El
empinado cuestarrón de Trinidad nos obliga a realizar una parada forzosa, necesaria, allí donde la traza viaria que traemos viene a entenderse con calle Eras. Damos entonces un suspiro
notable, como si se nos fuera el alma en el intento. Pie en tierra, alzamos la
mirada con el proposito de encontrar un mínimo respiro y es cuando la vista se nos estampa
con la extraña torre ochavada de la parroquia de San Mateo —que en días, y según las crónicas, quizá fuera el viejo templo gótico de Santa María la Mayor—. Emerge el
campanario cortando el horizonte y asomado por encima de un cerco pétreo, una muralla que los primeros años de la 'modernidad' abrazó entre sus muros a la aldea vieja. Se trata de un enorme paredón, un lienzo formado por sillares
de piedra bien labrados y cierta envergadura. Más que defender el pago aldeano, fue instrumento de
fiscalización de los arrendamientos ganaderos, portazgos y montazgos. Así es, pues no
en vano cobijaba en sus adentros, a la vera de la parroquia, un gran espacio
abierto y terrizo, más corral de contaduría de ovejas merinas que lugar de
encuentro social y político, aunque también tuviera carácter mercantil. Dando de lado a esta plaza, la mayor a falta de otra con la que compararse, en un giro a la izquierda nuestros pasos nos introducen en un laberinto viario de
apelativos sencillos, nombres que se aferran a la dura cotidianidad de
entonces: Huérfanos, Fugitivos, Cestería…, menciones que recuerdan los primeros
bocetos urbanos que se derramaron a la vera del castillo. Las forman casuchines
y casonas en barranco, de pendiente imposible, con fachadas minúsculas y portales angostos. Habitáculos de piedra descompuesta, barro y cal que flanquean calles sinuosas, apretujadas
y estrechas, tiradas en paralelo a las líneas de nivel que elevan el cerro del
Cueto.
En nuestro requiebro damos esquinazo a otras
formas de entender el crecimiento urbano, pues los siglos que se sucedieron tras la
baja Edad Media gestaron viarios flamantes y novedosas formas de llamarlos. Unos, cargados de pragmatismo, ligados a los usos de la traza -Iglesia, Pósito, Pilar o Cuidado,
cuyo apelativo le venía de canalizar las aguas del mencionado pilar por una
cuestecilla empinada y resbaladiza; y los otros emparentados con
acontecimientos significativos de la vida social: del Potro, mudada a de la Cruz por los eufemismos propios de cada época, Donosa, Chacona... Con la Edad Moderna, la población saltó el cerco aldeano haciendo
que una parte del entorno agrícola y uso común se viera salpicado de edificaciones
de todo pelaje. Este es el caso de Ejido, Lejidillo,
Eras, Serna o la Becerrá; por la misma, en
el espacio que mediaba entre la aldea y los ruedos se multiplicaría la presencia de
industrias e ingenios que aportaron su consecuente apelativo viario: Piedras, Molinos,
Mazacote, Canteras y Herradores. Asimismo, ese afán económico y urbano flanqueó de
casonas los caminos y cañadas, y los transformó en calles de honda resonancia: Pozo
Vilches o Real —que luego sería Carretera—, Pozo Nuevo, Mestanza o Carril. Pero, ante todo, el nuevo
orden villano mudó lo terreno en celestial santificando calles, altozanos y
callejas, de tal forma que se gestaron apelativos de nuevo cuño para viarios de
larga tradición pagana. De esta manera, mudó Cueto en Santa María, del Horno en Madre de Dios o Camino de
Linares en Trinidad, y se parieron otros de nueva impronta como plazuela del Rosario, Visitación, Calvario o San Ildefonso.
En
dos traspiés nos ponemos en los canteros de la Cestería, ahora Conquista, y arrimados al Laero, un quiñón en barbecho perenne salpicado
de almendros y alcaparreras mustias, que se desliza por la solana del castillo.
Desde lo hondo, más que verlo trastear en el otero, escucho su retahíla de
vituperios y salmodias.
Se
trataba de un tipo delgado como pellejo seco, nervudo, arrugado de tanto
pelear con la vida. De sempiterna garrota machacona, gorra descolorida y
cazadora deslucida, se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo, pues su
voz de pregón le precedía en un afán constante por no quedar ajeno a las
escenas que pisoteaba. Aquella mañana, como la anterior, como la que le
precedió…, como todas, se asomó desde el altozano del Cueto al hoyo de la
Cestería, mirando de reojo a la Peñasca y clamando con la garrota en alto que
no, que lo esperaran para más adelante. Y tronó mil nombres de los muchos que
han penetrado en la fortaleza y de los cientos que vaticina que todavía la visitarán. Poco importaba que alguien lo oyera o no, cada mañana, cada tarde y
casi cada noche su voz tenía la obligada norma de rasgar la plácida atmósfera de
Santa María.
Ahora,
situados sobre una meseta artificios y al exterior del recinto
fortificado, mirando a poniente escudriñamos el vecino cerro
del Gólgota por apreciar si en la solana hay vacas que aventuren lluvia, pues los
bichos antes que los nublos asomen por las lomas de Mosquila los barruntan y anuncian precipitaciones ¡cosas
de viejos! Aquella mañana de otoño y gélida tuvo como preámbulo una oscura
noche de agua. El café, hirviendo, me armó de valor para encauzar la empinada
escalera y buscar sus monólogos. En nuestros encuentros poco lugar había para que
uno diera opinión. Mi función no era otra que escuchar, filtrar algún que otro chisme bondadoso,
reírte de cualquier desvarío y aprender, y mucho. La garrota, como sus cuerdas
vocales, andaban en un movimiento constante. Después de su saludo de rigor, '¿cómo están los
chiquillos?', nos varamos un instante estudiando el horizonte. Era una manera
más o menos acordada de dejar claro los intereses del día: aquella mañana no tenía tarea
pendiente y así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad a los
improperios y amenazas huecas que seguía disparando.
