Martín Esteban había sido cabrero, pastor y tratante de lanas desde que se desenganchó de la teta de su madre, desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con seguridad lo fue el primero de su estirpe. Y sin duda, algún pariente suyo iba en la tropa de Abraham cuando el patriarca movió su hato de ovejas por todas y cada una de las majadas del Creciente Fértil. De andares poco vacilantes y dormir un instante, como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si era menester para obtener una miguica de ganancia.
Habiendo heredado un rebaño notable, en poco tiempo y
por su mucho bullir, lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo.
Contrariamente, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Pues hete
ahí que, en las cosas de gestionar su hacienda y dejándose llevar por los
consejos de los que decían tener buenas entendederas y mejor apostolado, había
cambiado el campo abierto y la ancha vereda por la pestilente estrechez de las
cuadras, pastorear a la par que el ganado por darle metódica vuelta y grano
contado, cantar coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino
ni rumbo… y, pese a todo, consumido, abatido, se quejaba de andar sin cuartos y
día con día se le resecaba el alma un poquito mientras hacía las mayores cábalas
monetarias.
Cierta tarde, cuando volvía de darle una vuelta al
hato que tenía en la Dehesilla, se paró un momento en el otero del Cueto, por confirmar
desde la distancia la buena maniobraba del rebaño. Mientras andaba abstraído con
su obligación, se le acercó uno del gremio, un tratante que conocía de vista,
de alguna que otra feria de ganados en la que habían coincidido. Sin precisar
mucho, le sonaba que el personaje era un tipo extraño, callado y ojeroso, muy
dado a jugarse los cuartos y también los corderos. Según las malas lenguas,
perdía en contadas ocasiones, pues se jactaba sin remordimiento de cierto pacto
que tenía con los demonios.
—Buena
tarde tenga, compadre —le espetó el tahúr.
—¡Ehhh! —gruñó con desconfianza el
cabrero previendo un posible engaño.
—¿Qué?, ¿cómo va la hacienda?
—Con pérdidas, ¡cómo va a ir!
El
tratante, sabiendo que Martín no era de bastos ni dados, pero que, como buen
pastor, tenía querencia por el juego de ‘los lobos’, una variante local del 'alquerque
de doce', intentó sacarle la tajada por ese agujero.
—¿No
quieres ganarme unos cuartos? Ahí al lado, sobre las piedras del atrio de Santa
María, hay tallado un tablero. ¿Nos apostamos unas pesetas? Mejor aún, ¿unos
corderos? Sí ganas, te quedas los que ya tengo casi apalabrados con el matarife
del matadero, para Navidades. Si pierdes, me quedo la majada que tienes
pastando en la Dehesilla.
Enfrascado
en sus falsas cavilaciones, el pastor, que tenía muy reconocida fama en estos
lances, imaginó doblar el rebaño.
—Tan solo una condición. Tú juegas
con ‘lobos’ y yo con ‘ovejas’ y, si hacemos tablas, me pagas con las doce
ovejas, pero de carne y hueso, y posponemos la partida una noche más. Y así
hasta lograr el desempate, —aseveró Martín con cierto brillo de avaricia en los
ojos.
El
cabrero, muy habilidoso en este juego y creyendo haber engañado al fullero, y
éste, dejándose llevar por intenciones ocultas, prolongaron el juego noche tras
noche empatando en un carrusel sin fin. La ganancia de ovejas se hacía
interminable y, con todo, el pastor nunca saciaba su avaricia. Llegó un momento
en que parecía que Martín jugara solo y el divertimento se limitara a sumar y
sumar corderos. Por fin, cierta noche oscura, dicen que por el solsticio de
invierno, Martín intentó levantar la mirada del tablero, pero fue incapaz. Llevaba
lunas atrapado en el interior de la piedra, envuelto tan solo por el terrible y
negro hilo de su avaricia, y ya no jugaba contra adversario alguno. Quiso
lanzar un grito de auxilio, pero de su garganta no salió sonido alguno.
Pasaron
muchos lustros, aunque pareció que fueran siglos, y la capilla funeraria se
desarmó piedra a piedra. Unas acabaron adornando una vieja huerta, la mayoría
levantando una nueva edificación, la Casa del Pueblo, de algunas se perdió el
rastro y unas pocas acabaron como sillares en las casonas colindantes de la
Calle Santa María, entre ellas el viejo tablero de juego.
Y hay
quien dice que en ciertas noches de invierno, cuando más largas y oscuras son,
cuando el pueblo duerme en silencio y la escarcha tiñe de negro los pastos de
la Dehesilla, al pasear por las calle se oye contar corderos: 12, 24, 36, 48...
La historia es una descripción psicológica del protagonista. La ambientación está lograda y, lo mejor, sin duda, es el desenlace, trágico y melancólico a la vez. La escarcha negreando los pastos de la dehesilla... Genial. Enhorabuena. Agustín Blanco.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Agustín! La verdad que me gusta como ha quedado, aunque he estado condicionado por la extensión, pues es para una antología y no podía ser más extenso. Gracias
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