viernes, 25 de agosto de 2017

La noria

No llegó a hoyar el suelo bajo sus posaderas cuando una gigantesca rueda de hierro reclamó su curiosidad. Aficionado ya a perderse en mil desatinos, se levantó presto, como hoja seca atizada por un tirón de viento, y se acercó a la industria. Se izó sobre el andén para poder asomarme a la raja que partía en dos mitades la mole de piedra, circular, fría y eterna; oscura e infinita se abría bajo los herrajes buscando la profundidad de los infiernos.

Un soplo de aire fresco y húmedo, repentino, o quizá dulce, arremetió contra su cara creando sensaciones encontradas. Desde siempre, con seguridad, le atrajo asomarme a la boca de estos anchos y destartalados pozos, oler a umbría y agua queda. Cuando escudriñó en sus entrañas, identificó aquella experiencia contradictoria con lo que debe ser una muerte plácida, sin dolor, como cuando la vida se escapa en silencio, lentamente, sin apenas dejarse notar; como cuando te abate el sueño y eres incapaz de no entregarte en los brazos de Morfeo. Buscó en la profundidad de las aguas el deseo de que hubiera vida al otro lado. La esperanza que algunos dicen hallar en un callejón de luz, él intentó escudriñarla en las negras aguas.

Salió bruscamente del trance, una rana que buscaba cobijo en lo hondo le trajo a la realidad, al bochorno que ya apretaba bien. Repentinamente, le llegó el sonido estridente, agudo, de una chicharra que aventuraba la cruda calima del verano, que dejaba intuir el momento en que la tierra se agosta completamente.



jueves, 24 de agosto de 2017

De postura (2)

Por estas calores y cuando chico, a los zagales que rondábamos el Corralón, un otero en ruina eterna, excelente cubil para ocultar los muchos inventos y las no menos trastás de la chiquillería, nos daba por echar las mañanas de sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy suenan a disparate.

Cuando el sol andaba por todo lo alto, Juan Manuel el de la Tonta doblaba la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre su cascajoso pascuali, un alboroto de hierros y reventones de carburador, vehículo de un amarillo descolorido que avisaba con gran estruendo de su llegada. Y era Juan Manuel un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de vozarrón fuerte, un estampido según horas, pero de un corazón tan grande que no desmerecía el trueno de la voz.

Después de cientos de traqueteos y dejando atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el rumor estridente de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras inmerso en un frenesí, que más parecía baile de San Vito, y tal era que puestos los pies en tierra aún lo tenía unos momentos en vilo. La máquina, cargada hasta las trancas con alpacas de paja, por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas e históricas torres. Unas veces a la muy fotográfica Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, y no eran menos en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.

El corral de las vacas tenía tomado un áspero y ancho solar de pizarra, pelado a fuerza de tanto orín y una perenne costra de mierda de vaca. Se retranqueaba por detrás de las cuadras y de una apretada y honda leñera, elevado unos metros sobre la calle y un escalón por debajo del Corralón. De viejo, tuvo que ser casona buena, en ruina desde siempre, como nos indicaba la pared de ripios de piedra, casi sillares, que se elevaba desde el Cotanillo. Del Corralón lo separaba una desportillada tapia de ladrillo cocido en los hornos del vecino Bailén y una escombrera en desuso y pendiente de vértigo.

Más que mediada la mañana y teniendo ya muy desbaratada la vaquería, puestas patas arriba y revoladas varias veces las gallinas, pateados en mil ocasiones los terrones de sal de piedra que dormían en cada uno de los pesebres… y teniendo más que sofocada a Isabel, la señora del susodicho, a aquellas horas la menuda chiquillería no tenía otro afán que esperar la estrepitosa llegada del anfitrión y su carga.

Con la solanera por frente, la faena que se tenía por delante consistía en subir al pajar, a golpe de carrucha, todas y cada una de las alpacas. En realidad, el trajín no agobiaba por el calor o por el trabajo, verdaderamente lo hacía por la caterva de picores que llevaba consigo cada uno de aquellos enormes haces de paja. En perfecta ordenanza y sabiendo de la función de cada uno de los intrigantes, la carga se iba repartiendo en el interior del pajar, a uno y otro lado del ventanuco que daba al exterior, como si de un manual y gigantesco tetris se tratara.

Con el privilegio de un umbral tan elevado y con disimulada calma, apreciábamos el goteo de señores que iba llegando a la casa grande con el castro bajo el brazo, un vinazo blanco y manchego. Como si la cosa no fuera con nosotros, nos ponía sobre aviso y apresurábamos la brega que nos traía.

