Aunque en algunas ocasiones David vence a Goliat, la mayoría de las veces lo ordinario, lo pequeño que no insignificante, hiberna a la sombra del coloso sin levantar palabra. Enmudecido por la grandeza de su adversario, lo cotidiano calla esperando que llegue quién sepa leer en su silencio. Así ocurre en Baños de la Encina, donde, en los viejos arrabales de su magnífico castillo almohade, al rebufo de su espectacular camarín del Cristo, lejos de los vientos de su molino y a la vera de su monumental parroquia de San Mateo, duerme el barrio de la aldea vieja esperando a quién contar los misterios que atesoran sus piedras, sí, pero también en sus paredes mal pergeñadas con barro y cal. Precipicio, Conquista, Fugitivos, Huérfanos, Cuidado… son apelativos que evocan mucha memoria y conforman una enrevesada madeja de callejas, trancos, gradas y casuchas, o al menos así nos puede parecer a primera vista. Si se mira con detalle y buen ojo, podremos desentrañar los secretos que con tanto recelo guarda este barrio. Un ventanuco oculto, las extrañas proporciones de un hilo de casas, un balate de proporciones descomunales o el grabado apenas perceptible, detalles que pueden parecer insignificantes nos permitirán desmadejar la verdadera historia un pueblo embozado con un velo de magia.
Castillo de Baños desde Los Charcones y abrevadero
de El Ruedo. Fotografía: Hilario Pastor Vicaría
A modo de
báculo en que apoyarnos, quedamos con un viejo compañero en el mirador de Santa
María, junto al castillo. Pese a lo intempestivo del día, la plazuela del Cueto
se presenta hospitalaria, huele a tierra mojada y generosa. La atmósfera está
limpia y la sensación es acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El
anciano, hombre de huerta y pocos excesos, nos observa con las manos atrás y
ligeramente encorvado hacia delante. Patricio le llaman. Algunos lo tienen por
huraño y cenobita, otros lo consideran muy leído y hombre de costumbres
austeras. Lo cierto es que el labriego es de porte bronco y ojo más seco que
ripio, según se dice fruto de un disparate digno callar. En su papel de augur,
se dice autodidacta y sabio que pocos comprenden. Días atrás, junto a uno de
los limoneros de la plaza, nos contaba que no hay mayor placer que andar al
raso, charlar y discutir con Judas, su perro, ¡tan sencillo!; o sentarse, como
ahora, sin prisas y a la sombra, para escuchar el silencio y evaluar con la paciencia
que dan los años, y mucho atino, aquellos detalles que nos pueden parecer
insignificantes, pero que verdaderamente han marcado la ancha historia de un lugar
anclado en la memoria. ‘Venga, vamos a bajar y patear por el Camino del Ruedo’,
nos dice.
Plazuela del Cueto: capitel y flor del
castillo
A levante
del mirador de Santa María, por donde asoma una escalinata que amenaza con
hundirnos en los infiernos, queda Precipicio, un despeñadero que nos introduce repentinamente
en la más enigmática historia del lugar. Lo que hoy nos puede parecer una calle
imposible, por la extrema pendiente que presenta, en realidad y en su día era un
canal que evacuaba las aguas del Cerro y minimizaba los daños de las lluvias, a
veces torrenciales. Esta ‘calleja de agua’, como otras que seguirán su ejemplo según
la trama urbana fue creciendo y alejándose del otero del castillo, será la
primera que se tirará de arriba a abajo con el fin de evitar riadas e inundaciones:
Fugitivos, del Arroyo (ahora Mestanza y del Pilar), del Cuidado o Barranco
evocan la amenaza que realmente representaban. Ahora, en un requiebro a la izquierda,
giramos y nos dejamos llevar por el duende que emana del arrabalillo de la
aldea vieja (segunda mitad siglo XV). Nos damos de bruces con un ovillo de
apelativos sencillos, pero contundentes, menciones que se aferran a la dura
cotidianidad de entonces y que recuerdan los primeros bocetos urbanos que se
derramaron a la vera del castillo: Cestería, Huérfanos, Fugitivos, del Horno
(ahora Madre de Dios), Eras o Trinidad. Lo que intuitivamente puede parecernos un
laberinto viario de origen andalusí, no es tal, pero no por ello deja de ser
menos intrincado e interesante. Se trata de casuchines
y casonas escalonadas interiormente, de fachadas minúsculas y portales
angostos; habitáculos levantados con sillarejos y ripios, de adobe, madroña y cal que flanquean calles
sinuosas, pero a pie llano, estrechas y sombreadas, tiradas en paralelo a las
líneas de nivel que dibujan el Cerro del Cueto.
Escalinata de Precipicio, ‘calleja de agua’
Las
viviendas, soleadas por el mediodía y ventiladas por el ábrego, están engarzadas
a escarpas enormes, cortadas en talud y ocultas hoy tras un ápice de modernidad.
