¡Bufff, toda una vida!
sábado, 17 de agosto de 2019
jueves, 15 de agosto de 2019
martes, 13 de agosto de 2019
Sobre el Peñón Gordo y la Encantá del Pilarejo
Andábamos por el Peñón Gordo en una tarde noche
revuelta, de cabañuelas en retornas, barruntando donde poner el hato y
rememorando aún la última hazaña, la de días atrás en noche con media luna. No
teniendo mejor mula que aparejar, nos dio por acercarnos al cementerio y
pavonear de audaces cuando no de muy osados, pues, según dijo uno, con motivo
de tanto emigrante y con la finalidad de que pudieran visitar el último asiento
de sus difuntos, el Narro, a la sazón guardián de aquella hacienda, había
dejado de par en par las puertas de tan silenciosa cortijá.
A la retranca supimos de la poca certeza de aquella
afirmación.
A la ida y ya puestos en verea, por aprovechar el viaje, cada cual cogió una sandia o un melón,
según gusto y como le terció, de un huerto que se nos puso por delante. Yendo
ya cada uno con su correspondiente carga, doblamos la última curva para darnos
de una con la rectilla que nos ponía por delante la Peñasca. Fuera por los tétricos comentarios derramados por el
camino, fuera por la poca luna o por las cimbreantes sombras de la arboleda, el
que iba por delante no tuvo otra idea que inventar y vocear a plena voz que
veía a lo lejos, detrás de la reja, como se paseaban los fantasmas. ¡¡¡Espantá general!!! El último, no
queriendo quedar de invitado de tan respetable concurrencia y para correr con
más brío, no tuvo otra agudeza que tirar su presa hacia delante, por encima de
las cabezas de los compadres. Tal fue la lanzada, que la sandía fue a caer en
mitad de los fugitivos haciéndose trizas. La compañía, creyendo que las ánimas
les agarraban de los cataplines, se tiró cuerpo a tierra desportillándose
contra los duros terrones de las camás.
Por no liarla, como ocurrió en el día de marras, ahora
se tomó la determinación de inventar sin meternos en sembrao.
Como esa noche teníamos partía larga y nos pillaba a
tiro de piedra el Pilarejo, a uno le dio por proponer si nos echábamos palante para verle la cara al espantajo
de la Encantá. Otro, que ufano no sabía cómo alardear del novedoso reloj
digital que colgaba de su muñeca, propuso bajar el primero, saludar a la doña,
dejar la máquina sobre el brocal del lavadero y regresar por las mismas. El
siguiente, y al amparo de la luna llena, bajaría a recogerlo. Uno tras otro
haría otro tanto hasta que la joya regresara de una a su dueño. Y así se
procedió.
Situado
a media cabecera del barranco, en un lugar de umbría eterna y mucho
chortalillo, se cuenta que con las primeras luces, cuando las mozas casaderas
van a hacer la colada, una señora vestida como la noche las toca y les pide vez
en la fila. Cuando van a contestar, el engendro desaparece como en un
encantamiento. En otras ocasiones y detrás de una retama, se escucha su ronca
voz susurrar lamentos. Quien tiene la suerte en contra y observa la faz de la
propietaria, afirma ver una cara llena de llagas que refleja inmensos dolores A
partir del ese momento su vida se ve rodeada de inmediato de desgracias que
cesan con la muerte del visionario. También dicen que los peores momentos se
viven cuando se hace de noche y te coge la oscuridad lavando: a la luz de la
luna, la mujer de turno no ve reflejado en el agua su semblante, por contra
observa el de una señora de gran belleza que le extiende la mano mientras le
pide con embrujo que la sustituya en su eterno encierro. Aunque se niega, a la
fuerza intenta sumirla en las profundidades del venero.
Al comienzo, el asunto fue bien, todo el mundo callaba
por la incertidumbre de lo que podía pasar. El silencio dominaba en el
cónclave. Todo cambio cuando regresaron los primeros haciendo alardes de su
arrojo, los murmullos inundaron la escena. A renglón seguido, cuando eran más
los de vuelta que los que faltaban que bajar, los primeros comenzaron a relatar
historias de mucho meter miedo en el cuerpo con el fin de amedrentar a los que
quedaban. Hasta que a uno se le hincharon las narices y dijo que no bajaba, que
el reloj pa la Encantá. Y allí se quedó,
en la penumbra del Pilarejo.
Hay quien dice que desde entonces el espantajo no se
guía ni por la luna ni por las estrellas, que ahora utiliza el reloj, que la
pila era de mucha tralla.