La paliza, la calor y los picores mermaban su efecto con el juego y las ricias que le liábamos al mencionado Juan Manuel, ya fuera a la entrada o a la salida, con las vacas o con los huevos de las gallinas; por no decir de las mil y unas historias y peripecias que llegamos a enjaretar con el viejo pasquali, como aquélla de un día de marras, cuando lo estampamos sin frenos contra la destartalada y cochambrosa puerta de entrada, mientras jugábamos al escondite entre pesebres. Pero bueno, aunque fuera a robaguita y como el que no quiere la cosa, a modo de recompensa participábamos, o hacíamos cómo si así lo fuera, de una auténtica postura bañusca.

Cuando el bochorno aún no era extremo y la señora de la casa estaba en sus trece, que eran muy pocas las veces, la postura no llegaba a penetrar en la casa grande. En aquellas ocasiones y justificando que los compadres venían con la ropa de trabajo y la tierra de media campiñuela a cuestas, el cónclave tenía lugar en una habitación pequeña, a medio camino entre el corral de las vacas y la propia casa. Era un cuartucho polvoriento, en continua mudanza, donde se notaban en cierto modo los rigores del exterior pues, al no tener ventana, la luz, y los calores, penetraban por la puerta que quedaba entreabierta. De suelo a medio empedrar, cobijaba los mil y un útiles que el propietario utilizaba en las faenas cotidianas que tenía entre manos, ordenados en perfecto desconcierto según se dejaban de usar.

Por la derecha, comunicaba con una escalerilla que ascendía al piso alto, al altillo, una espectacular cámara donde aún se apreciaba la ramoniza de las olivas y el barro que fueron utilizados originalmente para techar la casona primera. El lugar alternaba aperos con cosechas más o menos menguadas, algún mueble viejo y quebrado con canastillas, canastas y canastones de indios, coches viejos, pistolas de plástico y espadas de madera, piezas de un Exin Castillo… y mil y una correrías del vástago de la familia, Juan. Por frente, daba el cuartucho directamente con la casa grande, con el segundo portal. Cuando el rigor de la canícula era extremo, como solía ser norma cada verano, la resistencia de Isabel era ineficaz y la postura campaba a sus anchas por la casa principal.

Toda la parafernalia de señores se iba situando al amparo del primer portal, en las escaleras que daban a salón bonito, el que se elevaba sobre el cuartucho del sótano, o sobre los escalones que subían al segundo portal, donde el relente de una casa vieja rebajaba las calores del trance, las del tiempo y las que producía el castro por muy fresquito que viniera. Una retahíla de gente de buen beber y excelente tertulia, que acababa siempre a voces, mermaba paulatinamente y sin pausa la alacena de la buena de Isabel entre broncas y aspavientos, entre camaradería y ofrecimientos sin dobleces: mi tío Dioni el de las cabras, José el municipal, mi chacho Laruta, Balbino, el Diablo, Goyico, un tipo único, Pedro Ponaire, Maquilera, el Abogao,… y un largo etcétera que a estas alturas y toda una vida después soy incapaz de recordar, que los años no pasan en balde y la memoria merma de forma inevitable.

Por momentos y a modo de maletilla espontáneo que saltara al ruedo, alguno de los intrigantes se colaba entre el barullo de señores y cazaba media berenjena ensartada con pimiento, cuatro chorchos secos, un puñaíllo  de aceitunas, un cuarto de tomate con orégano y sal…, que puntual y equitativamente dividíamos con el resto de la partía haciendo oídos sordos a las muchas voces sin daño del dueño y las risas y chistes de los contertulios. La conquista, por chica que fuera, y las muchas afrentas que nos hacían por meter la mano de manera inadecuada, llenaban de orgullo, con colmo, nuestra infante andadura por aquella etapa de desatinos.




sábado, 19 de agosto de 2017

Sobre Amargura, Desengaño y Cotanillo

Desde el Carril y porque no lo vieran más transeúntes de los que debieran, cogió por la Amargura, amago de calle buena y pendiente de espanto que se trazó con la bonanza que aún campaba un siglo antes, dando esquinazo a Mestanza y Cotanillo. Unos lustros después de su génesis, la vía fue cortada en perpendicular, a media cuesta, por la traviesa del Desengaño, como lo fueron sus aspiraciones económicas y la ilusoria prosperidad del momento. Era barrio de pecheros chicos y medianos, de grano y aceituna, crédulos hijos de la Ilustración, del trabajo y las creencias fisiocráticas, venidos a mucho menos por las guerras (y por los que de siempre con estas tragedias pescan en revuelto), el despotismo y unas esperanzadoras desamortizaciones que, antes de nacer, fenecieron bajo el egoísmo de agrimensores y subastadores públicos. El latifundismo irracional en nupcias con un caciquismo desgarrador y el rentismo de provincias avanzaban de forma irreversible.

Viejo camino de la ermita de Santa Olalla, la calle daba ahora cobijo a casas de piedra buena, con entrada a pie llano, sótano, cámara, cuadras y gallinero, pozo, estercolero y huerto, anchas estancias y varias alcobas. Dejando de lado la estrechez del Cotanillo...





Fotografía Cotanillo: José Pablo Morales Rodríguez