En
días como aquel, de agua y tierra removida, gustábamos de rodear el castillo y olisquear alguna moneda negruzca y de poco valor, alguna
flecha oxidada o algún tiesto fuera de lugar que llamara la atención. La
hacienda, como siempre, solía tener escasa recompensa. Viramos hacia el
callejoncillo que lleva a la puerta del castillo. De entre la piedra del murete
de la diestra, junto al verde de los jazmines, asoma una pequeña traza de calicanto,
se la indico. Con seguridad era parte integrante de una estructura defensiva,
una entrada en codo muy utilizada por la arquitectura militar almohade allá
donde el foso de agua era argumento imposible. Por su parte, a modo de
respuesta y con un pertinaz movimiento de la garrota, me señala violentamente un tramo
de barro moteado de blanco, junto a la farola de la izquierda. 'Un pingue', me indica, como si no conociera
ya la cantinela. Una muela aislada y trozos de una posible rótula inculcan fe a
los no creyentes de que la tumba, en su día, estuvo donde índica la punta del
báculo. En unos pasos y amena charla nos plantamos junto a la puerta. A nuestra
espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las casas
vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificar la presencia del
artificio codado, que no barbacana.
Como
venía ocurriendo casi a diario, a media mañana un tropel de vociferantes
escolares intenta colarse en avalancha para llenar de carreras las entrañas de
la fortaleza. El caporal introduce el hierro en la cerradura, más ganzúa
estrambótica que llave. Apenas logró abrir el portalón, no sin esfuerzo y alguna maña, cuando la marabunta ya entraba como una exhalación. Por su parte, el augur retrocede unos
pasos mientras repica sobre el empedrado con el remache de hierro de su garrota y se detiene en firme junto a un panel interpretativo. Alza el cayado y lo dirige
a las ruinas de Santa María, poco más que una cripta despedazada y un ábside desvestido de sillares, quizá una antigua torre albarrana desgajada hoy de la fortaleza. 'Socólogo, ¿qué
barruntas tú de esto?', espeta al viento sabiendo que estoy a sus espaldas.
De cuando chico, recuerdo momentos inolvidables que tienen como atrezo aquel escenario. No en vano, Santa María era lugar inevitable de juegos y disparates, de uno y mil desencuentros de la chiquillería de entonces. Del desván de la memoria destapo imágenes jugando al trompo y los mecos junto a un rondel pintado, a las bolas sobre un cuadrado rayado en la tierra, a la lata o la mosca borriquera…, siempre bajo las barbas del coloso y a unos metros de donde andaba la vieja portada renacentista de las postales de antaño. Al hilo, me imagino vigilante y con un ojo puesto sobre los negros mechinales de la muralla, por ver si se despeña una cría de primilla. También me veo embarcando balones Laero abajo, correteando por el trigal verde y queriendo evitar que Daniel nos rajara la pelota por amortizar el daño hecho en la siembra…; y a media luna, aprecio como una candelaria se consume y con ella las ilusiones se vuelven pavesas y ceniza. De las entretelas de la desmemoria, cuando zagalón, rescato ir de litros y poncharrinas, sentarnos en las gradas de una escalinata de pendiente inmisericorde, que en un afán de dar la nota ocultó gran parte de las ruinas de la ermita. Y también me veo difusamente, intentando en vano colarme en el baile del castillo, cuando las fiestas del Emigrante. Tras fracasar no me quedaba otra que acabar engullendo chumbos de las palas cercanas… Una ráfaga de viento frío, como aquellas que te cogían en lo ancho del patio de armas de castillo en noches de verano, levanta una polvareda gélida que te trae al presente.
Puesto
ahora en estas cosas de los templos del señor, que era en lo que andaba con el
mentor, los primeros datos que disponemos los ofrece un censo “los vesinos e moradores de Baños, lugar de
la noble çiubdad de Baeça…” (AGS, Secretaría de Mar y Tierra, Guerra
Antigua, legajo 1313). El documento, fechado en 1407 (en Argente del Castillo Ocaña,
C. y Rodríguez Molina, J.: “Reglamentación
de la vida de una ciudad en la Edad Media. Las Ordenanzas de Baeza), nos aporta
algunos apuntes más que interesantes. De una parte, que la cuantía de vecinos
rondaba la centena (cabezas de familia). De ellos un 10% eran viejos e
impedidos, una treintena ballesteros y el resto, el grupo más numeroso,
lanceros escudados. El perfil militar de algunos de estos inquilinos, una
mínima parte, se complementa con el desempeño de un oficio administrativo o
civil, según caso. Así encontramos en nómina, como era de esperar, personajes
que desempeñan funciones de gestión del castillo y la vida pública: alcaide,
jurado, escribano o pregonero (viejo impedido); pero el listado también muestra
la presencia de oficios con más apego a la tierra, como lo son dos colmeneros,
un herrero y dos pastores, uno que ejerce como tal y su padre, viejo, que también
fuera pastor en días. Asimismo, se documenta la presencia de un sacristán, que
confirma la existencia de un mínimo espacio de culto.
