Según me contaron, nací una tarde noche de viernes, mientras
mi padre bullía de línea en línea acercándose al corazón de Barcelona, camino
de endoblar y con una larga madrugada por delante.
Y crecí de viernes en viernes, amarrado a la esquina de una
ancha mesa de pino. Allí, por necesidad de la edad y elevado sobre un pequeño
cajón de pan, de un amarillo desvaído, devoraba cuentos y novelas de pistoleros
mientras esperaba órdenes de mis mayores. Y en aquel rincón apagado se fueron
sucediendo las noches, y me hice perpetuo y pasé desapercibido, como el ancho
machón encalado que me amparaba y la pesada y vetusta máquina de pesar los
bollos que día con día se oxidaba un poco más.
Junto a la esquina, cada noche, desfilaron unos y otros,
algunos para un rato, otros se quedaron plantados por un tiempo. Pasaron
fantasmas, unos de capa y espada, otros que voceaban a la mínima y los menos de
sábana en largo.
Mis primeros viernes, apenas daba por zanjada la escuela, me
faltaban pies para bajar de grá en grá la Mestanza, llegar al Cotanillo y
dormir apenas unas horas, y me desperezaba con aquellos simpáticos “Barbapapá”
de entonces. El tiempo, que todo muda y a
veces sepulta, y las modernidades tecnológicas fueron retrasando el
momento de arrancar en el tajo, y así en un traspiés de viernes me levanté con
la nueva y triste noticia de la muerte de Rodríguez de la Fuente; y en otro tropezón
y con el hacer de las hormonas, disparate tendió un puente entre formación y
obligación.
Para la historia, viernes era el día de la diosa Venus, para
mis días era arrancar un fin de semana de asueto, que viene a ser lo mismo. Pero a mí el
viernes me puso por delante un espejo donde siempre me he mirado y una
responsabilidad temprana, quizá demasiado. Compartí ratos en aquellas noches de
viernes con otros que quisieron atarse en aquel rincón de la mesa, como Pedro
Cámara, Antonio Chaparro,… y el Nani, con quién eché buenos viernes y con quién
mudé, momentáneamente, letras por baraja.
Y recuerdo noches encendidas, la tahona apagada y sólo el flamear
de la débil llama de dos o tres velones. Y recuerdo estar de manos cruzadas y
el chirriar de un denso pero apacible silencio.