... a modo de ficción literaria y prólogo al escrito de mi amiga Rosa Cruz. IX Congreso Virtual sobre Historia de las Vías de Comunicación. Para descargar el texto completo y todas las ponencias del Congreso, clicar aquí
Es posible que Miguelico, hace una eternidad, debido a
la enorme envergadura de su cuerpo y la mucha garra que dan los pocos años,
luciera como el verdadero galán que ya no era, o al menos no lo aparentaba. Esa facha quedó amortizada en los vericuetos de la mala memoria de
algunos, con los tiempos que corren lo único verídico es que su apelativo,
en cierta manera despectivo, responde con adecuada corrección a la piltrafa que
ahora cuelga de su esqueleto.
El tipo era
natural del barrio de San Pedro, a tiro de piedra de las ruinas del alcázar
viejo de Baeza. Huérfano y de linaje venido a casi nada, desde muy chico se
pegó de tortas con todo cristo. Muy pronto comenzó a batallar y preñar
entuertos, más que deshacerlos, y no hubo guerra, batalla o trifulca de la
época en la que no tuviera parte y protagonismo. Integrado en el Regimiento de
Dragones de Villaviciosa, trasteó por media Europa, El Caribe y América del
Norte, donde le tocó bailar con las diferentes escaramuzas de la Guerra de la
Independencia de los Estados Unidos. Después volvió a España para darse de
hostias con los portugueses, en la Guerra de las Naranjas. Por aquellos
primeros años del siglo que le tocó desbaratar, como estábamos de buenas con
los franceses, Miguel se alistó en la tropa que apoyó a los ejércitos
napoleónicos para poner patas arriba la media Europa que le quedaba por hurgar.
Se ve que no estaba lo suficientemente contento con haber sido objetivo de mil
disparos de mosquete y tener suficiente metralla en su cuerpo como para
dislocar la brújula más precisa. Desde Etruria, atravesó los reinos de Italia,
Baviera, Sajonia y Prusia, para sentar sus posaderas en la Pomerania Sueca con
la intención nada desdeñable de conquistar Alemania y el Reino Danés. Pero,
puesto sobre aviso de los nuevos desencuentros con el francés, en medio de una
sarta de cañonazos atravesó el Mar del Norte para regresar a España y defender
la bandera. Nada más arribar a las costas del Cantábrico, atravesó toda la
Península para unirse al ejército de Extremadura y darse de bruces con la
batalla de Talavera, donde cayó de la grupa, perdió la mitad de los dientes y
recibió varios enganches de bayoneta. Una vez repuesto, sin caballo y por no
enmendar la plana, se enroló en los ejércitos que debían proteger la huida del
Duque de Alburquerque a la Isla de León.
Se dice que
herido de nuevo, con muchos años guerreados y diversas condecoraciones,
cojitranco y sin más horizonte que un retiro digno en sus tierras de Baeza, se
vería inhabilitado para el servicio de las armas. Otros, más leídos, afirman
que lisiado, renegando de tanta muerte, decidió dejar atrás una vida de
desolación. Aunque hay quién afirma, con muy mala fe, que en verdad ya no le
quedaba pueblo, raza o color con quien romperse los morros. Volvió a casa con
la esperanza de malvivir con las rentas que el ayuntamiento baezano le debía
entregar como premio a sus condecoraciones, pero el consistorio, que bien sabía
distinguir entre dar las gracias y dar tierras, hizo de su capa un sayo y lo
envío a trajinar de ventanilla en ventanilla burocrática, como era costumbre de
la época. Estando en aquella situación y con una soldada irrisoria, obligado a
tragarse la distinción que portaba en el pecho, que no era otra que una
estrella polar y el lema 'Mi Patria es mi Norte', parece ser que tomó la
decisión de emigrar a Villamanrique, un villorrio ubicado en el Campo de
Montiel, en las estribaciones septentrionales de Sierra Morena, donde tenía una
hermana, o quizá sobrina, y acabar sus años quemando piedra en un viejo y
desmadejado yesero en desuso. Aunque esto último son decires de corrillo y no hechos suficientemente contrastados.