De
éstas, del perfil militar de todos los vecinos y de la ausencia de labradores,
campesinos u hortelanos que signifiquen un mayor arraigo con la tierra y sus
obligaciones, podemos concluir que la población, para aquellos años, se reducía
a la que se ordenaba y habitaba en las viviendas presentes en el interior del
castillo, un entramado de calles empedradas y casonas que giraban en torno al
espacio abierto que rodeaba los aljibes. No descartamos la existencia de un
arrabal exterior y reducido, aún incipiente, de casuchines de barro y monte,
que siendo ocupado temporalmente estaría localizado en la Cestería. La situación
no sería la misma medio siglo después, cuando la agricultura se ha hecho hueco y
es pilar económico del lugar, y los arrabales experimentan un interesante
proceso de consolidación. Así lo deja entrever la carta perdón que los Reyes
Católicos otorgan a Diego de Corvera en 1480, cuyas huestes, hasta ese momento y
contra la voluntad de los monarcas, controlaban el castillo:
“Por cuanto al tiempo que vos, Digo de
Corvera, nos distes e entregastes la fortaleza de Baños que vos tenyades, nos
suplicastes e pedistes por merced que vos diesemos perdon e remysion a vos e a
vuestro padre, e a (…), que fueron en tomar la dicha fortaleza, e con vos
despues han estado en ella (…) E sy por la dicha rason algunos de vuestros
byenes bos tyenen entrados e tomados e ocupados, por esta nuestra carta les
mandamos que luego vos los den e tornen e restityan,…” (AGS, RGS, IV-1480,
fol. 107) Esos bienes, como recogen los fol. 60, fol. 145, fol. 166 y fol. 178,
se listan de tal forma “le talaron e
fisyeron talar çiertos panes (tierra
calma destinada a cereal) que el tenya
sembrados en los termynos de Vaños y arrabales de la dicha çiudad de Vaeça”.
Llegados
hasta aquí, es necesario recordar la función real que hasta entonces tenía
encomendada la fortaleza (hasta comienzos del siglos XV), mal desempeñada, que no
era otra que proteger los pasos, habitar y sacar rentas de las agrestes tierras
serranas de su “término privativo”.
Del escaso éxito de la empresa es fiel reflejo la ruina del castillo de
Burgalimar y el abandono del despoblado de mismo nombre, de los que se deja de
tener noticias a finales del siglo XIII. Situados al norte de la parte de
Sierra Morena que correspondía al manso de Baños, escoltaban el Camino de
Andalucía a su paso por las Tres Hermanas (El Centenillo):
“El castillo de Bujalhame esta como ba el
camino de Baños a la Mancha por la Venta Carvajal, distante cuatro leguas de
esta villa, antes de llegar a NabaGallina, ai dos peñones altísimos al modo de
Puerta de Arenas, junto al Campillo, camino de Granada, este camino de Baños,
ba el Moral, lugar de la Mancha (…) en uno de estos peñones el de la mano
izquierda, que es mas capaz se ven encima de las ruinas de un lugar, que parece
ser de trescientas casas, arrimada a estas mesma peña, junto al camino, ay una
fuente caudalosa de buenas aguas; a la otra parte derecha, casi sesenta pasos
está la otra peña, en cuiaçima se ve un castillo entre estas dos peñas pasa el
camino y se cerraba de una a otra con cadena, esta mui cerca de Rio Grande”
(Padre Torres, 1677, en Historia de Baeza de José Rodríguez Molina -manuscrito
de la British Library-).
Este
hecho, el despoblamiento generalizado, viene a avisarnos de que el lugar, todo
el macizo serrano desde el Muradal hasta el río Yeguas, venía siendo cobijo y
guarda de un número ingente de golfines, los mismos que dejaron en entredicho
la encomienda que tenía el castillo de Baños:
“…Aquellas otras gentes a quien se llama
golfines son castellanos y gallegos, y gente de la profunda España, y son la
mayor parte de abolengo, y por no tener bastante de qué vivir, o por haber
gastado o jugado lo que tenían, o por alguna afrenta, han de huir de su tierra con sus armas (…);
vánse a la frontera de los Puertos del Muradal (…) por donde pasa el camino que
va de Castilla a Sevilla y a Córdoba, y así aquellas gentes roban y saltean a
cristianos y sarraçenos…” (Bernat Desclot, Crónica, 1982).
“…Castro fue victima de la peste del siglo
XIV. Sin embargo, Ferrat, Tolosa y Burgalimar, según hemos visto, deberían su
desaparición a la actuación de los golfines” (Juan Carlos Torres Jiménez,
2002).
Un
siglo después de aquel primer censo, superados un buen número de desencuentros
bélicos -la llamada “Guerra de Banderías”-
y toda una guerra civil que gestaría lo más parecido al primer estado español, localizamos
un interesante listado de las iglesias y ermitas del Reino de Jaén (1511-1515).
Recogido por Rodríguez Molina (1982), se hace eco del mismo Juan Vicente
Córcoles en un pequeño libro que dedicó a nuestro pueblo (1992):
“Un siglo más tarde -en 1511- la población
contaba con un excesivo culto religioso al tener las siguientes ermitas: La
Magdalena (en el castillo), Santa María de la Encina (unos 4km al este), San
Bartolomé, Santa María (que podía ser parroquia -interpretación del autor-),
Santo Domingo, San Martín, San Sebastián y Santa Olalla.”
Contenidos
muy parecidos se recogen en el Libro de las “Fundaciones de Úbeda”, del que toma datos nuestro Cronista don Juan
Muñoz-Cobo. Reproducido a finales del
siglo XIX (1896), originalmente debió editarse a comienzos del XVII:
“Al norte de Bailén, a una legua de distancia
está Baños; tiene una Parroquial antigua dedicada a Nuestra Señora y la moderna
de San Mateo. La Ermita de la Señora que llaman de la Encina por haberse
hallado su Santa Imagen en el hueco de una encina, es antiquísima, (…). Hay
también en esta Villa las Ermitas siguientes: De Santo Domingo, de San
Sebastián, San Ildefonso, Santa Olalla y el humilladero del Santo Xpt.”
