En camino, cuando dejes atrás la poderosa estampa de La Calahorra, apreciarás como en un instante la llanura se dobla y eleva llenando cada cicatriz del relieve con una pequeña mota blanca, una retahíla de pequeños pueblitos que salpican la sierra hasta coronar el Puerto de la Ragua, llave de las Alpujarras. Detente un momento y respira hondo, vuelve la vista, tu retina jamás olvidará la inmensa panorámica que se despliega a tus pies. En ese momento reconocerás la verdadera medida del hombre. Metido de lleno en las Alpujarras, en la hondura de sus barrancos y tahas, notarás como se te encoje el alma. Déjate llevar por su escandaloso silencio, arrópate con el susurro de sus vientos y sigue la senda que te marca el murmullo de sus acequias. En las Alpujarras, una tierra tendida al sol, no hay mayor placer que dejarse llevar por sus laberínticas callejas, un amago de estrechez viaria que discurre entre ‘tinaos’ y minúsculos talleres artesanales. Pizarra, launa y cal, un mazacote urbano que amenaza con precipitarse al abismo más profundo. Aunque tengas sellado un destino concreto, detente en cualquier lugar que te agrade. En estas sierras la sorpresa emerge en el pliegue más inesperado.
Cuando caiga el día, asómate a la tarde desde cualquier promontorio y apreciarás como el horizonte se diluye en un ocaso que nos puede parecer toda una eternidad.
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