Con la noche todavía bien puesta,
superando las blancas hiladas de las últimas casas se abría un llano ancho,
limpio, infinito, terrizo, salpicado a tramos de eras empedradas aún ajenas a
mi cotidianidad, a las mañanas de trilla y a mis tardes de fútbol. La avanzada
nos puso por frente, apenas sugiriendo el horizonte, una delgada línea de
mampuestos que se aferraba a duras penas a la verticalidad, donde, ante la
orden de los mayores, quedó arropado un macutillo escaso de víveres y muy desgastado.
Algunos pasos por detrás, a unos metros de la fuente de Marquitos, desde donde me llovían órdenes y regaños,
quedaba el hato mayor, con jaulas bien ordenadas y un correoso morral
pertrechado de canutillos de cañizo mal pintados en verde, los espartos
equitativamente cortados y una pringosa lata de liria, veterana en mil
vericuetos y batallas dominicales.
Mientras mi primo izaba varios
chaparros varados a la intemperie, que pugnaban por mantener su verdor en ya
clara decadencia, mi abuelo faenaba tras el muro de la Viña la Tonta con una lumbre que se resistía sin razones y que
empezaba a ennegrecer unas piedras que eran ajenas a la situación, testigos mudos
e involuntarios de cientos de aconteceres como el de esa mañana. Haciendo
equilibrios sobre el derruido muro, como empezaba a hacerlo con el diario,
recibí la orden de traer la lata de liria para que su oscuro contenido, un
helado amasijo de auténtico ajonje, pez rubio, aceite frito y agua, volviera a
la vida bajo el calor gestado al amparo de la hoguera y el bardal.
Junto al venero, cuando apenas
asomaba un hilo de luz por levante, los pájaros de reclamo fueron aupados sobre
ganchos de hierro, sobre pequeños montículos de ripios cuando estos se
acabaron, para ponerlos a salvo de insectos desagradables. Se daban así por finalizados
los prolegómenos. Mi abuelo saludó el día hurgando en el macuto e inaugurando
una bota preñada, un pellejo chico y húmedo. Viendo como bajo mis pies se
desmoronaba parte del muro, tomé la que parecía definitiva determinación, al
menos por el momento, de arrimarme al calor de la fogata y esperar
recomendaciones.
Todos tomamos posiciones, aunque
al poco y a ratos, rebelde, volvía a auparme a la tapia desmoronada.
Mi primo, arrimándose por vez
primera a la hilera de piedras, traía por equipaje una tabla, larga y vieja,
algunos espartos cortados y la destartalada lata de liria. Mi abuelo seguía
extrayendo y ordenando las pocas viandas del hato, colocándolas sobre dos
grandes pizarrones lisos: una talega con el pan partido, mojado y oreado
aquella noche, la cabeza de ajos, el aceite…, y demás aperos para las migas de
la mañana; y una buena tira de tocino de veta y un tremendo cacho de queso
curado que solventarían los honores de la espera.
El vino del pellejo, como las
decisiones de la vida, aún me era ajeno.
Mi primo, dejando la madera sobre
el muro y viéndome ocioso y pegado a la lumbre, mientras mantenía un ojo y un
oído al cielo, los otros al puesto de liria, me alarga un manojillo de espartos
y un palo, corto y de estreno, en la cabeza un pegote de pringoso ajonje. Me
ordena mirar y seguir su hacienda: sitúa la parte media del esparto sobre el
extremo del palo con liria, realiza un movimiento giratorio con el esparto y,
con una rapidez inusitada, el hilacho de hierba seca quedaba impregnado de aquel
ungüento. A ratos, dediqué aquella primera mañana al aprendizaje de estos
menesteres, reponiendo espartos según capturas y evasiones de la presa con
pérdida del “arma” vegetal. Aunque la punta de los primeros que empringué quedó cabezolona y con un pegotillo colgando, que haría que, según
caminaba la mañana, la liria se corriera
e invalidara la herramienta, puso los
cimientos de lo bueno y lo malo de otros encuentros matinales semejantes.
A poco que el día clareó, la
espera nos trajo a mi padre y tío aparejados de una ancha sartén. Al duro
trajín de la noche en la panadería, le sucedía ahora un rato de asueto amarrado
a una lumbre, a unas migas y a un puñado de pájaros en un día que me pareció extraño
y, por ello y por la nueva, muy especial.
Con la llegada de mi padre, dejé
definitivamente las medias alturas de la tapia y bajé con la intención de oír a
un hombre que hablaba poco, de escuchar a un padre que comunicaba con su
ejemplo. En días como aquéllos tomaron posiciones en mi cabeza ideas
extravagantes sobre humanidad, sobre el valor de lo cotidiano, empecé a duras
penas a escuchar, y mucho, antes de actuar, a sopesar en su justa medida el
esfuerzo constante y diario, sin grandes alardes, dando un paso atrás y cavilando
antes de volver al frente.
En aquellos lejanos Santos -fiesta local en Baños de la
Encina- había un encuentro con la tierra, de cómo enfrentarse a la vida con las
enseñanzas de la tradición de los mayores, algunas buenas y otras malas.
Aquellos Santos no eran hijos de los
derroteros de la muerte instaurados por el cristianismo en las postrimerías de
una Roma decadente; aquellos Santos
no conmemoraban la muerte del ciclo estacional de la tierra como hicieran los
paganos del norte; aquellos Santos
eran el encuentro con la vida, con sus enseñanzas, tras un verano que había
achicharrado todo hilo de ella en nuestros montes y campiñas, en Sierra Morena.
La tierra brotaba ahora en los
pastos, en los pasos, en sus cosechas de invierno. Hoy, posiblemente, ese
espíritu se ha borrado y con él todo atisbo de enseñanza, campando la muerte
por doquier. Ahora se cuenta que era un día en el que las campanas doblaban sin
descanso ni esperanza, se rememora como una huida; cuando en realidad lo que se
narra es un espejismo, una metáfora, un eco que proyecta al pasado la realidad
que hoy es.