Como
podemos apreciar en el segundo texto, para aquellos años ya no hay mención de
la Magdalena y sí de dos flamantes templos/capillas: San Mateo y el humilladero
del Santo Cristo, que sería germen del Santuario de Jesús del Llano. Sobre los
motivos que llevaron a la desaparición de la primera, no fueron otros que su
estado de deterioro y el abandono creciente en que se encontraba el castillo. Tenemos
noticias de ello en un documento del siglo XVI, publicado en 1958 por Santiago
Morales en “Castillos y Murallas del
Reino de Jaén”:
“…el aposento de los alcaides estaba todo caído
y arruinado, siendo necesario quinientos ducados para su reparación. / La
capilla antigua que había junto al aljibe (La Magdalena) estaba caída y
deshecha. / No tenia mas artilleria que una pieza pequena. / A juicio del
Corregidor, esta fortaleza tenia necesidad de
muchos reparos y costo grande (2.545.000
maravedis), y era de poco o ningun servicio a S. M., allende de tener dos
padrastos muy malos. / Era su alcaide don Juan de Acuna Valenzuela”. (Noticias de los castillos y alcaides, según relación
que mandó hacer Felipe II).
En
relación con esta capilla de La Magdalena, no es de extrañar que siglos
después, como afirmara Diego Muñoz-Cobo Rosales, existiera, a modo de evocación
de lo que en tiempos fuera, una Cofradía de Santa María Magdalena, hoy extinta,
cuya imagen se aproximaba a la del Cristo con la Cruz para limpiarle el sudor y
la sangre. La misma, formaba parte de los pasos que procesionaban en Viernes Santo, subiendo en su itinerario
al Castillo en recuerdo de la vieja advocación de la capilla.
De
esto y lo anterior, podemos concluir que durante la mayor parte del siglo XV, y
hasta entonces, las inquietudes del espíritu que tenía la reducida población
del castillo -los vecinos militares censados y sus familiares- eran atendidas por
un sacristán ordenado que hacía las veces de capellán. Así lo ratifica el censo
de 1407, estando tal menester y para entonces en la persona del lancero
escudado y “señero de yuso” (jefe de pelotón)
Bartolome Sanchez. El oficio tenía
lugar en una pequeña capilla localizada en el interior de la fortaleza, junto a
los aljibes, que no era otra que la Magdalena citada en 1511 y en el informe solicitado
por Felipe II.
Pero,
¿qué ocurrió en un periodo tan reducido de tiempo, entre 1407 y 1511, para que la
población dispersara por el territorio un número tan elevado de edificios
religiosos, como así dejan entrever ambos censos?
Hagamos
un poco de historia de lo ocurrido hasta el punto en que estamos. Tomada la
plaza de Baños en los albores del siglo XIII, unos lustros después el lugar -el
castillo, sus pobladores- recibe como privilegios una dehesa -la de Navamorquiella- y un término privativo.
A cambio, se encomienda a los vecinos del lugar el orden de los caminos y el
control del inhóspito pellejo serrano. Puestos a adueñarse del territorio,
pasan a nominar los pagos del entorno como bien lo entendieron. Los de
Castilla, que alardeaban de austeros, ser gente llana y sencilla, de poco
calentarse la cabeza en devaneos sin necesidad, no tuvieron otra que tirar de
su castellano viejo y llamar Cueto al enrisco, Charcones y Cantalasranas al
enfango de abajo, Laero a la loma que
se derrama a mediodía y, por razón inversa, Turrumbetes al barranco que queda a
su espalda…, y al castillo, que no se erige sobre baños, balneario o terma alguna,
y sí por levantarse sobre cimiento de edificación antigua y de solera, con
muchas raíces y renombre, y por esta razón ser nombrado “bania” en la lengua de sus antiguos ocupantes -andalusíes- dieron
por apodarlo “baños” (“bania” es el nombre árabe para denominar
un lugar que se eleva sobre un enclave con historia y patrimonio relevante,
como es el caso y así han puesto de manifiesto las excavaciones arqueológicas).
Con certeza, de la voz árabe se gestó por similitud la castellana, pues es lo
que con más garantías se amoldaba a lo oído: “Los topónimos transmitidos por
los reconquistadores cristianos casi nunca eran traducciones de topónimos
árabes sino la castellanización de voces
árabes, que a su vez podían ser palabras propiamente árabes o bien la arabización
de topónimos preislámicos” (Juan Carlos Torres Jiménez, 2002). Por la misma, la defensa de lo
encomendado, dieron nuevo uso a edificios de viejo lustre en los que aún
podemos apreciar ruinas y restos de tradición romana. Allí donde los hubo y flanqueaban
camino, los volvieron a levantar con fines de control y aviso, como ocurrió con
el torreón viejo de la Ermita de Nuestra Señora de la Encina, pero también con
oteros que andaban a la par de caminos y cañadas, como Santa Olalla, con razón
en el punto más elevado del territorio, o Santo Domingo, que hoy derrama ruinas
al Camino de la Virgen y guardaba la vaguada donde el cordel de Guarromán, el
viejo Camino de Majavieja (Real por el Puerto del Rey) y el Camino de Andalucía
por San Lorenzo se emparejan. No es casual que el arroyo que allí arranca se
apode de la “Zala”, Celada para ser
más correcto con el lenguaje, como evocación de algún episodio bélico acaecido al
amparo del lugar.
Volvamos
a Nuestra Señora de la Encina, al viejo torreón que hoy da cobijo a su camarín.
Está localizado en un punto de encuentro estratégico y de larga tradición
histórica, pues no en vano se alza junto a una antigua villa roman. El lugar es, por sus condiciones geográficas, el
acceso natural por donde Cástulo subía a los cotos mineros del Río Grande por
Navarredonda o, según caso y girando a poniente, proseguía camino para ascender
a las minas del macizo del Navamorquín por Baños, Valdeloshuertos y
Marquigüelo, y pasar a la otra vertiente de Sierra Morena en busca del distrito
minero de Sisapo. Por los años que
nos trae (finales del siglo XIII, comienzos del XIV), se erige con obra nueva
sobre una porción de los hormazos de la vieja villa romana, a modo de guardián de un trayecto donde venían a
confluir los diferentes caminos que, desde la meseta, salvaban el macizo de
esta parte de Sierra Morena para acceder a las tierras del valle del Guadalquivir.
