miércoles, 28 de abril de 2021

Otro abril

Bien avanzada la primavera, y como si se tratara de un tumultuoso deshielo, por el colegio transitaba toda una ‘trupe’ de buhoneros, de diferente talla y pelaje, pregonando sus baratijas. Como si al tufillo de la reciente cosecha buscaran pescar la mejor pieza.

De entre el murmullo de los años y de aquellos tipos de corte extraño, o al menos lo eran para una chiquillería poco hecha a gente de ciudad, recuerdo a un fotógrafo de hábito relamido, armado de cámara y peine, que cartilla en mano te inmortalizaba con tu primera fotografía escolar; o a los practicantes y enfermeros, avituallados con todo un revolutum de vacunas, jeringas y consejos sanitarios. Pero, de entre todos ellos, nos llamaba la mayor atención los que entendíamos que eran vendehúmos, cuando en realidad eran bachilleres de nuevo cuño haciendo carrera. Aquéllos, repetían avanzadilla año tras año y cuando no te malvendían el último avance de la modernidad académica te embriagan con las bondades una habitación para estudio individual, pese  a que había compañeros que se veían obligados a compartir alcoba igual que camada o se ausentaban obligatoriamente la mitad del curso escolar, entre vendimia y aceituna.

Pero, de entre todos, al que la momentánea bonanza económica le venía como agua de mayo era a un tipo bien estirado, librero de lengua fácil y maletín panzudo, que solía aprovechar el lance para vender su mercancía casa por casa, aunque con escaso éxito y meritorio empeño. Aquel año, como el anterior y aún haría los subsiguientes, vino pertrechado con un extenso catálogo y su último reclamo estrella. Que, en este caso, se trataba de un inigualable diccionario enciclopédico, todo el saber del momento en un sólido, brillante y cómodo tomo.

Un servidor, por entonces, no tenía más libro en propiedad que el de familia, que tampoco lo era, o al menos con riguroso criterio. Igualmente, en el colegio apenas contábamos con unos cuantos, viejos y casi deshechos ejemplares del Quijote, de la colección ‘Cucaña’, y un buen número de diccionarios Vox, de aquéllos ilustrados con un escueto dibujo. Los libros de texto tampoco eran en propiedad, pues año con año los heredábamos entre primos y hermanos y tenían su génesis en mi prima Puri, la mayor de ellas. Por otra parte, aún no había descubierto el altillo preñado de cuentos de mi primo Dioni, de cuando la muerte de mi abuelo, ni las novelas de tiros que mi padre ocultaba en la cámara de mis abuelos. Y, por entonces, tampoco tenía mayor empeño por ahorrar una parte de la menguada paga del domingo y así solicitar contra reembolso pedidos descatalogados a la Librería Balmes, de Logroño.

Pero aquel abultado diccionario llamó mi atención de una manera que aún no llego a entender. Así que armado con la única coraza que poseía, la de mi desnuda infancia, rogué a mi padre que lo comprara. No creí haberlo hecho con el suficiente convencimiento, pues entendí que la embestida había sido en balde cuando dejé caer la petición a peso, como quien pasa por allí sin otra pretensión que soltar el lastre del saludo.

Por aquellos tiempos, quizá por mi propia situación familiar o porque era la norma más generalizada entre el común, no se celebraba ningún cumpleaños y el que suscribe nunca había sido destinatario de regalo por la onomástica. Aunque en aquella ocasión es posible que mi progenitor viera en mis ojos el mismo brillo que él creyó reflejarse en el espejo de sus primeros años, cuando chico y con toda una vida que entallar, cuando forjaba una caligrafía tan intachable que muchos años después fui incapaz de falsificar. Con todo, el desenlace fue positivo y accedió a comprar nuestro primer libro. Eso sí, como en aquél de familia, cada uno de los vástagos fue dejando su huella… con mejor o peor caligrafía.

Muchos abriles después, pese a que sigo teniendo el convencimiento de haber visto en los ojos de mi padre el eco de aquel brillo, quiero creer que este Diccionario Enciclopédico fue mi primer regalo de cumpleaños.








No hay comentarios:

Publicar un comentario