Decía
un amigo, hortelano de siempre, que hay pedazos de tierra que pareciendo un erial
están bendecidos. Que en un descuido se te cae un grano medio roído y con
cuatro gotas de agua y una miaja de sol lo tienes hecho espiga.
Con
las comunidades humanas, los lugares donde se dejan caer y su discurrir
histórico ocurre otro tanto. Hay rincones de nuestra geografía que pareciendo
agrestes unas veces y huraños otras, son por el contrario tan acogedores que el
hombre, una vea que levanta allí su morada, nunca los abandona. Y si lo hace,
ha sido entonando un hasta luego. Unas veces, la bondad de estos emplazamientos
lo motiva que el sitio cuenta con tierra fértil para desarrollar cualquier tipo
de cultivo, como ocurre en nuestro entorno con huertas como la de Zambrana, que
presenta restos arqueológicos relacionados con la producción hortícola y
posible origen árabe; en otras ocasiones su entorno es tan generoso en aguas para
riego que su explotación agrícola se puede remontar a época romana, éste es el
caso de la hoya del Marquigüelo y su inagotable manantial.
Se
dan ciertas situaciones en las que la nobleza del sitio estriba en que ha sido
y sigue siendo encuentro de caminos, como ocurrió durante varios siglos con la
vecina ciudad de Bailén. En muy pocas ocasiones el éxito del lugar se debe a
que el enclave desprende una magia difícil de explicar, como sucede con los
Abrigos de la Lobera o la Cueva de los Muñecos, dos santuarios íberos
localizados en la provincia. Y en este orden de las cosas, son muy escasas, casi
podríamos decir que se pueden contar con los dedos de la mano, las obras creadas
por el hombre que se han gestado al amparo y generosidad de todas estas benditas
cualidades.
Pero
“haberlas haylas”, como diría un buen
gallego.
Un
caso. En nuestra tierra está situado un emplazamiento que ha sido acunado por
todas estas bondades, a poco menos de una legua del pueblo, junto al tocón y
retoño de una agraciada encina que brotó y envejeció con nobleza. Desde su
lontananza, a la par que consolidó sus raíces, observó pacientemente como en las
inmediaciones del Cueto surgían y se multiplicaban las callejas que ordenaban nuestro
pueblo, se elevaban casonas de labor y algún palacete, bullía la gente en sus
quehaceres y se forjaba la forma de ser de los bañuscos, ¡tan peculiar! En el solar,
junto a la encina, se derrama hoy un paraje seductor, de los pocos que han sido
tocados por los hados. Un espacio que
da cobijo a la casa de Nuestra Señora de la Encina, un santuario que acoge a la
madre de todos, símbolo de la generosidad y abundancia de la madre tierra.
En
pocos lugares puede uno sentirse tan fascinado por el SILENCIO como paseando por
su entorno. Puedes llamarlo magia, religión, espiritualidad o sensibilidad
paisajística, pero eso es lo que uno percibe bajo la mole pétrea de la ermita cuando
se disfruta de la sencilla contemplación.
La
estrecha vinculación de los vecinos con el lugar no es sólo fruto de la coyuntura
actual, tampoco lo es del discurrir de los últimos 600 años de existencia de la
edificación. El enclave, su entorno, fue ocupado y vivido desde muy antiguo. Así
es, como si de un rosario de madera se tratara, todo el lugar está salpicado de
pequeñas “cuentas” y “misterios” que han ido moldeando la historia del
santuario y el HECHIZO de su emplazamiento.
Vamos
a profundizar en su conocimiento.
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En
los albores del 2º milenio antes de Cristo, gentes desplazadas desde la actual
comarca de la Loma se reparten por todo el valle del río Rumblar, por sus afluentes,
con la intención de horadar el subsuelo de Sierra Morena y obtener el valioso
mineral de cobre que acogía y que en parte aún guarda en sus entrañas. Derraman
sus viviendas por espolones de pizarra que se asoman al río, bien defendidos por
barrancos naturales o mediante fuertes murallas y macizos bastiones, y elevan
recios fortines en cada uno de los oteros que se asoman al valle, a la
campiñuela. Su objetivo no era otro que controlar visualmente pasos y caminos,
someter el territorio que habían comenzado a poblar y participar de los
mercados mineros del momento. Y en ese marco histórico es donde se gestan los
primeros vestigios humanos que van a salpicar el entorno del santuario, como así
lo ponen de manifiesto el pequeño poblado de la Cuesta de los Santos o el
fortín de La Mesta, junto a la Casería Manrique. Algo más alejado de la ermita se
eleva otro fortín: el “Basurero”.