Se levanta al modo e intenciones de sus vecinas, las casas reales del Santuario de Nuestra Señora de Zocueca y la que
estuviera emplazada en el núcleo de la actual Santa Elena, también conocida
durante el tránsito de la Edad Media a la Moderna como “Venta Palacios”. Mandadas éstas edificar por Fernando III y construidas mayormente
durante el reinado de su hijo Alfonso X, vendrían a ser verdaderas “áreas de
servicio”, donde el control del territorio, el hospedaje, el trajín comercial y
el soporte ideológico se dan la mano: macizos torreones alternan con diminutas
ermitas y posadas, más cuadras que ventas.
"…Adosada a la ermita se alzaba una casa
fuerte con torre llamada "Los Palacios Reales" o "Casa Real de
los Palacios". Así se observa en un dibujo de 1553, donde la torre quedaba
en lugar intermedio entre la ermita y la casa real, adosada a ambas. La torre, que
fue reparada en 1453, (…) lo cual indica que el camino del Muradal era un lugar
frecuentado, incluso por los monarcas. En efecto, otra edificación similar con
el apelativo de Casa Real se levantó al sur del Puerto de Calatrava, cerca del
río Fresnedas, entre Calzada y El Viso, y al oeste de Bailén se erigió también
una Casa del Rey junto con la ermita bajomedieval de Santa María de Zocueca…"
(Juan Carlos Torres Jiménez, 2002).
De
ahí, de la mezcolanza de su carácter, a medio camino entre torreón militar,
hospedería para el caminero y espacio de culto, que fuera escenario de un desencuentro
campal durante las guerras de banderías
acaecidas en la segunda mitad del siglo XV:
“Y llegando a Señora Santa Maria del Enzina, que es a media legua de
Baños, fallaron ay dos batallas de cavalleros en que avria treçientos roçines e
larga gente de a pie de las çibdades de Jahen y Andujar, quel señor Condestable
les avia enviado en socorro” (Crónica de los Hechos del Condestable Don
Miguel Lucas de Iranzo, que don Juan Muñoz-Cobo atribuye a Pedro de Escavias).
En
el siglo XV, con los muchos años, la creación de la Santa Hermandad y de un ejército
profesional, con la parquedad bélica del entorno y los nuevos usos agrícolas y
comerciales del territorio, las edificaciones nombradas, unas antes y otras en
los últimos estertores de la centuria, mudarían de fortines vigías a lugares de
culto, a la par que surgían nuevos eremitorios y capillas. Las pasaremos a analizar,
pues vienen a completar la nómina que nos argumentaba el censo de 1511. Así es,
con el fin de la Guerra de Sucesión Castellana, la caída del Reino de Granada y
el nacimiento de la “empresa americana” surge un nuevo estatus pacífico donde
el lugar de Baños ocupa una posición geoestratégica muy privilegiada. Siempre a
disposición de la ciudad de Baeza y de las necesidades de los monarcas, sobre la
población del castillo, de su alcaide, declina ahora la obligación de una
reorganización fiscal del tránsito y la protección de los caminos que discurren
por su término privativo. Con éstas, ya en las postrimerías del siglo XV y con
los Reyes Católicos campando a sus anchas, Sus Majestades emiten desde Santa Fe
(1492), donde andaban cerrando sus negocios
con el Reino Nazarí de Granada, un documento privilegio que permite al “lugar”
de Baños la potestad de cobrar en su manso -territorio bajo su jurisdicción o
término privativo- el impuesto denominado como “robda” o roda:
“(…)
fue acordado que devyamos mandar que de
aquí adelante las personas que paguen la dicha roda en el manso de Vilches o
Vaños, logares dela dicha çibdad de Baeça, o en Mengibar, que es en térmyno
dela çibdad de Jahén, no paguen en la dicha venta del Toldillo, e el que pagare
en la dicha venta no la pague en nynguno delos logares susodichos, y que
entretanto que en el nuestro consejo señale e dethermine lo que se debe hazer
en todos los portadgos e almoxarifadgos e rodas de nuestros reynos que el que
ovyere de coger la dicha roda leve de roda delas mercaderías e cargas e bestyas
que pasaren por la dicha venta las contyas de maravedíes siguientes (…) Los
quales dichos derechos de roda paguen las personas que pasaren por la dicha
venta con las dichas bestyas cargadas o vazías como dicho es, que las personas
que pagaren la dicha roda en qualquiera delos dichos logares de Vilches, Olivares
o Vaños o Menjibar no la paguen en la Venta del Toldillo, e que las personas
que pagaren en la dicha venta del Toldillo no paguen en nynguno delos dichos
logares”. (AGS, RGS, III-1492, fol. 141)
Este
privilegio venía a complementar el emitido un año antes, por mayo, que debía “regular los portazgos y roda que se cobraban
en Linares, Vilches y Baños, lugares de la ciudad de Baeza, así como de los
ganados que iban a herbajear y entraban en dichos términos”. Es de entender
que la roda era un privilegio en tanto permitía al concejo aldeano cobrar un
impuesto por el tránsito de viajeros y mercancías, pero una carga en cuanto
obligada a la defensa de los transeúntes, el mantenimiento de los caminos y el
avituallamiento de los mismos (agua potable).
