martes, 13 de agosto de 2019

Sobre el Peñón Gordo y la Encantá del Pilarejo

Andábamos por el Peñón Gordo en una tarde noche revuelta, de cabañuelas en retornas, barruntando donde poner el hato y rememorando aún la última hazaña, la de días atrás en noche con media luna. No teniendo mejor mula que aparejar, nos dio por acercarnos al cementerio y pavonear de audaces cuando no de muy osados, pues, según dijo uno, con motivo de tanto emigrante y con la finalidad de que pudieran visitar el último asiento de sus difuntos, el Narro, a la sazón guardián de aquella hacienda, había dejado de par en par las puertas de tan silenciosa cortijá.

A la retranca supimos de la poca certeza de aquella afirmación.

A la ida y ya puestos en verea, por aprovechar el viaje, cada cual cogió una sandia o un melón, según gusto y como le terció, de un huerto que se nos puso por delante. Yendo ya cada uno con su correspondiente carga, doblamos la última curva para darnos de una con la rectilla que nos ponía por delante la Peñasca. Fuera por los tétricos comentarios derramados por el camino, fuera por la poca luna o por las cimbreantes sombras de la arboleda, el que iba por delante no tuvo otra idea que inventar y vocear a plena voz que veía a lo lejos, detrás de la reja, como se paseaban los fantasmas. ¡¡¡Espantá general!!! El último, no queriendo quedar de invitado de tan respetable concurrencia y para correr con más brío, no tuvo otra agudeza que tirar su presa hacia delante, por encima de las cabezas de los compadres. Tal fue la lanzada, que la sandía fue a caer en mitad de los fugitivos haciéndose trizas. La compañía, creyendo que las ánimas les agarraban de los cataplines, se tiró cuerpo a tierra desportillándose contra los duros terrones de las camás.

Por no liarla, como ocurrió en el día de marras, ahora se tomó la determinación de inventar sin meternos en sembrao.

Como esa noche teníamos partía larga y nos pillaba a tiro de piedra el Pilarejo, a uno le dio por proponer si nos echábamos palante para verle la cara al espantajo de la Encantá. Otro, que ufano no sabía cómo alardear del novedoso reloj digital que colgaba de su muñeca, propuso bajar el primero, saludar a la doña, dejar la máquina sobre el brocal del lavadero y regresar por las mismas. El siguiente, y al amparo de la luna llena, bajaría a recogerlo. Uno tras otro haría otro tanto hasta que la joya regresara de una a su dueño. Y así se procedió.

Situado a media cabecera del barranco, en un lugar de umbría eterna y mucho chortalillo, se cuenta que con las primeras luces, cuando las mozas casaderas van a hacer la colada, una señora vestida como la noche las toca y les pide vez en la fila. Cuando van a contestar, el engendro desaparece como en un encantamiento. En otras ocasiones y detrás de una retama, se escucha su ronca voz susurrar lamentos. Quien tiene la suerte en contra y observa la faz de la propietaria, afirma ver una cara llena de llagas que refleja inmensos dolores A partir del ese momento su vida se ve rodeada de inmediato de desgracias que cesan con la muerte del visionario. También dicen que los peores momentos se viven cuando se hace de noche y te coge la oscuridad lavando: a la luz de la luna, la mujer de turno no ve reflejado en el agua su semblante, por contra observa el de una señora de gran belleza que le extiende la mano mientras le pide con embrujo que la sustituya en su eterno encierro. Aunque se niega, a la fuerza intenta sumirla en las profundidades del venero.

Al comienzo, el asunto fue bien, todo el mundo callaba por la incertidumbre de lo que podía pasar. El silencio dominaba en el cónclave. Todo cambio cuando regresaron los primeros haciendo alardes de su arrojo, los murmullos inundaron la escena. A renglón seguido, cuando eran más los de vuelta que los que faltaban que bajar, los primeros comenzaron a relatar historias de mucho meter miedo en el cuerpo con el fin de amedrentar a los que quedaban. Hasta que a uno se le hincharon las narices y dijo que no bajaba, que el reloj pa la Encantá. Y allí se quedó, en la penumbra del Pilarejo.

Hay quien dice que desde entonces el espantajo no se guía ni por la luna ni por las estrellas, que ahora utiliza el reloj, que la pila era de mucha tralla.

