El
empinado cuestarrón de Trinidad nos obliga a realizar una forzosa parada, necesaria,
donde la traza que traemos viene a entenderse con calle Eras. Damos un suspiro
notable, como si se nos fuera el alma en el intento. Pie en tierra, alzamos la
mirada con la intención de encontrar un mínimo respiro y la vista se nos
estampa con la extraña torre ochavada de la parroquia de San Mateo -que en días
quizá fuera la vieja de Santa María la Mayor de las crónicas, en sus años
menores como infante templo gótico-.
Emerge el campanario cortando el horizonte, por encima de un cerco pétreo, una muralla que abrazó la
aldea vieja en los primeros años de la modernidad, un gran paredón, un lienzo
de enormes y bien labrados sillares de piedra que, más que defender el pago
aldeano, fue instrumento de fiscalización de los arrendamientos ganaderos y los
portazgos. Así es, pues no en vano cobijaba en sus adentros, a la vera de la
parroquia, un gran espacio abierto y terrizo, más corral de contaduría de
ovejas merinas que lugar de encuentro social. Negando que nuestros pasos nos
lleven a esta plaza, la “mayor” a falta de otra, un giro a la izquierda nos
introduce en un laberinto viario de apelativos sencillos, nombres que se
aferraban a la dura cotidianidad de entonces: Huérfanos, Fugitivos, Cestería…,
menciones que recuerdan los primeros bocetos urbanos que se derramaron a la
vera del castillo. Se trata de casuchines y casonas en barranco, de pendiente
imposible, fachadas minúsculas y portales angostos; habitáculos de piedra
descompuesta, barro y cal que flanquean calles sinuosas, apretadas y estrechas,
tiradas en paralelo a las líneas de nivel que elevan el Cerro del Cueto.
En nuestro requiebro damos esquinazo a otras
formas de entender el crecimiento urbano, pues los siglos que sucedieron a la
baja Edad Media gestaron flamantes viarios y novedosas formas de apodarlos. Los
unos ligados a los pragmáticos usos de la traza -Iglesia, Pósito, Pilar o
Cuidado, cuyo apelativo le venía de canalizar las aguas del mencionado pilar
por una cuestecilla empinada y resbaladiza; y los otros emparentados con
acontecimientos significativos de la vida social: Potro, Donosa, Chacona... La modernidad saltó el cerco aldeano
haciendo que una parte del entorno agrícola y uso común se viera salpicado de
edificaciones de todo pelaje, tal es el caso de Ejido, Lejidillo, Eras o la Becerrá;
por la misma, en el entorno que mediaba entre aldea y ruedo se multiplicaría la
presencia de industrias e ingenios con su consecuente apelativo viario:
Piedras, Molinos, Mazacote, Canteras y Herradores. Asimismo, ese afán económico
y urbano escoltó de casonas los caminos y cañadas, los transformó en calles de
honda resonancia: Pozo Vilches o Real, Luzonas, Pozo Nuevo, Mestanza o Carril.
Y ante todo, el nuevo orden villano mudó lo terreno en celestial santificando
calles, altozanos y callejas, de tal forma que se gestaron apelativos de nuevo
cuño para viarios de larga tradición pagana. De esta manera, mudó Cueto en
Santa María o Camino de Linares en Trinidad, y se parieron otros de nueva
impronta como Madre de Dios, Rosario, Visitación, Calvario o San Ildefonso.
En
dos traspiés nos ponemos en los canteros de la Cestería, arrimados al Laero, un quiñón en perenne barbecho,
salpicado de almendros y mustias alcaparreras, que se desliza por la solana del
castillo. Desde lo hondo, más que verlo trastear en el otero, escucho su
retahíla de vituperios y salmodias.
Se
trataba de un tipo delgado en exceso, nervudo, arrugado a la fuerza de tanto
pelear con la vida. De sempiterna garrota machacona, gorra descolorida y
cazadora deslucida. Se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo, su
voz de pregón le precedía en un afán constante por no quedar ajeno a las
escenas que pisoteaba. Aquella mañana, como la anterior, como la que le
precedió…, como todas, se asomó desde el altozano del Cueto al hoyo de la Cestería,
mirando de reojo a la Peñasca y clamando con la garrota en alto que no, que lo
esperaran para más adelante. Y tronó mil nombres de los muchos que han
penetrado en la fortaleza y de los cientos que vaticina que aún la han de
visitar. Poco importaba que alguien lo oyera o no, cada mañana, cada tarde y
casi cada noche su voz tenía obligada norma de rasgar la plácida atmósfera de
Santa María.
Ahora,
situados sobre la artificiosa meseta de Santa María, al exterior del recinto
fortificado y en el vértice de poniente, escudriñamos al frente el vecino cerro
del Gólgota por apreciar si en la solana hay vacas que aventuren lluvia, ¡cosas
de viejos! Era aquélla una mañana de otoño gélida que tuvo como preámbulo una
oscura noche de agua. El café, hirviendo, me armó de valor para encauzar la
empinada escalera y buscar sus monólogos. En nuestros encuentros poco lugar
había para que uno diera opinión. Mucho escuchar, filtrar algún que otro chisme
bondadoso, reírte de cualquier desvarío y aprender, y mucho. La garrota, como
sus cuerdas vocales, en constante mudanza. Después de su saludo de rigor -¿cómo
están los chiquillos? -nos varamos un instante estudiando el horizonte. Era una
manera más o menos acordada de dejar claro los intereses del día: esa mañana no
tenía tarea pendiente, así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad
a los improperios y huecas amenazas que seguía disparando.
En
días como aquél, de agua y tierra removida, gustábamos de rodear el castillo
por ver si nos topábamos con alguna moneda negruzca y de poco valor, alguna
flecha oxidada o algún tiesto fuera de lugar que llamara la atención. La
hacienda, como siempre, solía tener escasa recompensa. Viramos hacia el
callejoncillo que lleva a la puerta del Castillo. De entre la piedra del murete
de la diestra y el verde de los jazmines asoma una pequeña traza de calicanto,
se la indico. Con seguridad, era parte integrante de una estructura defensiva,
una entrada en codo, muy utilizada por la arquitectura militar almohade allá
donde el foso de agua era argumento imposible. Por su parte, a modo de
respuesta, en un pertinaz movimiento de la garrota señala violentamente un
tramo de barro moteado de blanco, junto a la farola de la izquierda. -Un pingue -me indica-, como si no conociera
ya la cantinela. Una muela aislada y trozos de una posible rótula inculcan fe a
los no creyentes de que la tumba, en su día, estuvo donde índica la punta del
báculo. En unos pasos y amena charla nos plantamos junto a la puerta. A nuestra
espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las casas
vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificar la presencia del
artificio codado, que no barbacana.
Como
venía ocurriendo casi a diario, a media mañana un tropel de vociferantes
escolares intenta colarse en avalancha para llenar de carreras las entrañas de
la fortaleza. El caporal introduce el hierro en la cerradura, más ganzúa
estrambótica que llave. Logra abrir el portalón no sin esfuerzo y alguna maña,
la marabunta entra como una exhalación. Por su parte, el guía retrocede unos
pasos mientras repica sobre el empedrado con el remache de hierro de su
garrota, se detiene en firme junto a un panel interpretativo. Alza el cayado y
lo dirige a las ruinas de Santa María, poco más que una cripta despedazada y un
ábside aún más desvestido. -“Socólogo,
¿qué barruntas tú de esto? –espeta al viento sabiendo que estoy a sus espaldas.