Y,
¿en quiénes cae la responsabilidad de llevar cabo la gestión de estos
privilegios y la organización de un territorio que permitiera ese fin? Una vez
que Diego Corvera entrega la tenencia del castillo en manos del Corregidor de
Úbeda y Baeza, la Corte encomienda a este cargo de la administración local que
sea, de facto, el verdadero tenente y gestor de la plaza. La monarquía recuperó
así el control directo de la alcaidía de Baños, aunque en la práctica la
gestión real de la misma seguía recayendo a favor de la pequeña nobleza
baezana, que ostentaba el oficio de forma vitalicia por merced regia y lo
transmitía a su entorno con el consentimiento del corregidor y la expresa
aprobación de los reyes. A los Corvera, Ramón y Diego, sucedieron en el cargo Juan
de Ayala (1480-1483), Diego López de Ayala (1483-1488) y Alfonso Enríquez
(1488-1493) para, finalmente y a modo de herencia familiar, recaer en la
familia Sánchez de Carvajal. En primer lugar la asumió Alonso Sánchez de
Carvajal y Navarrete, 2º Señor de Tobaruela y 1º de Bélmez, contino de Sus Majestades (oficiales con
funciones indeterminadas nombrados directamente por los reyes, que debían
prestar sus servicios allí donde sus señores lo desearan. Sus competencias eran
variadas, entre ellas, fieles ejecutores de la voluntad real). Asimismo, fue colaborador
activo de Colón en su segundo y tercer viaje -fue decisivo en el juicio que
tuvo el Almirante para que fuera absuelto-. Le sucedió en 1518 su hijo, Diego
Sánchez de Carvajal.
De
la bonanza que trajo consigo la gestión de estos pechos, es muestra más que evidente la construcción edilicia que tuvo
lugar en la última década de los “cuatrocientos” y los primeros años del siglo
XVI, pero también el desmesurado crecimiento demográfico que se produjo, pues en
menos de dos siglos la población llegó a multiplicarse casi por cuatro. De los
cien vecinos que había en 1407, el censo de 1591 los eleva hasta 387 vecinos y
1741 habitantes. Desde la vertiente constructiva, destaca principalmente la
elevación de la iglesia gótica de San Mateo, la edificación de nueva planta del
ayuntamiento -que contaba con Casa Consistorial, cárcel y pósito y estaba erigido
para 1517, como así deja entrever el escudo de la fachada- y el trazado del cerco
fiscal que cerró la aldea vieja (torreón
de Bartolico, Palacete de Guzmanes
y escarpas de la calle Eras). Al hilo de la iglesia parroquial, subrayar que
por aquellos primeros años de su existencia quizá fuera nominada como de Santa
María la Mayor, pues en el escrito de iglesias y ermitas de 1511 se cita la
existencia de un templo nominado Santa María, parroquia, mientras que no hay
mención alguna de San Mateo, cuya obra, espectacular en comparación con el
resto de capillas menores, debía estar en avanzado estado de ejecución. Así es,
según opinión del Doctor Ruiz Calvente, los trabajos de la parroquia se
comienzan bajo la prelacía de don Luis Osorio de Rojas (1483-1496) y se dan por
finalizados en el primer tercio del siglo XV:
“…Las obras debieron dar comienzo en torno al
último cuarto del siglo XV, bajo la prelacía de don Luis Osorio de Rojas (…) Esta etapa probablemente se
finalizó bajo el obispado de don Esteban Gabriel y Merino (1523-1535), pues sus
armas aparecen en una de las claves de la bóveda del primer tramo…” (Los
Canteros Andrés de Salamanca y Juan de Rica, artífices de la torre de campanas
de la parroquial de San Mateo de Baños de la Encina –Jaén-).
¿Pudo
nominarse la iglesia de San Mateo en un primer momento como Santa María la
Mayor no identificándose ésta con la del Cueto?, ¿pudieron, durante un tiempo y
de forma ambigua e indistinta, mantenerse los dos apelativos en la memoria de
la población? En este sentido, es de tener en cuenta que el croquis del
Castillo que elabora Martin Ximena Jurado
-presbítero y secretario del Obispo y Cardenal de Jaén y, más tarde, Arzobispo
de Toledo, Baltasar Moscoso y Sandoval- en sus “Antigüedades de Jaén” -1639- no indica para esa fecha la existencia
de iglesia o ermita alguna que tenga presencia en el interior del castillo o su
entorno más inmediato. Abundando en esta línea, en el informe redactado en
tiempos de Felipe II, citado más arriba, tampoco hay mención alguna de la
existencia de una Santa María en el castillo o de su estado de deterioro,
cuando sí la hay de la pequeña capilla del interior (Magdalena) y de la Casa
del Alcaide. Con todo ello, podemos concluir que cuando Ximena Jurado redacta
su documento la Magdalena ha desaparecido, no hay presencia alguna de Santa
María del Cueto y, por aquellos años, sí existe una apodada como Santa María la
Mayor... ¿estaba localizada en la Plaza?
Y ocurriendo
todo esto cuando Castilla no era lo suficientemente ancha, sí austera en las
formas y pragmática en las intenciones, durante los últimos años del siglo XV se
levantan las ermitas y capillas que vienen a completar la nómina de 1511.
Aunque el motivo primero de su construcción responde a las inquietudes del
espíritu que tenía la población local, también lo es de la exteriorización exagerada
de lo que no sentían en sus adentros y sí era necesario que mostraran hacia
fuera los muchos conversos con poder de facto –apariencias que fueron madre y padre de lo barroco y sus
formas-. La edificación de las nuevas ermitas vino a ser la “sacralizada” expresión de la cada vez
mayor capacidad administrativa del nuevo Estado. Así fue. Era de privilegio
cobrar los pechos autorizados, de obligación guardar el camino y de interés
avituallarlo de necesidades materiales… pero también espirituales. Con esas,
los ermitaños y santeros hicieron las veces de asesores del alma, pero también
de comisarios y fieles de aguas y
caminos, recibiendo sus buenas limosnas por lo uno y lo otro. No sólo debía consolidarse
el orden administrativo establecido, comunicar que así era y ejercer como tal, su
expresión en el territorio debía de estar bendecida.