El Peñón Gordo y el "Chalé" (de mi tía Lidia) desde el patio de Antonia "la de 23"

Castillo y Peñón Gordo, en primer término

Fotografías: Antonio Moreno "Miraves"

miércoles, 7 de agosto de 2019

Argar

Esto sólo es la punta del iceberg, una rica muestra que se extiende por el territorio de Murcia y que tiene extensas ramificaciones en el Bronce Manchego y la Cultura Argárica del Sudeste Andaluz (desde Almería a Jaén, pasando por Granada o Málaga): ver video

Como casi siempre, llegaremos tarde mientras nos congratulamos con utopías, aún peor, con falacias.


viernes, 2 de agosto de 2019

Cenizas

A lo largo del día se dan ciertos trances que nos parecen de lo más apacibles, son momentos tan placenteros que estimamos que durante su trascurso nada perverso puede suceder. Así acontece con la aurora, cuando bosteza con timidez anunciando la primera luz del día. Otro tanto tiene lugar con la mañana más soleada, cuando el astro se pasea plácidamente iluminando cada una de las callejas que llevan a la plaza; o con la silenciosa madrugada, que cuando estima oportuno estalla en millones de puntitos luminosos. Pero, contradictoriamente, en muchas ocasiones suele ocurrir lo contrario. Así es, en cualquier instante la madre Hécate decide tejer los hilos que visten la noche más tenebrosa para que los cielos descarguen la tormenta más terrible. Y de tal manera, sin salirse un renglón de ese trágico dictado, una plácida mañana, que a la postre también fue funesta, la diosa alzó un negro velo y la gladius romana cayó impenitente sobre el pueblo más recóndito de los bastetanos, sembrando fuego y cosechando sangre.
Encogido en la penumbra interior, aprecié que el semisótano era encorsetado y fresco, que olía a yeso y cal, a muy limpio. Por las rendijas del portalillo la tarde hilvanaba destellos de luz, delgados hilos blanco nacarados que me obligaron a entornar la vista. Por delante mía, al otro lado de la portilla, el habitáculo principal se derramaba con anchura dejando entrever las ásperas ruedas de dos molinos, algunas ánforas, mucho grano y un desconfiado roedor que no acertaba a comprender el repentino abandono del lugar. Las muelas aún cobijaban los rescoldos de su faena: un encaje de harina desmigajada, el sudor de la fatiga y el intenso olor a grano seco. El lugar desprendía aromas a tierra vieja y aceite nuevo, aún olía a vida.
Pero en un instante la tarde se vistió con una toga rojo amarillenta y el silencio se calzó de estridencias. En un momento el mundo se desmoronó emitiendo un crujido de impotencia, como el sonido de un coscurro de pan duro al hacerse trizas. Encastrado, obligado a no escuchar y sí olvidar, a la desmemoria de los míos y de hacer caso omiso de lo que arrasaba el invasor, sólo llegué a oír el crepitar de las vigas, el aullido de los hombres y el sollozo de las mujeres. Mientras tanto, la atmósfera se embozaba con aromas de romero, lavanda y resinas achicharrados y la oscuridad arropó con su negra mantilla el universo de los perdedores. Y entonces, tan solo entonces, necesité que un susurro me insuflara aliento, pero solo escuché gritos desgarradores. Necesité de la cordialidad de la mano amiga, pero solo aprecié la aspereza del olvido. Necesité oler el sudor y las lágrimas, la sal que desprenden y que atestiguan que estás vivo, pero solo olfateé tizones y carne abrasada. Y fue en aquel preciso instante, cuando la oscuridad me selló la vista, que recordé el vaivén de la espiga dorada y evoqué la calidez de la ubre henchida de leche tibia. Rememoré entonces cientos de cosas sencillas mientras la muerte me llevaba en volandas.
De nada sirvió el sacrificio de mis padres y la estrategia de ocultarme en el semisótano. Una punzada de viento achuchó un ovillo de fuego al interior de la casa y mi hacienda, mi vida, fueron pasto de las llamas. Reinó el silencio más cruento.
La parca aún me concedió un instante. Una rendija de consciencia me permitió apreciar un rosario de minúsculas lucecitas que se elevaban con movimientos ondulantes, luciérnagas de oscilaciones quebradas que salpicaron de pequeñas motas de claridad las sombras de que dormían entre callejas y casonas escalonadas, remolinos de humo que bailaron al son de la helada muerte, pavesas balanceadas por el viento, almas menudas que se escaparon en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclamaba: una negra gasa salpicada por miles de estrellitas que esperaban, los ancestros. El olvido.
Cuando aquella aciaga mañana despuntó el astro, yo era Sakarbik, del pueblo de los bastetanos, un chico inquieto y parlanchín. Ahora no soy nada, tan sólo desmemoria, cenizas.

Cerro de la Cruz, Almedinilla. Siglo II a.C.