Con
posterioridad, siglos después, como legado de aquellos trajines, Roma eleva un
nuevo fortín en el Cerro del Salcedo, un ancho castillete que escudriña
cualquier movimiento en el llano. Su ubicación no es casual. Aunque la ciudad
de Iliturgi no estuvo plantada donde se creía y Toledo no era lo que sería
muchos siglos después, junto a la ermita discurre una vía romana principal que
comunicaba la capitalidad de Cástulo con el distrito minero de Sisapo, localizado
éste en la vertiente norte de Sierra Morena. En el marco de estos movimientos camineros,
el lugar de la ermita y el otero del Salcedo desempeñaron un papel principal, pues
en el lugar se bifurcan dos caminos. Por sus condiciones geográficas, es también
el acceso natural por donde se subía a los cotos mineros del Río Grande por
Navarredonda y, según caso y girando a poniente, proseguía camino para ascender
a las minas del macizo del Navamorquín por Baños, Valdeloshuertos y
Marquigüelo.
Heredera
y partícipe de aquellas briegas, durante los primeros siglos del Imperio surge
la próspera villa romana que hoy enseña ruinas frente a la ermita. En su
momento, fue tal la importancia que alcanzó, que llegó a cobijar en su seno necrópolis
y un balnea, utilizando para aquellas
necesidades suntuarias las aguas del cercano arroyo de Santa María. Abandonada
durante un periodo de tiempo, el intervalo que media entre los siglos VI y XIV,
fue esta explotación agrícola el germen de la torre-castillete que acoge el
presbiterio del santuario y la primitiva y sencilla ermita primera.
Así
es, a comienzos del siglo XIV se erige la primitiva ermita con obra nueva y sobre
una porción de los hormazos de la vieja villa romana, a modo de guardián de un
trayecto donde venían a confluir los diferentes caminos que, desde la meseta,
salvaban el macizo de esta parte de Sierra Morena para acceder a las tierras
del valle del Guadalquivir. Se levanta al modo e intenciones de sus vecinas,
las casas reales del Santuario de Nuestra Señora de Zocueca y la que estuviera
emplazada en el núcleo de la actual Santa Elena, también conocida durante el
tránsito de la Edad Media a la Moderna como “Venta Palacios”. Ordenadas éstas edificar por
Fernando III y construidas mayormente durante el reinado de su hijo Alfonso X,
vendrían a ser verdaderas “áreas de servicio”. La iglesia de nuestra ermita, bajo
los cánones impuestos por las órdenes mendicantes (franciscanos), sería de
traza muy sencilla y achaparrada, de una sola nave que se levanta sobre gruesos arcos diafragma y cierra con cubierta de
par e hilera y tejado a dos aguas. Como legado de aquella primitiva
edificación, podemos apreciamos los pilares que sustentaban los arcos, hoy
pilastras, de una profundidad tal que dan forma a las capillas laterales.
En
el seno de la ermita, el control del territorio, el hospedaje, el trajín comercial y el
soporte ideológico se dan la mano: un macizo torreón alterna con una diminuta
ermita y una posada más cuadra que venta. De
ahí, de la mezcolanza de su carácter, a medio camino entre torreón militar,
hospedería para el caminero y espacio de culto, que fuera escenario de un
desencuentro campal durante las guerras de banderías acaecidas en la segunda
mitad del siglo XV, que enfrentó a los partidarios del Condestable D. Miguel
Lucas de Iranzo y las huestes calatravas:
“Y llegando a Señora Santa Maria del Enzina, que es a media legua de
Baños, fallaron ay dos batallas de cavalleros en que avria treçientos roçines e
larga gente de a pie de las çibdades de Jahen y Andujar, quel señor Condestable
les avia enviado en socorro” (Crónica de los Hechos del Condestable Don
Miguel Lucas de Iranzo, que don Juan Muñoz-Cobo atribuye a Pedro de Escavias).
