Por estas
calores y cuando chico, a los zagales que rondábamos el Corralón, un
otero en ruina eterna, excelente cubil para ocultar los muchos inventos y las
no menos trastás de la chiquillería, nos daba por echar las mañanas de
sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy suenan a disparate.
Cuando el sol
andaba por todo lo alto, Juan Manuel el de la Tonta doblaba la empinada
calleja del Cotanillo
cabalgando sobre su cascajoso pascuali,
un alboroto de hierros y reventones de carburador, vehículo de un amarillo
descolorido que avisaba con gran estruendo de su llegada. Y era Juan Manuel un
señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de vozarrón fuerte, un
estampido según horas, pero de un corazón tan grande que no desmerecía el
trueno de la voz.
Después de
cientos de traqueteos y dejando atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el rumor estridente
de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras inmerso en un frenesí, que más
parecía baile de San Vito, y tal era
que puestos los pies en tierra aún lo tenía unos momentos en vilo. La máquina,
cargada hasta las trancas con alpacas de paja, por su esperpéntica forma en
nada desmerecía a las más afamadas e históricas torres. Unas veces a la muy fotográfica
Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, y no eran
menos en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por
tierra con la compostura.
El corral de las
vacas tenía tomado un áspero y ancho solar de pizarra, pelado a fuerza de tanto
orín y una perenne costra de mierda de vaca. Se retranqueaba por detrás de las
cuadras y de una apretada y honda leñera, elevado unos metros sobre la calle y
un escalón por debajo del Corralón. De
viejo, tuvo que ser casona buena, en ruina desde siempre, como nos indicaba la
pared de ripios de piedra, casi sillares, que se elevaba desde el Cotanillo.
Del Corralón lo separaba una desportillada
tapia de ladrillo cocido en los hornos del vecino Bailén y una escombrera en desuso
y pendiente de vértigo.
Más que mediada
la mañana y teniendo ya muy desbaratada la vaquería, puestas patas arriba y
revoladas varias veces las gallinas, pateados en mil ocasiones los terrones de
sal de piedra que dormían en cada uno de los pesebres… y teniendo más que
sofocada a Isabel, la señora del susodicho, a aquellas horas la menuda
chiquillería no tenía otro afán que esperar la estrepitosa llegada del
anfitrión y su carga.
Con la solanera
por frente, la faena que se tenía por delante consistía en subir al pajar, a
golpe de carrucha, todas y cada una de las alpacas. En realidad, el trajín no agobiaba
por el calor o por el trabajo, verdaderamente lo hacía por la caterva de
picores que llevaba consigo cada uno de aquellos enormes haces de paja. En perfecta
ordenanza y sabiendo de la función de cada uno de los intrigantes, la carga se
iba repartiendo en el interior del pajar, a uno y otro lado del ventanuco que
daba al exterior, como si de un manual y gigantesco tetris se tratara.
Con el
privilegio de un umbral tan elevado y con disimulada calma, apreciábamos el
goteo de señores que iba llegando a la casa grande con el castro bajo el
brazo, un vinazo blanco y manchego. Como si la cosa no fuera con nosotros, nos
ponía sobre aviso y apresurábamos la brega que nos traía.
La paliza, la
calor y los picores mermaban su efecto con el juego y las ricias que le
liábamos al mencionado Juan Manuel, ya fuera a la entrada o a la salida, con
las vacas o con los huevos de las gallinas; por no decir de las mil y unas
historias y peripecias que llegamos a enjaretar con el viejo pasquali, como aquélla de un día de
marras, cuando lo estampamos sin frenos contra la destartalada y cochambrosa
puerta de entrada, mientras jugábamos al escondite entre pesebres. Pero bueno, aunque
fuera a robaguita y como el que no
quiere la cosa, a modo de recompensa participábamos, o hacíamos cómo si así lo
fuera, de una auténtica postura
bañusca.
Cuando el
bochorno aún no era extremo y la señora de la casa estaba en sus trece, que
eran muy pocas las veces, la postura
no llegaba a penetrar en la casa grande.
En aquellas ocasiones y justificando que los compadres venían con la ropa de
trabajo y la tierra de media campiñuela a cuestas, el cónclave tenía lugar en
una habitación pequeña, a medio camino entre el corral de las vacas y la propia
casa. Era un cuartucho polvoriento, en continua mudanza, donde se notaban en
cierto modo los rigores del exterior pues, al no tener ventana, la luz, y los
calores, penetraban por la puerta que quedaba entreabierta. De suelo a medio
empedrar, cobijaba los mil y un útiles que el propietario utilizaba en las
faenas cotidianas que tenía entre manos, ordenados en perfecto desconcierto
según se dejaban de usar.
Por la derecha,
comunicaba con una escalerilla que ascendía al piso alto, al altillo, una
espectacular cámara donde aún se apreciaba la ramoniza de las olivas y el barro que fueron utilizados originalmente
para techar la casona primera. El lugar alternaba aperos con cosechas más o
menos menguadas, algún mueble viejo y quebrado con canastillas, canastas y
canastones de indios, coches viejos,
pistolas de plástico y espadas de madera, piezas de un Exin Castillo… y mil y una correrías del vástago de la familia,
Juan. Por frente, daba el cuartucho directamente con la casa grande, con el segundo portal. Cuando el rigor de la canícula
era extremo, como solía ser norma cada verano, la resistencia de Isabel era
ineficaz y la postura campaba a sus
anchas por la casa principal.
Toda la parafernalia de señores se iba situando al amparo del primer portal, en
las escaleras que daban a salón bonito,
el que se elevaba sobre el cuartucho del sótano, o sobre los escalones que subían
al segundo portal, donde el relente de una casa vieja rebajaba las calores del
trance, las del tiempo y las que producía el castro por muy fresquito que viniera. Una retahíla de gente de buen
beber y excelente tertulia, que acababa siempre a voces, mermaba paulatinamente
y sin pausa la alacena de la buena de Isabel entre broncas y aspavientos, entre
camaradería y ofrecimientos sin dobleces: mi tío Dioni el de las cabras, José el
municipal, mi chacho Laruta,
Balbino, el Diablo, Goyico, un tipo único, Pedro Ponaire, Maquilera, el Abogao,… y
un largo etcétera que a estas alturas y toda una vida después soy incapaz de
recordar, que los años no pasan en balde y la memoria merma de forma inevitable.
Por momentos y a modo de maletilla
espontáneo que saltara al ruedo, alguno de los intrigantes se colaba entre el
barullo de señores y cazaba media berenjena ensartada con pimiento, cuatro chorchos secos, un puñaíllo de aceitunas, un cuarto de tomate con orégano
y sal…, que puntual y equitativamente dividíamos con el resto de la partía haciendo oídos sordos a las
muchas voces sin daño del dueño y las risas y chistes de los contertulios. La conquista,
por chica que fuera, y las muchas afrentas que nos hacían por meter la mano de
manera inadecuada, llenaban de orgullo, con colmo, nuestra infante andadura por
aquella etapa de desatinos.