sábado, 2 de febrero de 2013

Sobre rosquillas de tetica...

Se dice que llegas a maldecir aquello que otrora te daba placeres.

Iba cayendo la tarde, helios doblaba ya el Peñón Gordo. A primera hora habíamos subido las támaras desde lo hondo del Cotanillo a la cima del Corralón, mucha era la leña recogida desde “la pura” y no poca la faena acumulada. Arriba esperaban los haces de tomillo aliñados para prender el corazón de la candelaria.

Con el tiempo descubrí que la hierba, pese al famoso dicho, era cantueso, ¡qué difícil es doblar la costumbre!

Aquel año las prisas me apuraban y traía a la compaña arre que es tarde, ¡cosas de cuando uno es chico! Esa madrugada sería especial, por fin mi padre me permitía bajar al horno y consumía la noche de candela precipitadamente.

La Candelaria precedía a San Blas, día de rosquillas, aquéllas que bendecidas sanaban la garganta, ¡bien decía mi abuela qué cuanto más dura la miga mayor sería la efectividad! Era noche de faena y las manos no estaban de más, aunque fueran torpes por novedosas.

Desde la cama, todas las noches, me martilleaba el sonar de la puertecilla del horno. Desde la cama imaginaba que el mundo corría abajo mientras todos dormíamos.

Así que esa noche no veía llegar el momento en que la candelaria se deshiciera en cenizas.

Mi primer San Blas no tuvo otro cometido que desatascar el laterío de rosquillas que se acumulaban sobre la mesa del obrador. De la mesa al armario chico para que subieran antes de doblar la puertecilla batiente y asomar a la boca del horno. Embelesado, antes de retirar la lata, veía como mi padre les daba un doble corte cruzado en la tética, un engrosamiento que con mimo hacían mis allegados al estirar la bola de la rosquilla. Mi abuela, terca, todos los “san blas” repetía a su hijo que no apretara la “barbera”, que mirara por los viejos, que a fin de cuentas eran los que más necesitaban de aquella medicina sanadora, que el corte les jodía unas encías faltas de huéspedes.

Un año después me armé de un banquete muy bajo, a modo de palé, para estar a la altura de la mesa. Heredé el corte y la navaja barbera más gastada del horno (espero que hoy siga prestando buen servicio, allá por donde ande).

Los años tornaron en obligaciones lo que fueron deseos de otros tiempos, como aquélla de las rosquillas de San Blas. Por entonces las Candelarias alargaban en exceso la noche, la navaja firmaba cicatrices en índice y corazón y las rosquillas, renegando del pulpejo, asomaban temerosas por la cinta de la máquina de las barras ocultando como podían la ausencia de la tetica. Pero ya eran otros tiempos.


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