Como el lugar de
la cochura en los hornos estaba más para allá que para acá, o lo que es lo
mismo en las inmediaciones de la cercana Puebla del Príncipe, el susodicho se
hizo de una burra, Verea la llamó,
que lo moviera en sus muchos trajines por las anchuras del Campo de San Miguel.
También compró una cabra. La una era sumisa, la otra harto parlanchina. Metido
ya en su diario, día con día quemaba en el yesero ripios de una roca muy
blanquecina llamada de aljez, una piedra que con cierta mesura iba sustrayendo
de un otero paliducho erigido frente a las eras de la población, donde la
tradición aventaba ganancias. Se trataba de una ligera elevación que dejaba
intuir que la sierra se iba al traste y la primera llanura manchega esgrimía
sus resecos intereses. Durante el tiempo de espera, que no era poco y aún se
hacía más cansino si había con qué calentar la cabeza, como era el caso, las
muchas culpas que envolvían el alma de aquel tipo, y como si se tratara de una
siniestra metáfora, se recocían y le obligaban a recordar y revivir los
momentos más trágicos. A la par que la encina y las coscojas crepitaban
calcinando el mineral de yeso, con cierta y recreada lentitud, los campos y
bancales comenzaron a desnudarse con vertiginosa crudeza y la solanera plantó
sus primeros reales en el lugar. En poco tiempo no le quedaría una mala sombra
donde resguardarse de las penurias cotidianas y de las que ya cargaba en el
macuto de la memoria.
El tipo, viendo
que perdía con la espera, decidió ganarle la batalla al tiempo con otros
menesteres menos monetarios, pero de mayor ganancia espiritual. A tiro de
piedra del yesero asomaba un
quebrado farallón rocoso, volviendo
sobre sus pasos y siguiendo el Camino de las Quebradas, un hilo polvoriento que rompía la quietud de la
paramera y vagaba entallado entre frondosos emparrados y rastrojos resecos,
como la vida misma. Fondeada a un lado de la
vieja senda de Almedina barbechaba esta antigua cantera, una boya de sangre
anclada en un mar de arcillas rojas. Más allá, a poniente y cerrando la línea
del horizonte, se elevaban las mencionadas Quebradas a modo de una enorme ola
marina que se nos viniera encima, como una barrera de arrecifes fosilizada
desde tiempos inmemoriales. Se trataba de una ordenada sucesión de obleas cársticas
en dislocada posición vertical, valga el símil, un frente de hoplitas dispuesto
a vencer a los más temibles ejércitos del tiempo y la desmemoria. Siempre
estuvieron ahí y es como si quisieran mantenerse en el lugar por toda la
eternidad testificando, contrariamente, la cambiante mutabilidad de este mundo
La ‘piedra
grana’, como algunos la llamaban, u ‘horadada’, que dice la cartografía del
momento, era mucho más fácil de tallar que la caliza de las Quebradas, también
es más voluble al paso del tiempo y a la huella del hombre, de dar fe de las
historias y tragedias de este mundo. Quizá fue por esta causa que Miguelico, Miguel Rodríguez, último
vástago de aquellos 200 Dragones de Santiago de la ciudad de Baeza, los que
cabalgaron a sus anchas por las desmembradas taifas andalusíes tras los pasos
de Fernando el III, la eligió como soporte donde imprimir su memoria y los
pocos anhelos que aún le quedaban. Aunque también es posible que hiciera tal
elección por ser camino de mucho tránsito de los ordenados en Santiago sitos en
la comarca, en sus idas y venidas a Caravaca, Encomienda de Santiago, cabeza de
Partido y custodia del lignus crucis.