Y
es de justicia reconocer que no fue éste el único uso pagano y administrativo
que se hizo de los templos. Valga como ejemplo la tradición cotidiana de hacer
del atrio lugar de las juntas generales de vecinos, de tal forma que el
campanario llamaba a la reunión y la iglesia bendecía las decisiones a las que
se llegaba. Así lo confirma el documento que recoge las Ordenanzas Municipales
de 1742:
“Acordamos
que en el dia de mañana veinte, quatro de este presente mes y año en que zelebra
nuestra Santa Madre Yglesia la Natividad del Señor San Juan Baptista y por esta
razon estaran en esta Villa todas las Personas individuas de ella en Junta
General que se hara en el portico de Santa Maria la Mayor donde hay Costumbre
Celebrarse todos los Cabildos Generales Juntas de Cofradias, y demas actos
publicos se lean en alta voz por el escribano de nuestro Ayuntamiento cada una
de dichas ordenanzas, y que se ponga a continuacion de este ôtorgamiento
dilixenzia de lo que resulte de la notoriedad de ellas, y que para que a todos
conste se fixe edicto en la plaza publica de esta dicha Villa por no haver
pregonero en ella haziendo saber la dicha notoriedad, y convocación señalando
en el â las quatro de la tarde de dicho dia, y que seran llamados a son de
campana tañida según costumbre Ynmemorial…” (Convocatoria).
“…y que seran llamados a son de campana
tañida según costumbre Ynmemorial (…) muchas personas eclesiásticas y seglares
en que hubo un gran Concurso de todas clases que ácudieron â dicho sitio en
Virtud de la Combocazion hecha, y de Campana que se toco por el tiempo de una
hora antes de la notoriedad…” (Notoriedad
y fee de lo que resultó).
Junto
a los viarios se situaron las ermitas, pero también surgieron otros
equipamientos más que necesarios para el trajín caminero, de tal modo que el
Camino de Andalucía se vio salpicado por ventas y mesones. Tal fue el caso de
las ventas de Guadarromán y Miranda, la primera propiedad del Duque de Arcos y de
huésped (arrendatario) a Christoval de
Cardenas, mientras que la segunda era bien de la Villa y tenía de huésped a
Juan Martin de el Altozano; en cuanto
a mesones, llegó a contar el pueblo con dos, el uno de don Franzisco Caridad, prior desta Parroquial, y el otro el propio de
la villa y gestionado por Miguel Quixano.
Lo uno y lo otro, en conjunto, vino a dar lustre al Camino de Andalucía por el
Puerto del Rey y Baños, al menos así fue durante casi dos siglos. Después,
nuevas hornadas de salteadores y facinerosos dieron al traste con la hacienda
caminera.
Viendo
la rasca que corría, sin mediar palabra, buscamos la guarda del anchurón de la
ermita, junto a un banco corrido de piedra y nueva traza. Allí, apegados al
rumor de la fuente, se prolongó la tertulia. Con la misma, con el augur ahora
me levanto, se asoma al esquinazo, ahora me siento…, dimos continuidad al tema
que nos traía, las ermitas. Vamos a intentar dilucidar la ubicación geográfica
de cada una de ellas.
Posiblemente
sea la Ermita de San Marcos la que mejor identificada se tiene, ya sea por la información
que aporta la tradición oral, ya sea por los restos edilicios que de ella aún
son evidentes: las piedras que dan forma a su atrio, elevado. La Ermita de San
Marcos desempeñaba un papel principal en las fiestas de Los Esclavos y en el
ciclo religioso/estacional donde ésta se encuadra y tiene sentido, junto con la
romería de la patrona. El lugar era el enclave donde San Mateo, durante la
procesión de su día festivo, despedía a la Virgen de la Encina camino de la “hibernada”
en su santuario, no siendo casual que esta partida tuviera lugar durante el
equinoccio de otoño. Localizada en un histórico cruce de caminos, donde el de
Majavieja o Real viene a darse la mano con los menores de Guarromán y Salto del
Caballo (hoy carretera de Linares), es guarda del llamado Pozo Nuevo, uno de
los abrevaderos históricos e importancia local. De carácter quasi monumental, se nutre de las
bondades hídricas que provoca el dique porfídico de la Alcubilla en su frente
de levante, que le hace derramar aguas por la vertiente de Huerto Lucero. En
una situación muy similar, junto al Camino Real, donde el viario Real viene a
darse de bruces con el pueblo, estuvo situada la ermita de San Ildefonso.
Ubicada posiblemente en el lugar que hoy ocupa la que llamamos como “Casa de don Paco”, sería más que
interesante investigar lo que parece una torre de buena piedra enmascarada en las
casonas del arranque de La Serna. El eremitorio da nombre hoy a una calle
lateral que asciende desde la carretera
a calle Industria. Las bondades de la capilla fueron las mismas que en el caso
anterior, apadrina y bendice un aguadero de interés que estuvo en
funcionamiento hasta los años 60/70 del siglo XX, y éste no es otro que el Pozo
Vilches. Hontanar que se nutre de las bondades freáticas del Barranco y de las
muchas aguas que desde siempre recogía de la calle Peñas (hoy Riscos), durante
la primera Edad Moderna prestó su nombre a la calle que hoy conocemos como Avenida
de Linares (así lo recoge un censo de 1718). Posteriormente fue apodada como
Real y Carretera.
Mucho
más complejo es reconocer el lugar que ocuparon San Bartolomé, San Martín o San
Sebastián. Aunque no hay evidencias que lo confirmen, una tradición reciente sitúa
San Sebastián en la calle Travesía Trinidad. Lo cierto es que bajo dos de las
casonas de ese viario, muy reformadas y fruto de varias segregaciones de la
propiedad, existe una cripta de piedra y excelente talla. Estando el otero
elevado sobre el lugar donde el Camino Real (tramo Cascarrillo) se funde con el
Camino Linares, junto con la presencia en dicho cruce del Pozo de la Vega, otro
de los ingenios hídricos monumentales, aportan suficientes argumentos para que esta
teoría tenga ciertos visos de credibilidad. Particularmente, apostaría por una
ubicación más cercana al camino y a la Casa Vilches, la ermita ocuparía el
solar de la misma Casa o los corrales traseros de las casonas de Travesía
Trinidad. El entorno también dio cobijo a un hospital de transeúntes, cuando no
fuera éste anexo a la ermita y gestado a partir de ella. Llamado de la Sangre
de Cristo, lo recoge el Catastro del Marqués de la Ensenada. Siendo como era lugar
de acogida de caminantes desvalidos y sin recursos, es de toda razón que
estuviera localizado inmediato al Camino Real de Andalucía:
“Dixeron que ahí un hospital con el titulo de
la Sangre de Christo, para recoger Pobres, Pasageros, curarlos y los de este
pueblo, en lo cual, se consumen, sus Cortos Caudales que aszienden anualmente a
130 Reales poco mas o menos, y que paga de subsidio un Real, y 8 mrs cuia
administración corre a cargo de Don Alonso Francisco Tirado, presbítero de esta
villa, tomando las Cuentas, el Juez eclesiastico, no se save su fundador”.