Castillo y Peñón Gordo, en primer término
Fotografías: Antonio Moreno "Miraves"
Fotografías: Antonio Moreno "Miraves"
miércoles, 7 de agosto de 2019
Argar
Esto sólo es la punta del iceberg, una rica muestra que se extiende por el territorio de Murcia y que tiene extensas ramificaciones en el Bronce Manchego y la Cultura Argárica del Sudeste Andaluz (desde Almería a Jaén, pasando por Granada o Málaga): ver video
Como casi siempre, llegaremos tarde mientras nos congratulamos con utopías, aún peor, con falacias.
Como casi siempre, llegaremos tarde mientras nos congratulamos con utopías, aún peor, con falacias.
viernes, 2 de agosto de 2019
Cenizas
A lo
largo del día se dan ciertos trances que nos parecen de lo más apacibles, son
momentos tan placenteros que estimamos que durante su trascurso nada perverso puede
suceder. Así acontece con la aurora, cuando bosteza con timidez anunciando la primera
luz del día. Otro tanto tiene lugar con la mañana más soleada, cuando el astro se
pasea plácidamente iluminando cada una de las callejas que llevan a la plaza; o
con la silenciosa madrugada, que cuando estima oportuno estalla en millones de
puntitos luminosos. Pero, contradictoriamente, en muchas ocasiones suele ocurrir lo contrario. Así es, en cualquier instante la madre Hécate decide tejer los hilos que visten
la noche más tenebrosa para que los cielos descarguen la tormenta más terrible.
Y de tal manera, sin salirse un renglón de ese trágico dictado, una plácida
mañana, que a la postre también fue funesta, la diosa alzó un negro velo y la gladius romana cayó impenitente sobre el
pueblo más recóndito de los bastetanos,
sembrando fuego y cosechando sangre.
Encogido en la
penumbra interior, aprecié que el semisótano era encorsetado y fresco, que olía
a yeso y cal, a muy limpio. Por las rendijas del portalillo la tarde hilvanaba
destellos de luz, delgados hilos blanco nacarados que me obligaron a entornar la
vista. Por delante mía, al otro lado de la portilla, el habitáculo principal se
derramaba con anchura dejando entrever las ásperas ruedas de dos molinos,
algunas ánforas, mucho grano y un desconfiado roedor que no acertaba a
comprender el repentino abandono del lugar. Las muelas aún cobijaban los
rescoldos de su faena: un encaje de harina desmigajada, el sudor de la fatiga y
el intenso olor a grano seco. El lugar desprendía aromas a tierra vieja y
aceite nuevo, aún olía a vida.
Pero en un instante
la tarde se vistió con una toga rojo amarillenta y el silencio se calzó de
estridencias. En un momento el mundo se desmoronó emitiendo un crujido de
impotencia, como el sonido de un coscurro de pan duro al hacerse trizas. Encastrado,
obligado a no escuchar y sí olvidar, a la desmemoria de los míos y de hacer
caso omiso de lo que arrasaba el invasor, sólo llegué a oír el crepitar de las
vigas, el aullido de los hombres y el sollozo de las mujeres. Mientras tanto, la
atmósfera se embozaba con aromas de romero, lavanda y resinas achicharrados y la
oscuridad arropó con su negra mantilla el universo de los perdedores. Y entonces,
tan solo entonces, necesité que un susurro me insuflara aliento, pero solo
escuché gritos desgarradores. Necesité de la cordialidad de la mano amiga, pero
solo aprecié la aspereza del olvido. Necesité oler el sudor y las lágrimas, la
sal que desprenden y que atestiguan que estás vivo, pero solo olfateé tizones y
carne abrasada. Y fue en aquel preciso instante, cuando la oscuridad me selló la
vista, que recordé el vaivén de la espiga dorada y evoqué la calidez de la ubre
henchida de leche tibia. Rememoré entonces cientos de cosas sencillas mientras la
muerte me llevaba en volandas.
De nada sirvió el
sacrificio de mis padres y la estrategia de ocultarme en el semisótano. Una
punzada de viento achuchó un ovillo de fuego al interior de la casa y mi hacienda,
mi vida, fueron pasto de las llamas. Reinó el silencio más cruento.
La parca aún me
concedió un instante. Una rendija de consciencia me permitió apreciar un
rosario de minúsculas lucecitas que se elevaban con movimientos ondulantes,
luciérnagas de oscilaciones quebradas que salpicaron de pequeñas motas de claridad
las sombras de que dormían entre callejas y casonas escalonadas, remolinos de
humo que bailaron al son de la helada muerte, pavesas balanceadas por el
viento, almas menudas que se escaparon en movimientos concéntricos hacia el
cielo que las reclamaba: una negra gasa salpicada por miles de estrellitas que
esperaban, los ancestros. El olvido.
Cuando aquella aciaga
mañana despuntó el astro, yo era Sakarbik,
del pueblo de los bastetanos, un chico inquieto y parlanchín. Ahora no soy
nada, tan sólo desmemoria, cenizas.
Cerro de la Cruz, Almedinilla. Siglo II a.C.
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