que antes no fueron, Martín viró la conversación a los chismes de historia, como él solía llamarlos. Argumentó entonces el poco interés que sus paisanos ponían en las cosas que afectaban a todo el vecindario, más aún en los asuntos de la crónica común y cotidiana. Tanto era así, que se desconocían las causas de los apelativos de una gran parte de las calles del pueblo, cuando no de la mayoría. Y, metidos de lleno en el asunto, sacaron al hilo el caso de la Amargura. Se trata de una arteria en cuesta que linda por poniente con la ruina del Corralón y discurre paralela a la vieja y destartalada calleja del Cotanillo, hoy cercenada en su tramo final, y a la más principal de Mestanza, que sube desde la Casa Consistorial a la Ermita del Cristo del Llano. Por delante del santuario, como si se tratara de un heraldo, se eleva la robusta columna de la Cruz de las Azucenas.
[1] SÁNCHEZ SÁNCHEZ,
Jesús: ‘Caminos históricos Toledo-Córdoba por el Valle de Alcudia’. Actas del
VII Congreso de Caminería Hispánica. Madrid: Ministerio de Fomento, 2004.
[2] RODRÍGUEZ MOLINA,
José: Historia de Baeza del Padre Francisco Torres. Granada: Ayuntamiento de
Baeza-Universidad de Granada, 1985.
[3] CANTARERO QUESADA,
José María: Los molinos del Jacarero. Baños de la Encina: Gráficas La Paz S.L.,
2018.
[4] MUÑOZ-COBO FRESCO,
Juan: Baños de la Encina: un viaje por su historia milenaria. Jaén: Caja Rural
de Jaén, 1988.
[5] ORTEGA Y TORRES,
Andrés Miguel: Mejoras de los actuales molinos de aceite y método nuevo de
extraerlo. Baeza: Imprenta de D.F. Moreno, 1842.
[6] ‘Por su parte, la Ley de 1855 tuvo una resonancia espectacular en todo
el macizo de Sierra Morena que fue, con diferencia, el ámbito provincial donde
mayor calado tuvieron las tesis de Madoz. Dentro de ese gran espolón montañoso,
los municipios que nos ocupan alcanzaron muy pronto una gran relevancia tanto
por la cantidad de tierras que se vendieron y el montante económico que se
obtuvo por ellas, como por la propia mecánica de las ventas, que favoreció la
presencia en las subastas de todo tipo de especuladores, dispuestos siempre a
hacer un buen negocio a costa de los bienes que hasta entonces habían
pertenecido a las comunidades locales’. En ARAQUE JIMÉNEZ, Eduardo y SÁNCHEZ
MARTÍNEZ, José Domingo: ‘La propiedad de los montes en Sierra Morena Oriental
(Jaén), a través de algunas fuentes documentales’, en Elucidario, nº 1. Jaén: Seminario
bio-bibliográfico Manuel Caballero Venzalá, marzo 1996. pág. 175-236.
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