Casi de siempre, desde que siendo bien chico conocí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que aquellos modelaron hasta hacerlo suyo. Con esa querencia, he perseguido cualquier hilván de pizarras que, pese a estar callado me susurrara sus enigmas, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y haciendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan cotidianas como la ‘rociá’ que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas sencillas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar unas inquietudes tan prematuras.
En el lugar, de muy zagal y del báculo de mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza, la que para ellos era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadada en la roca, ¡qué aún no he llegado a saber qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria…, y al fin con la ilusión de sentir cómo empuñaron una alabarda o se ataviaron con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente inexpugnable y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise divisar sobre un altozano distante cualquier señal de alerta, una estela de humo que se elevara entre una cohorte de pavesas.
Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar la esencia verdadera que les dio aliento. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sintió al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde mana el río, un paisaje que se retuerce una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.
De tanto observar a la acrópolis nunca antes vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron, porque responden a una misma manera de convivir con la naturaleza. Esas formas de hacer, de construir, no son un modo cultural que responda a un momento histórico concreto, en verdad es la manera de proceder que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la humanidad hubo unas directrices para lidiar con este pellejo serrano, las que dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas, las torrucas de roza y merinas o los ranchos carboneros. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, y nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos y las silenciamos en la ancha papelera del escritorio.
Se nos enseñó a correr para llegar lo más lejos posible…, pero en el camino perdimos la humanidad y el criterio que nos permitía diferenciar la verdad del autoengaño. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, queriendo adelantar a los demás.
Inmersión en la pecera, / inmersión en tu pecera, / inmersión en mi pecera. / ¡Listos para la inmersión!
Derribos Arias