En
los años finales del siglo XV, con la definitiva pacificación del Reino, con
los nuevos usos agrícolas y comerciales del territorio y con el nacimiento de
la “empresa americana”, se desarrolla un
nuevo estatus geopolítico donde el lugar de Baños tendrá una posición destacada.
Derivado de esta situación, los Reyes Católicos (1492) conceden al Concejo
aldeano de Baños un privilegio real que les autoriza a cobrar la “robda”, un
impuesto por el tránsito de personas y mercancías. Este derecho les obliga a
guardar y avituallar el camino, pero también les permite disponer de un capital
que les facultará para llevar a cabo diversas obras civiles y religiosas, de
gran calado. Así, se eleva el cerco aldeano, se construye la parroquia de San
Mateo y se comienza a edificar la Casa Consistorial. También será el inicio de
remodelaciones en la primitiva ermita y que tendrán su máxima expresión en la reforma
ejecutada en 1621, que configura en gran medida la iglesia actual. Pero no será
la única. Hay intervenciones anteriores, que mejoran la fábrica y le dan mayor
anchura (final del siglo XV), y las habrá posteriores y secuenciadas, como el
levantamiento de la sacristía, el añadido del camarín, y la construcción del
albergue anejo. Esta hospedería hará competencia a las ventas de Guadarromán -en manos del
duque de Arcos- y Miranda, propiedad del Concejo de Baños, en el tramo final de
funcionamiento del Camino de Castilla por el Puerto del Rey -un viario situado
a poniente del Muradal que discurre por tierras de Baños-.
Los
siglos XVII y XVIII pondrán los pilares de lo que el lugar hoy es, un inmenso y
ondulado mar hilvanado de olivos, una economía de porte agro transformador que
sustenta la pujanza social y constructiva que da definitiva forma a la imagen
urbana del conjunto histórico de Baños de la Encina. En todo este proceso
desempeñaron un papel destacado cuatro caserías o haciendas almazaras, entorno
a ellas giró tan tremenda transformación agro tecnológica. Volviendo a lo que
nos trae, que no es otra cosa que la ermita, tres de ellas están localizadas en
un entorno más o menos cercano al santuario. Así, Salcedo está situada a tiro
de piedra, Manrique y Casa del Conde molturan un poco más alejadas.
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Siguiendo
con el símil, mientras que el diminuto crucifijo que esgrime el rosario se
vería encarnado por la pequeña ermita de Jesús, guía de nuestro camino vital
hacia la virgen “ego sum via”, la
medallita que cierra el rosario estaría personificada en el santuario, más
concretamente en el Camarín de la Virgen de Encina. No es una afirmación
gratuita.
En
el rezo del Santo Rosario, aunque la letanía lauretana o súplica a la virgen no
forma parte integrante de éste, viene a ponerle un magnífico colofón final, un
excepcional estrambote sacro. En este sentido, si diseccionamos la iconografía
presente en el Camarín de la Virgen, lo que nos pueden parecer sencillos
adornos vegetales no son tales. Realmente, lo que hay en su interior es una
magnífica combinación de los diferentes símbolos lauretanos que identifican a nuestra
señora: la luna llena, el sol, las estrellas, la fuente, el árbol, la torre de
David… la civitas dei, la ciudad de
Dios, el Jerusalén celestial que, como la madre de Jesús, acoge a todos sus
hijos en su seno. El autor, con sus trazos, dibujó en estas cuatro y acogedoras
paredes la letanía que pone fin a la oración del Rosario.
Lo
que nos parece una escenografía vacía, profundiza más allá de lo que podíamos
imaginar. En el Camarín, el maestro de obras moldea un escenario cargado de
mágica simbología, una alcoba mistérica. Eleva en tres dimensiones una
magnífica ALEGORÍA a Nuestra Señora de la Encina.
…Espejo
de justicia,
Trono
de la sabiduría,
Causa
de nuestra alegría,
Vaso
espiritual,
Vaso
venerable,
Vaso
insigne de devoción,
Rosa
mística,
Torre
de David,
Torre
de marfil,
Casa
de oro,
Arca
de la alianza,
Puerta
del cielo,
Estrella
de la mañana,
Salud
de los enfermos,
Refugio
de los pecadores,
Consoladora
de los afligidos,
Auxilio
de los cristianos…
(Extracto
de la letanía lauretana)