En cierto sentido, recuerdan la urbanística escalonada de los poblados de la
Edad del Bronce que se reparten por el entorno (4000 años de antigüedad), cuando
no sea que se sustentan sobre uno de ellos. En la vecindad, tienen especial
protagonismo los enclaves argáricos
de Peñalosa, junto al río, o del Cueto, en el interior del castillo.
Poblado argárico de Peñalosa (Edad del
Bronce): terrazas y Puerta Norte
En Cestería, un rincón acunado por la calma y el silencio, un gato de pelo brillante se relame con parsimonia y confianza. Los mojones de piedra utilizados para majar el esparto, para trenzar pleitas y cestas, salpican la calzada viaria y, en parte, justifican el apelativo de la calle. Pero hay quienes, sopesando que la poca población de la aldea bajomedieval no daría para la existencia de un gremio consolidado, sugieren que la designación deriva de la presencia, quizá esporádica, de gentes en continua mudanza que eventualmente tendrían aquí su morada: gitanos canasteros —cesteros—, pues no en vano este oficio era uno de sus principales dedicaciones laborales. Por entonces llevarían unas pocas décadas instalados en el Reino de Jaén, como así queda constancia en los ‘Hechos del Condestable D. Miguel Lucas de Iranzo’ (1462).
Calle Cestería o Conquista, en primer plano mojones
para majar esparto
Por la calle del Horno cortamos a Trinidad y abocamos junto al Torreón y Cerco de los Corvera, aunque quizá deberíamos llamarlos de Sánchez Carvajal, Señores de Tobaruela. Pero bueno, eso daría para otra charla entretenida. Por encima de la muralla, un paredón formado por sillares de cierto calado y buena talla, emerge la torre de San Mateo cortando el horizonte. El cerco, más que defender la aldea intramuros, fue instrumento para el cobro de los arrendamientos ganaderos y los portazgos, pues, no en vano y en origen, la plaza fue un gran espacio abierto y terrizo, más corral de contaduría de ovejas merinas que lugar de encuentro social. Avanzado el XVI, la situación no sería la misma. Cuando la agricultura y la gestión comercial de los caminos se hicieron hueco, y se consolidaron como pilares económicos del lugar, y el castillo dio muestras de cierto abandono, los arrabales experimentaron un interesante proceso de consolidación. Entonces, comenzaron a surgir casonas de mayor entidad y presencia, como Escalante, Herrera Cárdenas, Pérez Caballero o Charidad, de fachadas bien labradas y cierto refinamiento, como podemos apreciar cuando paseamos por la Plazuela, Carretera, Trinidad y Eras. De entre el silencio, el callejero susurra fábulas que se pierden en el origen de los tiempos.
Cerco de los Corvera, fachada y patio
interior
Apoyados en nuestro lazarillo, de cuando en cuando apreciamos como la roca de asperón emerge desde las mismas extrañas de la tierra. Es la misma piedra que da aliento a sus casonas, que deja entrever que la cantera de la que se extraía la materia prima se levanta ante nuestras mismas narices. Al hilo, nos comenta el silente que un paisano, Juan de Rica, cantero y picapedrero, fue responsable de la fábrica del mismísimo campanario de San Mateo. Siglos después nos vemos en la obligación de hacer justo honor a su memoria.
Campanario de San Mateo y Casonas de
Escalante y Pérez Caballero
Reanudamos la marcha bajando por la empinada cuesta de Trinidad. Flanqueados ahora por viejos molinos aceiteros, ingenios que exhiben con crudeza sus despojos, caminamos como si huyéramos del pueblo y de sus historias a entallarnos entre las costuras del Camino Viejo de Castilla, o de Andalucía, según desde donde se mire, y la Vereda de Linares. Donde uno y otra calzada entran en nupcias, emerge un magnífico venero: el de la Vega, que cuenta con pozo y brocal de piedra, ‘babero’ pétreo de excelente factura y abrevaderos de arenisca y granito. Visto con cariño y buen aprecio, se trata de un conjunto etnográfico que podríamos entender casi monumental. Patricio invita a sentarnos y amarrar nuestras inquietudes, ya hemos fondeado en el Ruedo. ‘Desde aquí y en ocasiones, el pueblo parece un disparatado hormiguero, una barcaza sin timón. Es como si la vida se nos fuera en un suspiro’, me dice. ‘Desde aquí se aprecia todo tal y como es en verdad, y nada es tan grande y de tanta enjundia como creemos entender’. Pasado un momento, lázaro enmudece y nos envuelve un apacible silencio.
Casona de Charidad -Calle Trinidad- y Pozo
de la Vega
Gracias a ti siempre por hacernos partícipes de tus entregas y desvelos por la tierra, su patrimonio y sus gentes. Un abrazo.
ResponderEliminarSiempre es un placer
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