En la cimentación de la misma, durante los muchos ratos de calcinación, fue
socavando un pequeño santuario, más tinada que eremitorio, un diminuto altar de
ofrendas. Es posible que lo hiciera para reducir su estancia en el purgatorio,
si así fuese penado, pero lo más cierto es que su interés estuviera en
minimizar su condena y suplicios en los infiernos, destino que le era mucho más
probable. De frente y al fondo del diminuto recoveco, sobre la pared, el
morabito fue tallando diferentes símbolos y cruces, según el día y la
compostura de cuerpo y alma, con especial presencia de la Santísima Vera Cruz
de Cristo y una cruz patada. El
hombre, que de muy locuaz tornó a callado y casi mudo, nunca dio mucha
explicación de los motivos que lo movieron. Es posible que los grabados
estuvieran de mucho antes, de cuando aquello fue cantera y no tenían más
simbología que buscar protección para el lugar y la faena, y el anacoreta tan
sólo los respetó y acondicionó como eremitorio. También podría ser que el
enclave tuviera un papel principal en el camino histórico que unía Villanueva
de los Infantes, en realidad una buena parte del Campo de Montiel, con el lugar
santo de Caravaca bajo jurisdicción de los santiaguistas, y como tal quedó
remarcado con aquellas cruces. No hay que menospreciar que la Vera Cruz era el
mayor tesoro de esta bailía y, como tal, baluarte de los ordenados en Santiago.
Aunque, por otra parte, tanto el lugar como el camino podrían haber tenido
mayor alcance territorial. Cabe entonces la posibilidad que el tramo se
correspondiera con el muy bien reseñado por los cartógrafos como Camino de
Granada a Villanueva de los Infantes por el Puerto de Montizón y Villamanrique,
ciudad que en sus primeros días fue nominada como Belmonte de la Sierra; o
quizá sea una variante del mismo, anterior y fosilizada en el tiempo, heredera
del periodo andalusí, cuando Almedina tuvo un papel protagonista como
encrucijada principal en el Campo de Montiel.
Pudiera ser,
aunque seguro que esta opinión cuenta con escasos acólitos, que estas cruces
nada tuvieran que ver con tanta cosa de enjundia y actualidad, que en realidad
sólo fueran un recuerdo, una ‘quimera’, de unos orígenes personales lejanos, de
una grandeza perdida en el camino de toda una vida. Una evocación de aquella
Compañía de los Doscientos Ballesteros del Señor Santiago que anidó como
gavilán en la plaza fuerte de Baeza.
Se sucedieron
los días y las lunas, el páramo ganó presencia y vistieron el Campo de San
Miguel todos los colores imaginables. Una tarde noche de ábrego, bajo las pocas
estrellas que se intuían, recordó Miguelico
el sonido de la lombarda y el olor a pólvora, rememoró la carcajada de la
muerte. Puede ser que fuera algo intuitivo, pero buscó refugio en el interior
de la covacha, junto a las cruces, y allí se acurrucó como cuando crio. Sólo
fue un instante, pero todos los vecinos de la comarca lo escucharon, en la
Puebla y Villamanrique, en Almedina y Torre de Juan Abad. Incluso en el
castillo de Montizón, cuyo alcaide decía oír poco, y aún en el pueblo más
lejano de Terrinches. Sonó como un golpe seco, como si el pétreo rumor de las
Quebradas hubiera intentado avanzar sobre una playa imaginaria. ¡Fue como una
andanada de artillería en mitad del océano! El techo de la capilla había caído
como una sola roca sobre el cuerpo del baezano certificando una muerte que ya
regresaba a sus tareas y tenía el punto de mira en otros pagos. Los ripios de
piedra desempeñaron su papel como eterno sepulcro de aquel tipo. Olvido,
silencio.
Fotografía: Campo de San Miguel / autora: Rosa Cruz Cabrera
Poniendo
epitafio a tanto trajín, llegó la siega y a su fin la calma.
Primero
fue la Orden, que se disolvió. Luego vino la huella, el camino, que cayó en
desuso. Después, muerto el fundamento siempre se espera ruina y, con tal
proceder, le tocó mísero turno al puente sobre el río Guadalén, quedando sus
piedras expuestas a la más dura intemperie y a la desmemoria. Finalmente, aquel
yeso ‘colorao’ dejó de ser útil para una modernidad modelada de acero y
hormigón y sus hornos acabaron como estercoleros. Hoy, cuando no hay más
silencio que el ruido de la chicharra y un disparo al aire, las cruces nos
evocan el recuerdo de un viejo hidalgo, el último, y los caminos una y otra vez
cercenados.