Bien avanzada la primavera, y como si se tratara de un tumultuoso deshielo, por el colegio transitaba toda una ‘trupe’ de buhoneros, de diferente talla y pelaje, pregonando sus baratijas. Como si al tufillo de la reciente cosecha buscaran pescar la mejor pieza.
De entre
el murmullo de los años y de aquellos tipos de corte extraño, o al menos lo
eran para una chiquillería poco hecha a gente de ciudad, recuerdo a un
fotógrafo de hábito relamido, armado de cámara y peine, que cartilla en mano te
inmortalizaba con tu primera fotografía escolar; o a los
practicantes y enfermeros, avituallados con todo un revolutum de vacunas, jeringas
y consejos sanitarios. Pero, de entre todos ellos, nos llamaba la mayor atención
los que entendíamos que eran vendehúmos, cuando en realidad eran bachilleres de
nuevo cuño haciendo carrera. Aquéllos, repetían avanzadilla año tras año y cuando
no te malvendían el último avance de la modernidad académica te embriagan con las
bondades una habitación para estudio individual, pese a que había compañeros que se veían obligados
a compartir alcoba igual que camada o se ausentaban obligatoriamente la mitad
del curso escolar, entre vendimia y aceituna.
Pero, de
entre todos, al que la momentánea bonanza económica le venía como agua de mayo
era a un tipo bien estirado, librero de lengua fácil y maletín panzudo, que
solía aprovechar el lance para vender su mercancía casa por casa, aunque con
escaso éxito y meritorio empeño. Aquel año, como el anterior y aún haría los
subsiguientes, vino pertrechado con un extenso catálogo y su último reclamo estrella.
Que, en este caso, se trataba de un inigualable diccionario enciclopédico, todo
el saber del momento en un sólido, brillante y cómodo tomo.
Un
servidor, por entonces, no tenía más libro en propiedad que el de familia, que
tampoco lo era, o al menos con riguroso criterio. Igualmente, en el colegio
apenas contábamos con unos cuantos, viejos y casi deshechos ejemplares del
Quijote, de la colección ‘Cucaña’, y un buen número de diccionarios Vox, de
aquéllos ilustrados con un escueto dibujo. Los libros de texto tampoco eran en
propiedad, pues año con año los heredábamos entre primos y hermanos y tenían su
génesis en mi prima Puri, la mayor de ellas. Por otra parte, aún no había
descubierto el altillo preñado de cuentos de mi primo Dioni, de cuando la
muerte de mi abuelo, ni las novelas de tiros que mi padre ocultaba en la cámara
de mis abuelos. Y, por entonces, tampoco tenía mayor empeño por ahorrar una
parte de la menguada paga del domingo y así solicitar contra reembolso pedidos descatalogados
a la Librería Balmes, de Logroño.
Pero
aquel abultado diccionario llamó mi atención de una manera que aún no llego a
entender. Así que armado con la única coraza que poseía, la de mi desnuda
infancia, rogué a mi padre que lo comprara. No creí haberlo hecho con el
suficiente convencimiento, pues entendí que la embestida había sido en balde cuando
dejé caer la petición a peso, como quien pasa por allí sin otra pretensión que soltar
el lastre del saludo.
Por aquellos
tiempos, quizá por mi propia situación familiar o porque era la norma más
generalizada entre el común, no se celebraba ningún cumpleaños y el que
suscribe nunca había sido destinatario de regalo por la onomástica. Aunque en aquella
ocasión es posible que mi progenitor viera en mis ojos el mismo brillo que él
creyó reflejarse en el espejo de sus primeros años, cuando chico y con toda una
vida que entallar, cuando forjaba una caligrafía tan intachable que muchos años
después fui incapaz de falsificar. Con todo, el desenlace fue positivo y
accedió a comprar nuestro primer libro. Eso sí, como en aquél de familia, cada
uno de los vástagos fue dejando su huella… con mejor o peor caligrafía.