Al hilo de las cosas de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, pero sin ningún sentido geopolítico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una maraña defensiva, como si se tratara de una compleja partida de ajedrez disputada sobre el pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada tuit, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada cascarro, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, aunque para hacer honor a la verdad hay que decir presenta un buen número de singularidades iconográficas.
Y estando con aquellas, nos dio por acordarnos de los capiteles de arenisca que salpican el área de poniente de la fortaleza y hacernos algunas preguntas. Pertenecientes a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), posiblemente patrocinado por una tal Felicia si aceptamos el argumento de la estela o ara votiva que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, están catalogados cronológicamente entre los siglos I y IV. Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos pueda parecer improbable enhebrar algún hilo, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que nos entallan por el buen camino. Ítaca está cerca. Veamos, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tanto uso, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el Laero. Así es, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los muros medianeros que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversos fragmentos de un fuste tallado en granito. Muy similar es la pieza que, hasta hace bien poco tiempo, se encontraba junto al Camino Romano y que formaba parte de los ripios de una portera; o los que aún se encuentran en la Huerta de Penecho. Estos últimos integraban el lote de piedra, sillares y tambores de pilastra obtenidos de la iglesia de Santa María del Cueto, a la vera del castillo, que adquirió la familia Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta. Sin embargo, en la calle Fugitivos, en la grada que antecedía a la casa de Mariano, hasta hace poco más de una década se encontraba un fuste completo que hacía las veces de asiento. Siendo también de granito, cuando los capiteles están labrados en arenisca, puede parecernos una extraña conjunción, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos que se asemejan. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en Munigua o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).
Capitel junto a la escalinata de acceso al templo. Autor: Plácida Sánchez Rosales