(Catastro del Marqués de la Ensenada, Baños de la Encina, 1754).
Con
el ejemplo de las ermitas ya localizadas, San Martín y San Bartolomé deberían
estar situadas junto a caminos notables, en lugares agraciados por la presencia
de aguas para avituallamiento. Si consideramos que la Alcubilla (venero) y el
Camino de Andalucía en dos de sus variantes, el Hoyo y San Lorenzo (Picoza),
estaban protegidos a cierta distancia
por Santa Olalla (o Eulalia), es de obligación olisquear en el resto de caminos
principales que llegaban a la incipiente aldea, fueran de carretas, herradura o
merinos. En este sentido, optamos por el Camino de Andujar, que es continuación
de Majavieja y Cascarrillo (Real de Andalucía), y Mestanza. En relación con el
primero, de los hontanares de importancia que salpican el Camino Real a su paso
por el pueblo, el único que parece no tener ermita que lo escolte es Los
Charcones. El lugar, por otra parte, se posiciona como enclave histórico de interés
sobresaliente, pues ahí el Camino de Andalucía que nos trae -apodado in situ
como Camino Romano por estar empedrado- entra en nupcias con el cordel merino
de Bailén y el camino local de Palomar, nada más superar un puente de piedra
que salva el arroyo del Valdeloshuertos, pequeño pero indispensable como
equipamiento de uso público bajo necesaria tutela del Concejo. Por otra parte,
la vinculación histórica del enclave con la calzada romana Cástulo – Sisapo ha sido más que subrayada por el arqueólogo Luis
Arboleda Martínez, pues es por aquí donde penetra la vía en la sierra, yendo
pareja a las cuatro fuentes históricas que han abastecido de agua potable al
pueblo durante las Edades Moderna y Contemporánea (Cayetana, Socavón, Pacheca y
Salsipuedes), que es la época que nos trae.
Son
todos estos argumentos más que suficientes para la localizar en Los Charcones,
sobre un pequeño otero de su entorno, una de las ermitas que aún no hemos
identificado. Aunque no hay datos documentados que mencionen la existencia de capilla
alguna en el paraje, abunda el número de sillares perfectamente labrados,
también alguna columna, que están presentes y dan forma a las esquinas de casuchines
de labor y bardales del entorno, en cuya fábrica domina la piedra descompuesta
y la mampostería.
El
otro camino que mencionábamos no es otro que el camino de Mestanza, vía de
herradura que, hasta la construcción del pantano de la Cerrá de la Lóbrega, comunicaba una y otra vertiente de Sierra
Morena, concretamente Baños de la Encina con el municipio manchego de Mestanza.
Hasta la edificación del Palacete de los Mármol (Casa Joaquinito) a finales del
siglo XVIII, el pueblo finaba antes de su solar, en la manzana gestada al calor
de la “Casa Grande”. Quizá sea
casual, pero en este punto del camino se dan condiciones de interés. En ese enclave,
en la margen del viejo camino de Mestanza, en el cruce de las actuales calles Mestanza-Salsipuedes,
nace el manantial que nutre al Pilar de San Mateo. Por encima del manantial, en
la cabecera y altozano de Herradores, en plena calle actual, hay un pozo de
abundantes aguas (hoy oculto a la vista pero sin cegar, al modo del Pozo
Vilches). Finalmente, el lugar donde arranca el Cotanillo, el propio altozano, ofrece
un excelente emplazamiento para ubicar una capilla-ermita que bendiga el viario
y sus aguas. En el entorno hay evidencias pétreas, sillares de excelente
fábrica, que parecen certificar o al menos avanzar indicios en esa línea.
Con
la misma lógica que estamos utilizando, el humilladero del Santo Cristo quedó
localizado donde el Camino de Mestanza se estampaba con el descansadero de
merinas del Llano, donde venían a maridar con el aprisco los cordeles de
Guarromán y Bailén. Que el humilladero mudara a Santuario y el pueblo se
alargara hasta el Santo Cristo con la construcción del Palacete de los Mármol,
quedando Mestanza y Carril flanqueados de casonas, gestó un escenario muy
diferente.
A
todo esto dejar constancia que lo que causó la desaparición de la mayor parte
de las ermitas en cuestión fue la llamada Desamortización de Mendizábal, que
obligó a la venta pública de las tierras que daban sostén a los templos y a sus
moradores. Con la expropiación se desmoronó todo el andamio que mantenía en pie
un patrimonio que ya no tenía función administrativa, casi tampoco espiritual.
Contrariamente a lo deseado, la manipulación de los lotes a subastar favoreció
que la compra quedara en manos de la nobleza y las oligarquías adineradas. Otro
tanto ocurrió con la “Civil de Madoz” unas décadas después, de tal manera que
se truncó el desarrollo de una clase media que diera el achuchón que necesitaba
una sociedad tan anquilosada como aquélla.
-
Bueno, y de la iglesia que traíamos entre manos ¿qué?
- Otro
día, -le digo.
Se
toca ligeramente la gorra, apenas baja un ápice el ángulo de la visera. Doy por
entendida la insinuación y damos por finado el cónclave.