El día despertó plomizo y frío, acunado por una adolescente primavera. Y amaneció desnudo, apenas abrigado por un espeso velo de niebla.
Sin ser consciente de lo que realmente acontecía, comenzó a desperezarse una de aquellas mañanas en las que un chiquillo aprende a disfrutar con los pliegues más sencillos de su corta vida. Recluido entre las cuatro paredes de la estancia debido a las inclemencias atmosféricas, pero también por el manto protector de mis mayores, encaramado a una silla de anea, me entretenía en dibujar un encaje de aliento en el empañado cristal de la ventana. Desde aquel sencillo y privilegiado otero, descalzo y arropado por las ascuas del horno moruno que se consumían en la planta baja, observaba con cautela la danza con que los gorriones desmigaban los brotes de yerba en el callejón del chacho Laruta, picoteando aquí y allá, en cada uno de los zurcidos que ribeteaban el viejo empedrado. Su estridente trajín presagiaba que el día echaría el telón con tormenta.
Las horas se tejieron plácidamente, y con cada puntada se deshilachaba una costura de luz.
Volcada en
sus retazos, mi abuela Pura, sentada en su silla baja y aprovechando el último
hilo de luz del crepúsculo, se metía la tarde en un dedal. En su papel de
matriarca, a intervalos más que calculados y pese a estar encallada en sus
costuras, nos enhebraba una cantinela previsora, una salmodia hilvanada en los
dobladillos más enraizados de sus ancestros:
—Venga,
poneos el calzao y acercaros al brasero, —nos avisó por
primera vez.
—Ca, ¡qué
no! Venga, subid los pies a la tarima, —anunció en una segunda ocasión.
Irremediablemente, llegó una tercera y, previendo que nos iba a tener que amenazar alpargata en mano, se lo pensó con más calma y determinó vestir su mandato con buenos argumentos. Y entonces, metida de lleno en aquella urdimbre, nos relató una vieja historia, un hilo de memoria que hilvanó siendo aún chiquilla. De aquello hacía muchos años, cuando desmadejaba las entretelas de su infancia en el bastidor serrano de Doña Eva, una diminuta costura en el ancho pellejo de Sierra Morena. Allí, al calor de su hermana mayor, mi chacha Mariana, y su cuñado Bartolo bordaba sus primeras vivencias. El uno y la otra se complementaban a la perfección, pues la una era de poco cuerpo mientras el otro lo acaparaba todo; éste era hombre tranquilo, pausado, pero de enérgica voz, la otra era dinamita siempre a punto de estallar.
La abuela
levantó la vista de su labor, chistó y llamó nuestra atención. Comenzó a
relatarnos la trama acaecida en un lejano día, de hace tanto que ella lo
recordaba como una borrosa maraña hilada con seda fina. Nos contó como en un
instante, el cielo, fondeado en la quietud de la tarde, se tornó de un rojo
vivo, como cuando los últimos rescoldos del hogar se desperezan y avivan bajo
el soplo del fuelle. El paño de la tarde se calzó entonces de sombras y
desplegó un manto negro, tan oscuro como la umbría que desagua en el río Pinto.
Y llegó el crepúsculo. Cielo, tierra y arroyos eran de color ceniza, y lo eran
las rozas y las rastrojeras, las parideras y las torrucas. Rancheros y pastores se vistieron de gris. El intenso
frío sepultó cualquier recuerdo de la cándida primavera y el viento, que andaba
en calma chicha, se rebeló en un instante. Se cerró entonces la noche más
impenetrable, vino la lluvia, abundante, y la madrugada quedó hecha retales,
rasgada por los quejidos de luz de una borrasca de las que desbarata cualquier
plan premeditado.
En noches
como aquélla, y viniendo el tiempo como venía, el chacho Bartolo tenía por
costumbre aparejar una buena lumbre y acostar pronto el hato familiar porque no
perdiese el calor, para que cuando llegase la tormenta eléctrica los cogiese
guarecidos en el tinao y con las
esparteñas en alto.
A tiro de
piedra de la casa principal, por encima de la Cañá del
Rastrojo, se elevaba un viejo y destartalado chozo de pizarra y monte, una
achaparrada torruca fondeada junto a un redil empedrado. En un
instante, aquel recóndito rincón del mundo quedó envuelto en la más oscura
soledad, asaeteado una y mil veces por una trepidante multitud de aguijones
eléctricos. En el interior, creyéndose protegidos de la noche y de las
inclemencias meteorológicas, una cuadrilla de pastores dejaba pasar el temporal
sin más luz que los rescoldos de lo que fue contundente lumbre de encina. Los
unos, junto al hogar e imaginando ser caporales cuando no pasaban de zagales,
desafiaban la tormenta tirando de baraja y bota; y otros dos, más temerosos de
Dios y de sus advertencias, dormían en el catre colocando las alpargatas y su
propia vida sobre la farfolla del colchón. Estando en aquellos trajines,
mientras pastoreaban con vino los unos y sesteaban con temor los otros, un
relámpago no tuvo otro alcance que partir la torruca en dos y
dejar tiesos a los que, pies en tierra, se desgañitaban cantando por bastos.
Los
supervivientes, desorientados y tiznados como jeta de churras, adormilados y
sin llegar a saber por dónde les había entrado el lobo, salieron tan en
desbandada que, de no haberse dado de morros con la casa grande, con seguridad
hubieran hecho la vereda de un tirón y sin repostar en aprisco
ni abrevadero. El chacho Bartolo, cogido tan de improviso como matanza en
Cuaresma, los atendió y socorrió en la medida que pudo e inmediatamente dio
aviso del siniestro a las autoridades.
Fue de esta
manera, quizá algo anecdótica, como aquel trágico capítulo serrano se integró
en el tejido familiar y pasó a formar parte de su memoria. Y así, en situación
similar y venido el caso, mi abuela hacía uso de aquellas brasas de su niñez
para argumentar la obligada prudencia que había de tenerse en materia de
tormentas y temporales.
********************************
Días atrás,
cuando los protagonistas ya son memoria y ejemplo, superadas muchas lunas,
tantas que la memoria es ya pavesa, templados por mil aguaceros, solaneras y
temporales, cayó en mis manos la noticia de prensa del acontecimiento (ABC de
28 de abril de 1923). Y de esta manera tan rocambolesca, aquel viejo comunicado
vino a dar certeza a lo que, siendo niños, nos parecía más cuento para
amedrentar la imprudente juventud en tarde de borrasca que crónica real.